(Carlos Carrera, 2018)
Ana y Bruno, de Carlos Carrera, llega finalmente a las salas de cine después de una tumultuosa producción. Tomaron diez años, y un presupuesto de más de cien millones de pesos–lo que la convierte en la película mexicana más cara de la historia–para que la visión animada del director cobrara vida.
Cien millones de pesos, comparados con el costo de una película de animación de Hollywood, son poca cosa (poco más de cinco millones de dólares; compárese eso con los 175 millones que costó Coco), algo que se ve reflejado definitivamente en la calidad de la animación en tercera dimensión. El modelaje y las texturas de Ana y Bruno no son tan elaboradas, la iluminación es poco dramática, el movimiento algo tosco y sus personajes no se sienten del todo vivos. Entiendo cómo alguien podría ver partes de ella y de inmediato agruparla con las imitaciones baratas que persiguen las ganancias de Hollywood.
Sus limitaciones son evidentes, pero no suficientes para que la ambiciosa decisión de Carrera de apegarse a este formato haya sido en vano. De la animación de Ana y Bruno se derivan los ingeniosos diseños de sus personajes, que instantáneamente comunican sus personalidades; así como movimientos de cámara y secuencias de acción que serían irrealizables en acción viva. Y lo más importante es que está al servicio de una historia que es maravillosa en madurez y su estructura, así como como en la forma en que poco a poco construye el mundo a través de los ojos de su protagonista.
La película abre con una preciosa toma del campo. Ana (voz de Galia Mayer), viaja con sus padres en el carro, admirando el paisaje que parece sacado de una pintura de José María Velasco (o de uno de los libros de la SEP, para los niños de los noventa). El carro se detiene ante una bella mansión frente al mar. Ana está encantada con que los tres vivan juntos en un lugar así. Pero tan pronto como llegan, su padre se va, prometiendo regresar después. Ana no se lo puede explicar. Tiempo después, ella y su madre están tomando el sol cuando un hombre se acerca con un títere. Ana supone que el hombre está operando al muñeco, jugando a qué este tiene vida propia, pero cuando éste parece ir demasiado lejos, dos hombres en batas blancas se llevan al hombre al tercer piso de la casa. El hombre protesta, aterrado, pero es en vano. A través de la ventana, Ana puede ver cómo le administran electroshocks.
Ana y su madre están en un hospital psiquiátrico, como La Castañeda (en cuyo diseño parece estar inspirado) inaugurada al final del porfiriato e infame por historias de discriminación, abandono y maltrato de pacientes. La conexión no parece accidental, pues Ana y Bruno se sitúa en un símil del México de mediados del siglo XX, el cual reconstruye de manera simpática. Una secuencia de la película se desarrolla en una metrópolis que evoca las avenidas, edificios y barrios más conocidos de la Ciudad de México.

Pero antes de llegar a todo aquello, Ana vaga por los pasillos del hospital y se encuentra con Bruno (voz de Silverio Palacios), una pequeña criatura que luce como una mezcla de Yoda y Daniel el Travieso. Bruno le explica a Ana que cada paciente del tercer piso es acompañado por una criatura imaginaria, y Bruno es uno de ellos. Entre sus compañeros se encuentran una celosa y posesiva elefante rosa, un excusado parlante, un robot dorado con brújula y reloj integrados, un duende alcohólico y una mano peluda.
Éstos son mucho más que chistes vulgares para que los padres no se aburran. Son la personificación de ciertas psicosis y traumas, a la vez dulces y melancólicos en su existencia. La gran mayoría de ellos son amigables, pero hay uno particularmente aterrador: un dragón de cuatro ojos que pronto atormenta a las criaturas y a la madre de Ana. Cuando Ana se da cuenta de este horror y la indiferencia del doctor y su equipo, decide escapar del hospital y buscar a su padre para que éste saque a su madre de ahí.
En la aventura que resulta no escasea la diversión. Ana y Bruno es una película para niños con el motor de una de acción: hay persecuciones en carros, en tren y en motocicleta, con un amplio elenco de criaturas que llenan el fondo con chistes. Muchos de ellos se basan su propio concepto, como cuando el excusado le “escupe” al dragón, pero por alguna razón la escena del robot explicando la historia de una iglesia es particularmente dulce porque es un momento de sorprendente tranquilidad en una desenfrenada aventura.
Ana y Bruno tiene el tacto para balancear sus locuras con una aguda madurez emocional. Su historia y sus personajes de alguna manera están diseñados para inspirar temor en su público infantil (hay algo de ella que me recordó a películas que me sacudieron profundamente de chico), pero también para invitarlos, de manera nada condescendiente, a contemplar ideas complicadas. En el fondo, la película trata de cómo lidiamos con los traumas y las cosas que nos hacen extraño ante los otros. Los niños no siempre son extraños a estas cosas.
Tendemos a ver a los niños como poseedores de una brillante inocencia, en un intento de protegerlos de un mundo que consideramos feo y complicado. El entretenimiento que buscamos para ellos tantas veces refleja esta forma de pensar. Es casi una forma de negación. Algo similar pasa con nosotros mismos. Constantemente nos enfrentamos a prejuicios que nos impiden reconocer el lado más oscuro de nosotros. Ciertas cosas se nos dice que es mejor reprimirlas, pero hacerlo significa negar una parte profunda de nosotros. Sólo enfrentándolas y reconociéndolas es que podemos superarlas. Ana y Bruno imparte esta lección con un don para la metáfora y un guion cuidadosamente construido. Sí, su presupuesto no se compara con la típica película de Hollywood, pero su corazón y su ingenio son mucho más grandes.