(Manchester by the Sea; Kenneth Lonergan, 2017)

Debí haber tenido once años cuando falleció mi abuela paterna. El día que me enteré, yo había ido a la escuela, pero tuve que retirarme unas horas antes de la salida por una llamada de la dirección. Mis papás me esperaban ahí. No recuerdo bien si el carro ya estaba cargado con maletas o si regresamos a casa para alistarlas. Ellos me dieron la noticia. A esa edad tenía una idea de lo que acababa de pasar, de lo que significaba. Pero nada me podía preparar para lo que esto implicaba, para cómo me iba a sentir. Durante el viaje a Mexicali, donde ella sería sepultada, sentí más confusión que tristeza. Sólo hasta el velorio, con toda la familia reunida alrededor del féretro, las lágrimas empezaron a brotar de mis ojos. Sólo entonces comprendí finalmente la magnitud de lo que había pasado. Pero esa noche no fue la más triste de mi vida. Ni siquiera la noche más triste de mi vida hasta entonces. Después del velorio, todos los primos menores de edad que habíamos llegado a la ciudad para el funeral pasamos la noche en la casa de un tío, primo de mi papá. No recuerdo nada particular de esa noche. Nada que no se haya repetido en cualquier otra vacación familiar. Recuerdo videojuegos. Recuerdo recostarme en el suelo debajo de sábanas extrañas. Pero si esa noche está grabada en mi memoria, es menos por lo que sucedió en ella y más por la realzada conciencia que me había traído mi primer roce importante con la pérdida. Muchos años después, la memoria de este día se cristalizó en una de las ideas centrales de mi vida. Que, si bien la muerte de alguien cercano, con mucha razón, nos provoca tristeza, también tiene una manera de amplificar todo sentimiento, sea positivo, sea negativo. Es un cliché decir que la muerte nos hace apreciar más la vida, pero es un cliché que no puedo negar.

Este episodio de mi vida resurgió en mi mente una vez más mientras veía Manchester junto al mar, la nueva película de Kenneth Lonergan. Reproduzco la historia aquí porque, si bien la película es técnicamente brillante, observadora, inteligente, y contiene varias de las más honestas y humanas actuaciones del año, no puedo del todo explicar el efecto que ésta tuvo en mí sin señalar la fidelidad con que parecía reproducir los sentimientos, el estado mental, de uno de los momentos claves de mi vida. He visto películas sobre el duelo, y escrito cosas favorables sobre algunas de ellas, pero ninguna, salvo la obra maestra de Yasujirō Ozu Historias de Tokio, me afectó de una manera similar.

manchester-junto-al-mar1

En Manchester junto al mar, Casey Affleck interpreta a Lee Chandler, un empleado de mantenimiento en un edificio de apartamentos en un suburbio de Boston, Massachusetts. Su vida es mínima. Su residencia es un pequeño cuarto en el sótano del edificio. Su labor consiste en arreglar regaderas, excusados, lámparas, sacar basura y apalear nieve. Lee es serio y de pocas palabras. Su actitud en exceso reservada lo hace frustrante para algunos, interesante para otros. Una de las inquilinas esconde una atracción hacia él. Una coqueta mujer en un bar derrama cerveza sobre él “por accidente” para iniciar una conversación. Con lo que no contaba es con que Lee es capaz de pasar media hora sin sucumbir a la charla banal. Nuestra familiaridad con las convenciones del drama nos dice que algo acongoja a Lee. Que sufrió algo terrible y por eso es así. Esto de alguna manera es cierto, aunque su condición de torturado es más una decisión que una imposición. Lee determina la manera en que la congoja lo afecta.

