(Tomb Raider; Roar Uthaug, 2018)
Para ser una de las películas más taquilleras e icónicas de los ochentas, Los cazadores del arca perdida ha inspirado muy pocos imitadores. Sí los ha habido, pero los más destacados, los que han inspirado franquicias propias como La momia con Brendan Fraser y La leyenda del tesoro perdido con Nicolas Cage, llevan alrededor de una década sin volver a aparecer en los cines. Para aquellos que nos quedamos con ganas de un héroe que explora ruinas antiguas y se enfrenta a hombres armados y a los peligros de la naturaleza, Tomb Raider: Las aventuras de Lara Croft rasca una particular picazón. No es una gran película, pero la novedad/nostalgia la mantiene a flote.
Basada en un videojuego de más de veinte años (técnicamente es una adaptación más o menos fiel de un juego estrenado en 2013, pero la franquicia del que éste se desprende se remonta a mediados de los años noventa) Tomb Raider tiene una trama simplísima, exactamente lo que una aventura palomera necesita. Lara Croft (Alicia Vikander) es la heredera del arqueólogo y millonario Richard Croft (Dominic West); aunque está sentada sobre una fortuna enorme, ella se conforma con practicar boxeo y otros deportes mientras sobrevive como repartidora en bicicleta. La película da una explicación más o menos razonable para ello: firmar los papeles que le cederían la riqueza de su padre desaparecido sería aceptar que éste en verdad está muerto. Como Jyn Erso de Rogue One: Una historia de Star Wars, Lara es una heroína independiente y autosuficiente siempre y cuando nadie mencione a su padre.
La Lara de Vikander tiene una resistencia y una vulnerabilidad absurdas, como las de un cómico del cine mudo o el mismo Indiana Jones. La conocemos boxeando con una contrincante que sus amigos dicen que es demasiado fuerte para ella (y tienen razón). En otra escena, su plan para ganar seiscientos dólares es frustrado cuando choca sin querer con una patrulla. En una más, cae redondita en la trampa de unos jóvenes que tratan de robarle su mochila en el muelle de Hong Kong. Y ni se diga de todas las peripecias en las que se tropieza una vez que empieza a incursionar en tumbas. La propensión de Lara a la torpeza la hacen casi humana. Es entrañable, no porque puede sortear todo lo que se le encuentra, sino porque no puede pero siempre se levanta. Vikander la interpreta alternando entre una mirada preocupada y un guiño de humor, justo lo que uno espera de una película que sólo ocasionalmente se trata de tomar en serio.

La trama arranca cuando Lara se encuentra un aparato que su padre le dejó poco antes de desaparecer: un rompecabezas japonés que contiene la clave para llegar a la misteriosa isla en la que se encuentra la tumba de Himiko, una reina antigua quien se dice tiene poderes mágicos que podrían ser peligrosos de caer en las manos equivocadas. En lugar de escuchar el consejo de su padre y destruir toda su investigación, Lara sigue su rastro a Hong Kong, donde se le une Lu Ren (Daniel Wu), un capitán de barco cuyo padre desapareció ayudando al de Lara a encontrar la isla.
Personajes secundarios como Lu Ren le dan a la película una muy necesitada humanidad. Aunque mayormente se le relega al fondo y su introducción como un hombre ebrio no es nada representativa de quién es en realidad, Lu Ren es útil y capaz a su manera, y su propia historia de fondo lo ayuda a identificarse con Lara. El padre de Lara, quien aparece principalmente a través de flashbacks tiene un momento algo conmovedor. Y el villano Mathias Vogel (Walton Goggins) tiene algo de simpático: sólo hace lo que hace para regresar a su familia. El padre de Lara y él hacen un divertido contraste. El primero tiene una admiración casi religiosa por los objetos que estudia; el segundo es la definición de un mercenario.
Tomb Raider tiene algunas secuencias emocionantes en concepto: la persecución en los muelles de Hong Kong, Lara refugiándose en un avión abandonado para no caer en unas cataratas, Lara tratando de resolver un acertijo mientras el piso cae debajo de ella. Estás secuencias están razonablemente bien ejecutadas, aunque el director Roar Uthaug mueve mucho la cámara y nos coloca demasiado cerca de la acción, lo que nos impide apreciarlas del todo. Las proezas físicas de Lara Croft igualmente son más impresionantes cuando de verdad parecen proezas físicas y no alguien posándose frente a una pantalla verde (Lara trepando una montaña o usando un arco y flecha es mucho más emocionante que verla colgar a cientos de metros de su muerte). Tomb Raider: Las aventuras de Lara Croft es una película de ambiciones modestas. No busca desplazar a Indiana Jones, sino hacernos recordar, por lo menos por un instante, lo que se siente ver una de sus películas. Por ese lado, cumple.