(La La Land; Damien Chazelle, 2017)
Que La La Land: Una historia de amor sea tan inconfundiblemente romántica tiene menos que ver con las dos personas que en su trama se enamoran y más con el idealismo que domina la película. Sus dos amantes, llevados a la vida por Ryan Gosling y Emma Stone, dos auténticas estrellas de cine, viven más en el pasado y en el futuro que en el ahora. La película usa sus aspiraciones y melancolías de manera inteligente; el poder que tienen los sueños para elevar o estancar la vida de uno se encuentra al centro de ella. Su inicio es descaradamente optimista. El animado y colorido número “Another Day of Sun” contiene el estribillo más pegajoso y la coreografía más impresionante de la película. Se convierte en sinónimo de absoluto júbilo. Es entre decenas de bailarines, músicos, un ciclista y un acróbata que estallan de repente en canción y danza, en medio del imposible tráfico de Los Ángeles, donde Mia Dolan (Stone) y Sebastian Wilder (Gosling) se conocen por primera vez. Como es tradición en los lustrosos romances cinematográficos, los dos se odian al instante. Con su mente en un guion que debe memorizar para una audición, Mia detiene el tráfico detrás de ella, lo que le gana un dedo levantado de Sebastian.
Él tampoco es muy simpático que digamos. Un virtuoso pianista de jazz convertido en un ermitaño cascarrabias después de que un colega lo estafara por una cantidad significativa de dinero, Sebastian es incapaz siquiera de mantener un empleo tan simple como hacer de músico de ambiente en un pequeño restaurante. A pesar de que el dueño, Bill (J.K. Simmons), le exige que se limite a un aburrido repertorio navideño, Sebastian se desespera y decide interpretar una desatada y complicadísima pieza que le gana la indiferencia de los comensales y lo deja sin trabajo. Mia, quien había tropezado con el lugar tras una decepcionante noche de fiesta en Hollywood Hills, se acerca seducida por la música sólo para ser ignorada por completo por Sebastian. Los dos se encuentran una y otra vez y parecen odiarse de una manera que sólo esconde lo bien que encajan el uno con el otro. La escena en que Mia encuentra a Sebastian tocando teclados para una banda de covers de los ochentas y le pide a un “músico de verdad” (por lo menos eso se considera Sebastian) que toque una de A Flock of Seagulls, es un delicioso momento de pequeña crueldad.

Con el tiempo, los dos se vuelven, por supuesto, inseparables. Su animadversión se convierte en coqueteo, que se convierte en atracción y finalmente en amor. Una particular nostalgia los une. Una tía actriz, que le compartió su amor por las películas clásicas, fue quien inspiró a Mia a dejar Boulder City, Nevada por la capital mundial del entretenimiento. Sebastian mientras tanto sueña con rescatar un legendario club de jazz ahora convertido en un mediocre bar de samba y comida española. Bastante se ha dicho ya de la implicación creada por que Sebastian, un hombre blanco, se dé a sí mismo la misión de “salvar” el jazz, un género musical nacido en la cultura afroamericana de Nueva Orleans. Creo que estas críticas tendrían mejor sustento si Sebastian no fuera una persona tan idealista y desconectada de la realidad, y si la película en verdad equiparara el que Sebastian abra su club con “salvar” el jazz. Su búsqueda es particularmente egoísta; cuando le cuenta a Mia de la historia del jazz, de su relación con él, su pasión es palpable, genuina, pero se imponen su arrogancia, su nostalgia y su resistencia al cambio.
Sebastian no puede “salvar” el jazz sobre todo si ni siquiera tiene dinero para sobrevivir. Es extrañamente cuando él y Mia parecen más lejos de sus sueños cuando parecen más felices juntos. Cuando pueden encontrar en el otro el consuelo y la ilusión que sus hasta entonces decepcionantes carreras no les pueden ofrecer. La película toma una gloriosa desviación hacia lo irreal cuando, a la Rebelde sin causa, Sebastian y Mia se cuelan al Observatorio Griffith y, a mitad del planetario, flotan grácilmente hacia las estrellas. Pero la realidad, esa odiosa fuerza de gravedad, finalmente obliga a Sebastian a hacer de tecladista para el conjunto de un viejo colega, Keith (John Legend) para poder pagar las cuentas. Que la música de Keith sea una populista amalgama de estilos no es señal de que ame el jazz menos que Sebastian, simplemente que está menos desconectado de la realidad. Sebastian, no obstante, acepta el trabajo bien pagado y módicamente satisfactorio mientras que Mia toma un atrevido paso hacia consolidar sus sueños en la forma de un monólogo teatral, escrito, dirigido y protagonizado por ella misma.

Mia y Sebastian, tan cautivador como es su romance, son tan planos como piezas de cartón. Sus personalidades no se extienden mucho más allá de que ella sea una actriz y él un pianista de jazz. Es a veces algo frustrante que sus pláticas, aquellos íntimos momentos entre una pareja, tierra fértil para conversaciones profundas, terminen girando alrededor de lo mismo: de sueños que no se cumplen, que se traicionan y que se nos repiten una y otra vez a lo largo de la película. Pero si sus emociones son simplistas, las de la película no lo son. De hecho, son tan complejas al punto de que parecen contradictorias, confundidas. La La Land es una película a favor de seguir los sueños de uno y en contra de seguir los sueños de uno. Pero es muestra de la destreza del guion y dirección de Damien Chazelle (quien saltó a la fama con Whiplash: Música y obsesión) que pueda convertir esta incertidumbre, esta coexistencia de melancolía y júbilo, de desesperación y optimismo, no en una narrativa caótica y desenfocada, sino en una electrizante pieza de cinematografía. No hay momento de la película que mejor camine esta cuerda floja que el epílogo: una excursión a la tierra del quizás, y un tributo a los sueños como motor de la acción humana como aquello que siempre está fuera del alcance de uno.
He estado bailando alrededor de discutir la artesanía de La La Land y la manera en que la película funciona simplemente como un musical. Esto en parte porque creo que el que la película es técnicamente impresionante y un encanto no es nada que no se haya dicho antes. Sus colores irrealmente vivos crean la ambientación perfecta para el romance de Sebastian y Mia. La coreografía de los actores es tan impresionante como la de la cámara, que captura prácticamente todas las secuencias, ya sean bailes o conversaciones en una habitación en impresionantes movimientos a lo largo del espacio, en amplias composiciones con múltiples objetos a cuadro. Podemos saborear este mundo. La coordinación enfrente y detrás de cámaras es admirable, pero también la manera en que esto rara vez nos llama la atención. El trabajo del director de fotografía Linus Sandgren evita los vicios que afligen a tantas películas en las que abunda la cámara flotante, momentos en los que no hay nada en pantalla que acompañe a la cámara; momentos en los que la cámara deja de convertirse en un observador y se convierte en el objeto de atención y se rompe por un instante el encanto del mundo ficticio. La La Land es una ilusión casi perfecta; una visión de cómo imaginar el futuro es un tipo de nostalgia, pues lo que recordamos y lo que soñamos para el futuro terminan inevitablemente distorsionados por nuestros buenos deseos.