Mientras despeja una banqueta, Lee recibe la noticia de que su hermano Joe (Kyle Chandler) ha sufrido un ataque al corazón y ha fallecido. Lee hace el recorrido de una hora a su pueblo natal de Manchester-by-the-Sea; no tiene problema con dejar su trabajo una semana para el funeral, la lectura del testamento y para cuidar de Patrick (Lucas Hedges), el hijo adolescente de Joe. Pero cuando se entera de que Joe hizo de Lee el guardián legal de su hijo, Lee se queda perplejo. No es porque no le importe el muchacho, a pesar de lo que su reacción pueda hacernos pensar. De alguna manera, es todo lo contrario. Manchester junto al mar desenmaraña al personaje de Lee poco a poco, a través de una serie de flashbacks que son una de las decisiones estilísticas más audaces en una película de este año. Son audaces, no porque rompen el flujo de la narrativa (los flashbacks por definición hacen eso), sino por la manera en que lo hacen. De una manera que llama atención a su naturaleza intrusiva. Aparecen casi sin anuncio, sin lógica. En ocasiones, Lonergan y su editora Jennifer Lame interrumpen el ritmo una escena para mostrarnos una imagen sin contexto que desemboca en el recuerdo de un episodio completo. Esto es apropiado porque, como podemos ver, Lee tiene una relación complicada con la vida que dejó atrás. La avalancha de recuerdos sugiere su abrumado estado mental. Uno entiende que dejar éstos atrás podría acercarlo a una vida más saludable, menos torturada. Pero éstos son también lo que le permiten seguir concentrado, y lo que previenen que su más grande error se repita.

La edición es tan sólo parte del meticuloso desorden que da vida a Manchester junto al mar. Lonergan arregla sus escenas, curiosamente, de una manera similar a Ozu, con una cámara fija que salta entre puntos a veces incongruentes (no siempre parece interesado en seguir la regla de los 180 grados) y composiciones poco adornadas, casi planas. Los planos individuales de Manchester junto al mar se sienten como las fotografías de alguien más interesado en estas personas que en la estética. El trabajo del director de fotografía Jody Lee Lipes destaca, no por sus imágenes individuales, sino por la manera en que nos introduce a la vida diaria de un apagado pueblo de Nueva Inglaterra. Esta naturalidad, esta inmediatez, que se hace sentir a lo largo de la película, se ve mejor reflejada en su construcción básica. Manchester junto al mar no tiene una trama tradicional. Lee llega a Manchester sin una meta concreta y nunca sufre una evolución radical, importante. Divide su tiempo en el pueblo entre viejos conocidos, entre los que se encuentra su exesposa Randi (Michelle Williams), y Patrick, quien a su vez divide su tiempo entre sus dos novias y en tratar de conectar con su madre finalmente sobria, Elise (Gretchen Mol).

manchester-junto-al-mar3

La tragedia reina en Manchester junto al mar tanto como la casualidad, pero no es una película cursi o sensiblera. Es una atenta al poder transformador del sufrimiento. Consciente del efecto sísmico que la muerte de alguien tiene en sus seres queridos. Se ve en el fiestero padre de familia que se convierte en un expiador de pocas palabras. En la pasiva esposa que termina por arremeter verbalmente contra su esposo. En la que usa la adicción para escapar del sombrío diagnóstico del suyo. En el joven típico y equilibrado llevado a un ataque de pánico por un congelador. Cada reacción es singular y representativa de la persona que la tiene. Éstas son reacciones bastante íntimas, poderosas, perfectamente balanceadas por un humor recurrente que resalta lo inevitablemente ligados que están lo absurdo y lo trágico. Lonergan construye una pieza digna de una comedia adolescente en la que Patrick y una de sus novias intentan tener relaciones mientras Lee apenas y se esfuerza en distraer a la madre de ella. El momento no desentona con el resto de la película porque en la vida diaria, estos momentos coexisten. El universo emocional de la película es genuino, tan vasto como la comunidad de Manchester es pequeña.

Este universo se siente particularmente vivo porque Lonergan, como guionista y director, no les da la espalda a los detalles. Su genio se encuentra en esas minucias de lo trágico, esas cosas que no parecen dignas de atención pero que de alguna manera se cuelan en nuestras memorias más potentes y se hacen parte inseparable de ellas. Manchester junto al mar es el momento en que las ruedas de la camilla no se cierran correctamente al entrar a la ambulancia. Es el bebé de Randi llorando ruidosamente en el funeral de Joe. Es Lee y Patrick pasándose una pelota por la calle mientras planean qué hacer los meses que viene. Éstos son momentos que reconocemos de alguna manera a pesar de que nuestra experiencia geográfica no es idéntica a la de los personajes que vemos. Porque si hemos pasado por lo que ellos están pasando, somos más sensibles a los que nos rodea y lo sentimos con mayor intensidad. Manchester junto al mar es una obra maestra que se siente de manera intensa.

★★★★★