(Detroit; Kathryn Bigelow, 2017)
Es de alguna manera apropiado que Detroit: Zona de conflicto, una película sobre los disturbios de Detroit en 1967, sea el producto de un equipo conocido por sus películas de guerra. La directora Kathryn Bigelow y el guionista Mark Boal colaboraron anteriormente en Zona de miedo y La noche más oscura, ambas sobre la intervención de Estados Unidos en Medio Oriente. Detroit igualmente trata de brazo fuertemente armado del gobierno estadounidense invadiendo forzosamente un territorio que no es suyo. En este caso, los invasores son la policía principalmente blanca de la ciudad y sus víctimas son la población principalmente afroamericana de sus barrios menos favorecidos. Bigelow y Boal hacen un buen trabajo de explicar cómo las tensiones entre la policía y los ciudadanos podrían escalar a tales extremos. Un prólogo animado, al estilo de un mural urbano, nos cuenta de la masiva migración de afroamericanos del sur a las grandes ciudades de Estados Unidos y del éxodo de la población blanca de éstas a los suburbios. El resultado es una persistente división racial a pesar del supuesto fin de la segregación años antes, y una mentalidad de unos contra otros.
Detroit abre con una redada policiaca en un club clandestino negro. El escenario no es más escandaloso que una fiesta típica (aunque sí involucra apuestas ilegales), pero la ley igualmente actúa como si estuviera lidiando con lo peor de lo peor; la policía reserva sus peores impulsos para la población negra. En respuesta y sabiendo que la ley no está de su lado, gente de Detroit empieza a saquear tiendas y a provocar incendios. Las autoridades locales, estatales y nacionales se ven incapaces de mantener el orden. Las tensiones duran días. La película se enfoca tan sólo en un pequeño pero sangriento episodio de esta saga. Después de un concierto cancelado a causa de los disturbios, Larry Reed (Algee Smith) y Fred Temple (Jacob Latimore), dos miembros del grupo vocal The Dramatics, se refugian en el Motel Algiers. Uno de los huéspedes, jugando con sus amigos en una de las habitaciones, toma una pistola de juguete y la dispara en dirección de un grupo cercano de policías. Los oficiales, creyendo que se trata de un arma de verdad, toman el lugar de donde vinieron los disparos. Sí, Detroit es técnicamente de esas películas en las que todo nace de una pequeña equivocación. Es eso lo que de hecho la hace tan impactante.
A diferencia de las dos películas anteriores de Bigelow y Boal, Detroit carece de un protagonista central. Sus puntos de vista se dividen por razas, clases y el lado que toman en el conflicto. John Boyega interpreta a Melvin Dismukes, un guardia de seguridad que se encuentra con las fuerzas armadas mientras cuida una tienda y los acompaña al hotel. Will Poulter interpreta a Philip Krauss, un policía cínico y racista que prácticamente se hace cargo de la redada. Hannah Murray y Kaitlyn Dever interpretan a Juli Hysell y Karen Malloy, dos jóvenes blancas que se encontraban de fiesta con algunos huéspedes negros del hotel. Lo que destaca de Detroit es cómo la situación crece dependiendo de lo que los personajes sienten y cómo interpretan la situación. Para Krauss, los barrios de Detroit son una tierra sin ley en la que todo se vale (una de sus primeras escenas lo encuentra disparándole con un rifle a un saqueador que huía de él). El opresivo ambiente que se vive en la ciudad, combinado con las bromas entre sus amigos, llevan a Carl Cooper (Jason Mitchell) a hacer el disparo que desencadena el incidente.

Detroit se vuelve verdaderamente perturbadora cuando la policía finalmente se ve cara a cara con los “sospechosos”. El desequilibrio de poder entre los oficiales y los huéspedes es evidente desde el principio; los primeros llegan con violencia y cargando armas de fuego, los segundos no tienen oportunidad de prepararse y nada con qué defenderse. Los primeros cargan la bandera de defensores de la ley, así que toda muestra de miedo, el mínimo instinto de huir, se convierte en una señal de culpabilidad. A medida que Krauss y sus compañeros se dan cuenta de que todo fue un malentendido, su misión se convierte, no en tranquilizar a los presentes, sino encontrar un chivo expiatorio. La función de la policía entonces no es proteger y servir sino protegerse a sí misma de su propia incompetencia.
Detroit ofrece una explicación concisa de a qué nos referimos cuando hablamos de racismo institucional. No es que las leyes y la policía busquen explícitamente la opresión de las minorías. Es que pequeñas acciones que son tratadas como normales (como el que Krauss reciba una sanción mínima después de herir mortalmente al saqueador) contribuyen a crear un sistema legal que está inclinado en contra de los más oprimidos, y termina fomentando la misma violencia e inseguridad que dice estar combatiendo. El final de la película nos deja con el sentimiento de que todo lo que vimos está por repetirse. Los de Detroit en 1967, después de todo, no fueron los últimos disturbios raciales que se vieron en Estados Unidos.
Detroit es un doloroso documento de un momento en la historia. Lo que no es es una película con una trama o personajes con los que uno quiera involucrarse. Siendo un mosaico de historias, la película termina dándolo muy poco tiempo a la mayoría de sus personajes. Aquellos que tienen más que hacer reciben historias algo trilladas. Aunque él es uno de los personajes que más aparece en pantalla, Melvin Dismukes es relegado a un rol secundario, apenas reaccionando a lo que sucede a distancia. La subtrama de Larry Reed y Fred Temple se siente como una cinta biográfica musical, con todo y la escena en que se pelean en un estudio de grabación, que poco tiene que ver con el resto de la historia.
Sería más fácil aceptar los elementos más trillados de Detroit si Kathryn Bigelow fuera, extrañamente, una peor directora. La cámara de Barry Ackroyd (director de fotografía en películas de Bigelow y Paul Greengrass), se mueve por el espacio como si estuviera capturando los eventos reales para un documental. Las luces de la noche y los cortes rápidos le dan una inmediatez que pocas películas logran de manera convincente. Pero este realismo choca con los momentos más sentimentales del guion de Boal, sobre todo aquella que lidia con las consecuencias del incidente. Menos realismo no necesariamente habría hecho de Detroit una mejor película, pero sí una más congruente.