(Frantz; François Ozon, 2016)

En Frantz, sólo porque algo se ha perdido para siempre no significa que uno va a dejar de tratar de tenerlo de vuelta. La nueva película de François Ozon es una película ambigua, pero deliberadamente. Situada en un momento tan desesperado como lo fue el final de la Primera Guerra Mundial, Frantz es una película sobre la nebulosa barrera entre el amor y la ilusión. Muestra cómo el tratar empezar de nuevo se puede confundir con el tratar de recuperar lo que se perdió. Debido a que sigue a personajes que han sufrido tanto, que serenamente tratan de regresar a la normalidad, es una película de pequeños gestos y no de descarado histrionismo. Sus personajes se comunican a través de pequeños gestos y diálogos murmurados. Pero sus emociones resuenan poderosamente porque las miradas que intercambian están llenas de anhelo y nostalgia, y porque la película nos muestra pequeños trazos de una felicidad que al mismo tiempo parece cercana e inalcanzable para ellos.

Es el año de 1919 en un pequeño pueblo de Alemania. El país acaba de perder la Gran Guerra y Anna (Paula Beer) acaba de perder a Frantz (Anton von Lucke, en flashbacks), su prometido, en el campo de batalla. Ahora vive con los padres de él casi como una hija adoptiva. Sentimientos hostiles hacia los países enemigos, particularmente en contra de sus vecinos franceses. Cuando un joven francés se presenta a su consultorio, el padre de Frantz, el doctor Hans Hoffmeister (Ernst Stötzner), pierde la calma y se rehúsa a tratarlo. Dice algo al efecto de “Todo francés es asesino de mi hijo”. El joven francés es Adrien Rivoire (Pierre Niney), a quien Anna reconoce como un visitante de la tumba de su prometido. Adrien le explica a Anna que él y Frantz fueron amigos antes de la guerra, por lo que ella lo lleva a conocer a Hans y la madre de Frantz, Magda (Marie Gruber). Ellos tienen poco o ningún interés en tratar con un francés, menos con uno que ha servido en el ejército y que bien podría ser el asesino de su hijo.

Muy a regañadientes, la familia acepta invitarlo, y no le toma mucho encariñarse con él. Adrien cuenta de la afición mutua de él y Frantz por el violín y de visitar el Louvre en su último día juntos en París. Antes de terminada su primera visita, Magda se despide de él diciendo “fue como si Frantz estuviera con nosotros otra vez”. Anna y Adrien empiezan a pasar mucho tiempo junto. Ella lo lleva a un baile local y al cerro en que Frantz le pidió matrimonio. Adrien es sensible, encantador y un buen bailarín. Antes de que se dé cuenta, Anna parece estarse enamorando de él. Kreutz (Johann bon Bülow), el hombre mayor cuya propuesta de matrimonio estuvo a punto de aceptar, desaparece por completo de su mente. Pero, ¿está Anna verdaderamente enamorada de Adrien, o sólo gravita hacia él porque le recuerda tanto a su novio fallecido?

Frantz

Frantz encuentra un equilibrio delicado entre el luto y la esperanza que es difícil saber la diferencia. La fotografía en blanco y negro no sólo sugiere el proceso de duelo por el que pasan Anna y la familia de Frantz, sino que también recrean el precioso romanticismo de una película clásica de Hollywood (Frantz está basada en una película de 1932 dirigida por Ernst Lubitsch y protagonizada por Lionel Barrymore). En contraste, unas pocas escenas, aquellas en las que su personaje titular está más presente, están fotografiadas en color. Es como si su muerte de alguna manera hubiera hecho la realidad más gris. Los flashbacks a Adrien y a Frantz en París, o las escenas en que el joven francés le cuenta historias a Anna o toca el violín para los padres de Frantz parecen regresar el mundo a su esplendor. El recurso tiene una lógica, pero es tan llamativo que distrae la atención de las sutiles emociones en la pantalla. De haber sido filmada en totalmente en blanco y negro, Frantz podría haber sido aún más emotiva.

Es difícil saber qué tan emotiva Frantz quiere ser en verdad. La película carece de un cierre propio, su historia se siente incompleta. Pero, ¿es esto una equivocación del guion, o un comentario sobre cómo la búsqueda de Anna no tiene fin? Las películas de François Ozon siempre han ocupado una deliciosa ambigüedad entre las complicaciones narrativas del cine comercial y observaciones mucho más profundas. En la casa tiene mucho de un thriller voyerista al estilo de Hitchcock, Joven y bella está modelada en el cine erótico sobre el despertar sexual de una joven, mientras que Una nueva amiga explora la complicada identidad sexual en el formato de un melodrama escandaloso. Frantz encaja perfectamente dentro de esa filmografía porque su trama tiene mucho de telenovela y de novela romántica. Hay un complicado cuadrado amoroso y dos giros narrativos que podrían ser sorprendentes si no fueran tan trillados. Ozon, sin embargo, es capaz de encontrar la emoción debajo de los clichés; cuando la película parece sacarse un truco del manual de la ficción barata, es sólo para adentrarnos más a las complicadas emociones que motivan su historia.

★★★1/2