(Ready Player One; Steven Spielberg, 2018)
Ready Player One: Comienza el juego posee uno de los futuros distópicos más aterradores que he visto en una película. No porque imagina un mundo en el que la contaminación y la corrupción han llevado a una masiva y desenfrenada pobreza y sobrepoblación, sino porque sus personajes aceptan este mundo de manera voluntaria y hasta con entusiasmo. Es como si Matrix terminara con Neo y compañía cenando filete en la misma simulación que fue hecha para mantenerlos prisioneros. Espero esto ayude a explicar por qué una película que busca no más que entretener (“no hicimos un filme; esto es, les prometo, una película” dijo Steven Spielberg presentándola en el festival South By Southwest), por uno de los directores más simpáticos y entretenidos del cine, me provocó más terror que emoción.
Basada en la novela de Ernest Cline (quien coescribió el guion con Zak Penn), Ready Player One se sitúa en el año 2045, específicamente en Columbus, Ohio y específicamente en uno de sus barrios bajos, una torre construida de casas rodantes apiladas una sobre la otra. El joven Wade Watts (Tye Sheridan) es uno de tantos que prefiere escapar de los horrores de la vida real en el OASIS, un mundo de realidad virtual en el que todas las facetas del internet de la actualidad cobra la forma de un juego de rol, con avatares personalizables (sus personajes usan el DeLorean de Volver al futuro, el robot de El gigante de hierro, entre muchos otros), búsquedas de objetos y hasta su propia moneda. El OASIS está tan integrado con el mundo real que morir en el mundo virtual es comparable con morir en el mundo real (el prólogo nos muestra a un oficinista tratando de suicidarse después de “morir” y perder todos sus objetos y recursos virtuales). En el futuro de Ready Player One, la única “vida real” existe fuera del mundo real.
El OASIS es la creación del genio inventor James Halliday (Mark Rylance, quien lo interpreta como un tímido Willy Wonka). Antes de morir, Halliday escondió tres llaves y un “huevo de pascua” en su mundo virtual. Quien pueda encontrarlos, heredará su compañía y su fortuna, la cual asciende a medio billón de dólares. Dado el rol que el OASIS juega en el mundo real, adueñarse de él sería equivalente a ser el rey del mundo. Con tanto en juego, es comprensible que éste “juego” termine convirtiéndose en una salvaje cacería. Nolan Sorrento (Ben Mendelsohn), el dueño de la compañía rival IOI, busca encontrar el huevo de pascua para adueñarse de la compañía de Halliday y monopolizar tanto el mundo virtual como el mundo real.

Sorrento es todo lo que Halliday no es, por lo menos a primera vista. Si el creador del OASIS es un nerd desarregaldo, con un fervoroso amor por la cultura pop con la que creció (tanto que la convirtió en pistas claves para ganar su fortuna; las películas La magnífica aventura de Bill y Ted, El resplandor y el videojuego Adventure son parte importante de la trama) su rival es básicamente una caricatura de un empresario: viste de traje, siempre luce bien peinado y no podría responder preguntas sobre las películas de John Hughes sin alguien soplándole al oído. En Ready Player One, el disfrutar la cultura pop y la virtud son prácticamente equivalentes. El heroísmo de Wade no se encuentra en su independencia o ingenio, sino en su devoción y su conocimiento trivial de piezas de entretenimiento y marcas que surgieron desde antes de su nacimiento. El que la cultura pop (que la película imagina siempre como la creación de alguien benévolo y desinteresado), por definición tenga un componente comercial, hacen que Ready Player One se sienta más como una celebración de la mentalidad corporativa que dice estar criticando. Wade Watts es el consumidor convertido en héroe mitológico.
¿Estoy escarbando demasiado? ¿No quiere la película ser una pieza de entretenimiento más? Puede que sí, pero si éste es el caso, Ready Player One es una de las piezas de entretenimiento más flojas que Spielberg ha hecho. Los mayores problemas vienen con el guion de Penn y Cline. Pasamos mucho tiempo en el mundo del OASIS y no suficiente en el mundo real, que se nos dice es horrible y desolador, pero nunca se siente así. No tenemos una idea clara de qué está en peligro, pues no sabemos qué tan mal las cosas se pueden poner. A Ready Player One también parecen importarle poco sus personajes. Nunca se adentra demasiado aquellos para los que el OASIS es también un escape de los estigmas que podrían sufrir en el mundo real, como Hache (Lena Waithe) y Art3mis (Olivia Cooke), el mejor amigo y el interés romántico de Wade, respectivamente. Un momento que debería ser un punto de giro emocional se siente vacío porque involucra la muerte de alguien que sólo conocimos como alguien desagradable por una escena. Hasta el mismo Wade parece secundario a su locura digital.
Por supuesto que la película es espléndida en muchos otros aspectos. Dado que la mayoría de su acción se sitúa en un mundo virtual, su animación por computadora nunca se siente demasiado irreal; es congruente con su universo. La tecnología de captura de movimiento, la que le da vida a los avatares virtuales de Wade y compañía, le da a Spielberg la libertad de crear ambientes que desafían las leyes de la física y la lógica y mover su cámara por lugares en los que no podría en una filmación de carne y hueso (aunque siendo justos, esto lo hizo ya mucho mejor en Las aventuras de Tintin – El secreto del uniconio). Pero la arrogancia e hipocresía fundamental sopesan sus momentos de espectáculo populista. El verdadero placer se encuentra en identificar todas las referencias que logra colar en dos horas y veinte minutos de película. Su mensaje final, sobre cómo ningún mundo fantástico puede competir con la realidad, choca con lo mucho que sus personajes se divierten en el OASIS. La película, como ellos, parece no darse cuenta de que el escapismo y la nostalgia pueden convertirse en una prisión más.