(Kong: Skull Island; Jordan Vogt-Roberts, 2017)
La Guerra de Vietnam fue, para Estados Unidos, una guerra sin gloria. En casa, su intervención en el sureste de Asia fue condenada por sus connotaciones imperialistas. En el frente, las fuerzas militares del Norte y las guerrillas del Viet Cong eventualmente obligaron a los superiormente armados Estados Unidos a retirarse y a aceptar la reunificación de Vietnam dentro de una misma república socialista. Los soldados americanos que regresaron a casa no fueron celebrados como las generaciones anteriores que combatieron en la Primera y la Segunda Guerra Mundial. ¿Cómo no sentir que los horrores que cometieron y atestiguaron fueron para nada, que el país no valoraba su sacrificio? Ahora, ¿por qué abordar la situación del veterano de Vietnam para hablar de Kong: La Isla Calavera, una película en la que las circunstancias parecen secundarias a un gorila de treinta metros? Porque la película, extravagante y escapista como parece, construye un mensaje bastante coherente alrededor del intervencionismo estadounidense y de la inmortal aspiración a la gloria en combate. Este mensaje es más de lo que se le exige actualmente a una película de alto presupuesto. Kong: La Isla Calavera se apropia de la alucinógena fotografía, el planteamiento básico y la ambientación selvática del clásico de Francis Ford Coppola Apocalipsis ahora, pero también de su temática. Es tan antiguerra como puede ser una película en la que monstruos gigantes pelean entre sí para el entretenimiento del público.
King Kong, tanto la versión de 1933 como la de 1976 y la de 2005, siguen una narrativa familiar que hasta aquellos que no las han visto reconocen. Un grupo de expedicionarios llega a una misteriosa isla en la que encuentran al titular simio. El simio es capturado y llevado a Nueva York. El simio se escapa, siembra el pánico, secuestra a una bella mujer y se trepa a un icónico edificio. El simio es acribillado y muere de manera trágica. Ya sea para darle un nuevo giro a la historia, ya sea porque el matar a Kong cierra las puertas para que éste se enfrente después con Godzilla (Legendary Entertainment, nuestros amigos de La gran muralla, poseen los derechos de ambos personajes), Kong: La Isla Calavera toma una dirección diferente.

El planteamiento inicial se mantiene. Soñando desde hace tiempo con encontrar la Isla Calavera, una isla inexplorada en el Océano Pacífico, el agente del gobierno William Randa (John Goodman), finalmente consigue el apoyo de sus superiores para emprender la expedición. Randa y su joven colega Houston Brooks (Corey Hawkins) se apoyan del duro mercenario británico James Conrad (Tom Hiddleston) y del escuadrón de helicópteros del aún más duro teniente coronel estadounidense Preston Packard (Samuel L. Jackson), quien estaba a punto de regresar a casa ahora que la guerra había terminado. La fotoperiodista y activista Mason Weaver (Brie Larson) se les une con la sospecha de que la misión esconde una conspiración militar. La primera parte de la película, concentrada en reunir a sus varios personajes y llevarlos a la isla, contiene un verdadero sentido de aventura y maravilla. El entusiasmo y nerviosismo de sus personajes es contagioso. La fotografía de Larry Fong combina los psicodélicos colores asociados con principios de la década de 1970 con la textura de un cómic y las composiciones de la mejor fotografía de guerra (Fong colaboró con Zack Snyder en 300, Sucker Punch: Mundo surreal y Batman v Superman: El origen de la justicia, películas desagradables que quizá hubieran sido irredimibles sin la contibución de Fong). Los colores saltan a nuestros ojos. Las composiciones son impactantes y fáciles de leer. Los efectos especiales, a veces transparentemente digitales, y los escenarios, a veces demasiado limpios como para sentirse reales, añaden al encanto artificial de la película. Los temas musicales de Black Sabbath, Jefferson Airplane y Creedence Clearwater Revival y otros que complementan la partitura de Henry Jackman, sitúan a la Kong: La Isla Calavera en el 1973 que existe sólo en la nostalgia.
