(The Predator; Shane Black, 2018)
El Depredador se siente como una secuela hayas visto las películas anteriores o no. La primera vez que nos muestra a la criatura del mismo nombre es en una toma de perfil, generosamente iluminada caminando en el puente de su nave espacial, mientras realiza un aterrizaje forzoso en las montañas mexicanas. No es una toma muy impresionante o amenazadora. No hay intento de cultivar misterio alrededor de él. ¿Por qué habría de hacerlo? El público ha visto esta criatura antes, y si está viendo esta película es porque quiere verla una vez más. ¿Por qué no darle lo que quiere?
Decisiones mal aconsejadas como ésta se acumulan a lo largo de esta frustrante y desordenada película. No es el caso, por supuesto, de la decisión de remover una escena antes del lanzamiento, después de que la actriz Olivia Munn descubriera que su compañero de escena, Steven Wilder fuera contratado sin que el director Shane Black, un amigo cercano de él, avisara al resto del elenco de que se trataba de un delincuente sexual registrado. La escena era la introducción al personaje de Munn, uno de los más importantes de la película y en la versión que se estrenó no es difícil notar que algo falta; su personaje aparece de la nada. Sin embargo, sería absurdo decir que esta ausencia arruina la película. Los problema de El Depredador son mucho más profundos.
Su primera media hora tiene tanta trama que no sabe qué hacer con ella. Un primer hilo involucra a Quinn McKenna (Boyd Holbrook), un militar estadounidense que descubre a un Depredador, una especie extraterrestre y una ágil y formidable máquina de matar, mientras él y su equipo realizan una misión de rescate. Un segundo sigue a Casey Bracket (Munn), una experta en biología evolutiva que es convocada por el gobierno estadounidense para analizar al Depredador una vez capturado. Una tercera muesta cómo el hijo autista de Quinn, Rory (Jacob Tremblay), termina encontrándose con una pieza de tecnología extraterrestre.
Uno puede más o menos ver por qué Black y su coguionista Fred Dekker concibieron una historia con tantos elementos, y por qué consideraron a todos ellos esenciales. El Depredador es desordenada pero tiene un comentario social más o menos coherente. La historia de Quinn se antoja a una crítica del trato que Estados Unidos da a sus veteranos, sobre todo a aquellos que han sufrido más. Aunque se le envía a un país extranjero para realizar lo que claramente es una misión muy importante y peligrosa, Quinn no tarda en ser barrido debajo de la alfombra.

Para mantener en secreto el descubrimiento del Depredador, es tachado de loco y enviado sin ceremonia con otros soldados cuyas psicosis y traumas lo hacen incapaces de regresar al servicio: Nebraska (Trevante Rhodes, de Luz de luna), quien le disparó a un oficial superior y después a sí mismo; Baxley (Thomas Jane), quien es propenso a ataques de violencia y sufre de síndrome de Tourette; y Coyle (Keegan-Michael Key), quien se la pasa contando chistes. También están el piloto de helicóptero Nettles (Augusto Aguilera) y el exmarine (Alfie Allen).
Entiendo también por qué Black quería tener al personaje de Casey Bracket: en la película se nota su interés en cómo una mujer fuerte y decidida se adapta a un ambiente nuevo, dominado por hombres (los problemas detrás de escenas, desde este punto de vista, obtienen una cruel ironía). Una escena en la que, por accidente se dispara con un dardo tranquilizante, se siente, no como un chiste a sus expensas, sino como un reconocimiento de su humanidad. En la mejor secuencia de la película, el Depredador se suelta de su cautiverio en un laboratorio secreto y ella busca una solución pragmática mientras hombres armados se abalanzan sobre él y son despachados sin piedad. Por un tenso momento, ella se refugia desnuda en una cámara de descontaminación y Black nos muestra su cuerpo sólo lo suficiente para señalar su vulnerabilidad, sin llegar a mirarla como un objeto sexual.
Aunque las situaciones que la llevan a unir fuerzas con Quinn y “los Locos” (su expresión, no la mía) para enfrentar al Depredador son absurdas y no vale la pena explicar aquí, El Depredador sabe cómo explotar esta dinámica. Las primeras escenas que comparte este grupo dispar son las únicas en las que se asoma una mejor película. Los Locos le juegan bromas; mientras duerme, colocan una escopeta a su lado, y apuestan si ella tratará de dispararles cuando se despierte. La película se divierte con ellos, pero no trata hacernos pensar que éstos son totalmente inocentes. Los primeros planos de ella nos obligan a reconocer el el peligro que ella claramente siente.
Y que la película dedique tanto tiempo al personaje de Rory también tiene explicación. Él y los locos hacen de El Depredador el raro blockbuster estadounidense que aborda directamente el estigma alrededor de la salud mental. Pero se necesita un tacto particular para tratar un tema como éste, y esta habilidad elude a Black. El sugerir que el autismo de Rory es el siguiente paso en la evolución humana es menos un bienvenido intento de humanizarlo y más un insultante cliché.

A lo largo de una breve carrera como director, y una más larga como guionista, Black ha desarrollado una voz distintiva. Sus películas son reconocibles por diálogos filosos, acción fuerte y sangrienta, una crítica y celebración de la masculinidad y referencias a la Navidad. Tres de estos sellos lo hacen, en teoría, el director ideal para una película como El Depredador. La química entre los Locos es distintivamente suya. Lo mismo para una imagen que ocurre temprano: el Deprededor se encuentra derribado en la selva, invisible gracias a la tecnología de su traje, mientras la sangre de un cadáver partido a la mitad cae sobre él, revelando su figura.
Pero por cada cosa que El Depredador hace bien, hay por lo menos dos que hace mal. Me sorprendió ver en los créditos el nombre de Larry Fong; no podía creer que el director de fotografía de Kong: Isla calavera y colaborador frecuente de Zack Snyder estuviera involucrado en una película tan visualmente indistinta. Esto se nota sobre todo en la nave del Depredador, iluminada con un brillo uniforme que le roba todo misterio. La edición de la primera parte salta brusca e incómodamente entre la urgencia de Casey y Rory descubriendo al Depredador y su tecnología y Quinn matando el tiempo con los Locos en un camión. En sus escenas de acción, dificulta seguir dónde está cada personaje (algo que no puede fallar en una película cuyos personajes tienen que huir de un monstruo). Esto es evidente en una pelea en un campo de futbol en la que personajes llegan y llegan quién sabe de dónde.
En ocasiones, Black demuestra tener ideas claras de a dónde quiere llevar esta franquicia. A la mitad de la película ocurre una revelación que sugiere que el Depredador pertenece a una sociedad más compleja, y de repente deja de ser una simple máquina de matar. Siento que éste es el territorio que Black y Dekker querían explorar más. Quizá su visión excedió la del estudio. El clímax de se siente tan barato y forzado que parece la obra de un director diferente. Se nota que su corazón nunca estuvo de verdad en El Depredador porque no hay ni una mención de la Navidad.