(Logan Lucky; Steven Soderbergh, 2017)

Cuando Steven Soderbergh anunció en 2013 su intención de no volver a dirigir una película, lo más triste no fue la posibilidad de no volver a ver una nueva película de uno de los más inteligentes y emocionantes cineastas estadounidenses, sino que entre las razones para su retiro, su anuncio citara cómo la televisión había vuelto culturalmente irrelevante al cine, y lo mal que los financiadores tienden a tratar a los realizadores. Después de 24 años de carrera en los que produjo por lo menos una película año, la industria finalmente se había vuelto inhóspita para uno de sus más camaleónicos directores. Su retiro no duró mucho (aunque teniendo en cuenta su fecundidad, cuatro años sin una nueva película de Soderbergh parece una eternidad), pero su regreso tiene menos que ver con los caprichos de una diva que con que finalmente encontró una manera de hacer que el sistema funcione a su favor. La estafa de los Logan, su primera película desde Terapia de riesgo, fue financiada totalmente por la venta de los derechos de distribución en el extranjero, algo similar a lo que hizo Luc Besson para levantar Valerian y la ciudad de los mil planetas.

Que este novedoso experimento se encuentre al servicio de una historia sobre un humilde y frustrado grupo de personas intentando asestar un golpe a una gran corporación es demasiado perfecto. La estafa de los Logan cuenta la historia de Jimmy Logan (Channing Tatum), un empleado de construcción recién despedido por ser un potencial riesgo para la aseguradora. Su citada lesión en la pierna no le impide verdaderamente operar la maquinaria que se usa para reparar los cimientos del autódromo de Charlotte, Carolina del Norte y su jefe lo sabe, pero la compañía no ve con buenos ojos nada que pueda resultar en un arreglo financiero muy grande. Jimmy está comprensiblemente frustrado. Bobbie Jo (Katie Holmes), su exesposa, quien planea mudarse con su hija y su nuevo cónyuge fuera del estado, no ayuda para nada. Max Chilblain (Seth Mac Farlane, casi irreconocible), un arrogante empresario británico con el que se pelea en un bar, sólo lo lleva al límite. Pero a Jimmy se le ocurre un plan: con la ayuda de sus hermanos Clyde (Adam Driver), un veterano militar, y Mellie (Riley Keough), una estilista, y usando su conocimiento del interior del lugar, piensa robar la bóveda del autódromo. Para hacerlo necesitará completar su equipo con Joe Bang (Daniel Craig), un ladrón experto en explosivos, y los hermanos de éste (Brian Gleeson y Jack Quaid).

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La estafa de los Logan encuentra a Soderbergh de vuelta en territorio familiar, pero es mucho más que un intento de repetir La gran estafa, su mayor éxito comercial, en una nueva ambientación. El lado semi-rural del sur de los Estados Unidos se siente todavía debajo de la superficie: el culto a NASCAR y la NFL, la Biblia como máxima autoridad moral, el mal sabor que deja la palabra “caridad”, la sensación de que todo mundo se conoce de una forma u otra, verdaderamente influyen en quiénes son sus personajes, a veces de formas nada sutiles. Numerosos elementos del guion de Rebecca Blunt (quien, por cierto, puede ni siquiera ser una persona real) parecen escogidos sólo por su presencia en los titulares de periódicos. Jimmy siendo despedido por una “condición preexistente”, una escasez local de agua potable, el brazo (perdón, mano) que perdió Clyde durante su servicio en Irak y un alboroto en prisión que involucra un alcaide (Dwight Yoakam) más interesado en su imagen que en el bienestar de sus guardias o internos, parecen un intento de recordar a Obamacare, la crisis de contaminación en Flint, Michigan, el tratamiento de los veteranos y la privatización de las prisiones en Estados Unidos. La estafa de los Logan existe en una versión intensificada exagerada de Estados Unidos actual, un mundo adecuadamente absurdo para una comedia criminal como esta.

Las películas de Soderbergh siempre son emocionantes en un nivel estético, pero su estilo siempre ha sido más económico y práctico que meramente deslumbrante. Una de las mayores figuras del cine independiente de Estados Unidos (su Sexo, mentiras y video es quizá la razón por la que el festival de Sundance no sufrió una muerte temprana), Soderbergh se distingue por poder hacer más con menos. La estafa de los Logan, en particular, usa poca o ninguna luz adicional, por lo que su textura y paleta de colores reflejan con mayor autenticidad el espacio en que se desarrollan. Sus emplazamientos tienden a ser mínimos y estáticos, pero siempre son ricos visualmente, con el movimiento en escena tomando prioridad sobre el movimiento de cámara. Su uso de lentes amplios hace que los ambientes se sientan más profundos, a la vez que sutilmente caricaturiza a sus personajes (la escena que nos introduce a Joe Bang incluso permite apreciar cómo la cara de Daniel Craig cambia de forma a manera que el actor se mueve en el cuadro).

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El mayor logro técnico de La estafa de los Logan, no obstante, es su estructura narrativa. Como hizo Christopher Nolan en Dunkerque, Soderbergh no necesita de una extensa introducción a sus personajes para involucrarnos en lo que hacen. La estafa de los Logan es una bien armada máquina para emocionar al público. La tensión emerge de un problema en apariencia insorteable: Jimmy y compañía no sólo tienen que introducirse sin llamar la atención en el fuertemente custodiado autódromo durante el día más ocupado del año y sabotear sistema de distribución del dinero, pero también contrabandear a Joe Bang y a Clyde de prisión y regresarlos sin que nadie se dé cuenta. La emoción nace de las creativas y absurdas soluciones que encuentran a estos problemas. Tan precisa y meticulosa como La estafa de los Logan parece estar construida, sus mejores momentos suelen ser aquellos en que sus personajes simplemente hablan o los que poco o nada tiene que ver con la historia principal, como una tensa negociación de rehenes que de alguna manera convierte en una discusión sobre los libros de Juego de tronos.

Aun cuando la trama se vuelve incomprensible, o cuando amenaza con poner a sus personajes el uno contra el otro en un momento de trillada emotividad, La estafa de los Logan nunca deja de ser divertida. Mucho de su humor nace de la ocasional torpeza de sus personajes, o de los extraños métodos que usan para realizar el robo. Pero aun cuando uno de los hermanos de Joe Bang, dice conocer “todos lo Twitters” a manera de aclarar que sabe mucho sobre computadoras, o cuando Joe Bang habla de ciencia en referencia a una bolsa de plástico con ositos de gomitas, la película no nos invita a reírnos de ellos porque sabe que son ellos quienes reirán al final. Como las mejores películas de Soderbergh, La estafa de los Logan esconde una profunda inteligencia y empatía dentro de los engranajes de una bien conocida fórmula de género. Y es que no es difícil ver a La estafa de los Logan como una película política, y a sus personajes como estereotipos de las masas que llevaron a Donald Trump a la presidencia de los Estados Unidos. Como la campaña de Trump, la película no es ciega a las frustraciones del Estados Unidos rural, pero su solución es una audaz y rebelde alternativa a la demagogia y el aislacionismo predicado por el cuadragésimo quinto presidente. Este sentimiento no parece haberle servido de mucho al mismo Soderbergh, pues al igual que Valerian, La estafa de los Logan no fue un éxito de taquilla en Estados Unidos ni alrededor del mundo. Sin embargo, uno no puede culparlo por tratar de recuperar el poder que la gente que trabaja había perdido a manos de los que controlan el dinero.

★★★★