El primer largometraje del director Jordan Vogt-Roberts fue Los reyes del verano, un convencional e ingenuo drama cómico que sin embargo delataba un sentido del humor y una creatividad visual. Es curioso que dentro del riguroso y a veces anónimo ambiente del Hollywood contemporáneo, sea donde este ingenio finalmente florece. Kong: La Isla Calavera está llena de decisiones estilísticas tanto sutiles como audaces. La llegada de los helicópteros a la isla hace una parodia del poderío militar estadounidense. Pequeños detalles, como una libélula que se confunde con un helicóptero en vuelo son simplemente adorables; otros, como el corte entre una escena aterradora y la mordida de un sándwich, son un cínico anuncio de los horrores que se esconden en la isla y lo poco que sus exploradores la conocen en realidad. No sé si habrá sido Vogt-Roberts o alguno de sus guionistas (Dan Gilroy, Max Borenstein y Derek Connolly, partiendo de una historia de John Gatins), quien haya concebido las escenas de acción más creativas de la película, escenas que sacan verdadero provecho de una isla fantástica en la que residen todo tipo de criaturas imposibles. La secuencia en que los helicópteros de la expedición atraviesan la perpetua tormenta que rodea la isla, una secuencia musicalizada sólo por la voz de Samuel L. Jackson (Jackson dando un discurso rugiente es ya quizá un cliché, pero uno que la película aborda de manera juguetona), es tensa y emocionante a pesar de que uno nunca duda del resultado. Para enfrentar a una araña gigante cuyas patas se confunden con los tallos de un bosque de bambú y a un reptil gigante que se esconde en los gaseosos restos de simios gigantes, nuestros héroes aún recurren a la violencia, pero por lo menos el terreno y el adversario los obliga a enfrentarlos de manera creativa.

La emoción de Kong: La Isla Calavera se diluye algo por el tamaño de su elenco. Jing Tian como una joven bióloga, John C. Reilly como un piloto desaparecido durante la Segunda Guerra Mundial y el numeroso escuadrón de Packard se unen a un amplio elenco principal sin un claro protagonista. Quizá porque no encuentra qué hacer con todos ellos, la película crea dos romances entre personajes sin química o mucha personalidad, y le da a otros dos muertes crueles y al azar. Innecesarios como son, hasta éstos resultan más interesantes que aquello que debería ser su atractivo principal, el titular Kong. Los efectos especiales que lo llevan a la vida son impresionantes y realistas: sus ojos son expresivos y su pelo y rostro son recreados con detalle por la tecnología de la captura de movimiento; pero su caracterización como una incontrolable fuerza natural que termina salvando a nuestros personajes humanos depredadores puros es demasiado similar a la del Godzilla de 2014, aunque su papel es mucho más amplio y carece del misterio en que Gareth Edwards envolvió a aquel monstruo.
Es extraño que King Kong sea lo menos destacable de una película que lleva su nombre. Kong: La Isla Calavera es una historia humana en el sentido de que su interés se encuentra en los humanos que intentan (y que fracasan) enfrentar una criatura gigante. La indiferencia con la que Kong y la película despachan a tantos soldados, aplastados por sus extremidades, lanzados al aire, explotados por sus mismas armas, es al principio graciosa, después innecesariamente cruel, y finalmente un poco triste. Kong: La Isla Calavera se rehúsa a darles significado a sus muertes, y por lo tanto a negarles la gloria bélica que éstos buscan. La Isla Calavera sirve como metáfora de la indiferencia de la naturaleza al ser humano y como análogo de Vietnam, aquella otra jungla en la que Estados Unidos no tenía nada que hacer. La mirada política de Kong: La Isla Calavera es limitada y poco objetiva, defendida menos por argumentos que por imágenes impactantes y entretenidas escenas de acción. Al mismo tiempo, el personaje de Packard le da a la película verdadera tragedia; su lado vengativo y sanguinario se ve matizado por la lealtad a sus hombres y un sentimiento de fracaso con el que no puede lidiar. Packard no quiere que las muertes de sus hombres hayan sido en vano. Si la causa no existe, él la va a inventar a como dé lugar. Guerras se han peleado por menos.