(Colette; Wash Westmoreland, 2018)

Hay una escena cerca del inicio de Colette: Liberación y deseo que me llamó la atención. Sidonie-Gabrielle Colette (Keira Knightley), una joven que vive en la campiña francesa lleva tiempo siendo cortejada por el autor Henry Gauthier-Villars (Dominic West). Ella le está escribiendo una carta de amor después de que éste ha regresado a París, donde desarrolla su vida profesional. A medida que las palabras salen de su pluma, su rostro se ilumina. Por la película nos sugiere que su emoción viene menos de lo que siente por él y más con el ver sus sentimientos plasmados en papel. La carta es tanto una expresión de su amor por él como una excusa para transformar lo que piensa y siente a la palabra escrita.

Colette es la enésima película de época que Keira Knightley ha hecho sobre una joven atrapada entre un hombre, el ascenso social y sus propios instintos. Lejos de repetirse a sí misma, hay algo fresco sobre su actuación aquí. Knightley se mueve con curiosidad y nerviosismo cuando Henry la presenta a la alta sociedad parisina, y con una confianza y erotismo a medida que se apodera de sí misma y este mundo.

West da una actuación similarmente matizada. Después de que Colette y él empiezan a vivir juntos en París, él empieza a acostarse con otras mujeres, a ser abusivo con sus empleados (quienes escriben sus libros en realidad; él solo les da las ideas) y a apostar el poco dinero que les queda de la venta sus novelas. Pero él a ratos es genuinamente simpático y atento, y se arrastra a ella cada que comete un error. Como la misma Colette, le creemos por un momento cuando dice que como hombre no puede evitarlo, cuando halaga su ingenio y talento con las palabras y le dice que con ella es diferente.

Colette pronto se aburre de su vida como una esposa trofeo no muy obediente–se rehúsa a ponerse los deslumbrantes vestidos que él le compra–y Henry, para mantenerla ocupada y para tal vez tener algo que su editor pueda vender, le sugiere que escriba una novela a partir de las historias de su adolescencia. Colette así lo hace, escribiendo hasta por ocho horas seguidas en un mismo día. Es aquí donde la relación entre ambos resulta un poco más complicada de lo que parece.

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Aunque Henry insiste en que el libro sea publicado bajo su seudónimo usual de Willy, también lee su manuscrito con curiosidad y paciencia, y le expresa con tacto su preocupación de que éste puede no ser muy rentable. Hay una escena algo tierna en que los dos repasan el primer borrador y él sugiere algunos cambios. Aquí más que nunca se sienten como colaboradores e iguales.

Claudine en la escuela, publicada en 1900, es un éxito instantáneo y sin precedentes. Éste es un punto que la película trata de hacer una y otra vez, casi como si nunca antes a alguien se le hubiera ocurrido que las mujeres jóvenes pueden estar interesadas verse reflejadas en los libros que leen (aunque, siendo honestos, esto es algo de lo que muchas formas de entretenimiento, el cine incluido, apenas se están dando cuenta hoy). Una vez que la película abre su panorama más allá de la relación entre Colette y Henry y busca celebrar a Claudine como una heroína para toda mujer joven con capacidad de leer, la película pierde un poco de su enfoque e intimidad. Un montaje que nos muestra toda la parafernalia con su nombre, desde jabones hasta chocolates, es simpático pero probablemente innecesario.

Este desarrollo, sin embargo, es importante por cómo repercute en la pareja. Habiéndose convertido en una gallina de los huevos de oro, por así decirlo–secuelas de Claudine en la escuela, ahora basadas en su vida presente, no tardan en llegar–Colette ahora sostiene un mayor poder en la relación y se empieza a tomar más libertades. En una fiesta empieza a coquetear con Georgie (Eleanor Tomlinson), la esposa de un rico empresario estadounidense y pronto inicia un amorío con ella. En momentos como éste, Colette revela su habilidad para sugerir el deseo y la atracción sexual sin volverse verdaderamente explícita. Nos muestra los gemidos de placer de sus personajes, en la cama pero a veces totalmente vestidos, y corta en el momento indicado para anunciar que el sexo va a ocurrir sin tener que mostrarlo en pantalla. Esta decisión es más erótica que puritana, pues permite que el momento cobre vida en nuestra imaginación (en lo que estoy seguro es un chiste visual deliberado, la película corta de Colette y Georgie en el juego previo a Henry recortando un periódico con unas tijeras).

Al centro de Colette se encuentra la idea de la sexualidad, no sólo como algo que se hace y se vive, sino también como algo que se interpreta. A lo largo de la película, Colette descubre que el actuar en el escenario y la forma en que se viste pueden ser una poderosa forma de expresión. En ambos casos, éstas involucran el jugar con los límites entre lo que se considera masculino y femenino.

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En una de muchas fiestas, Colette conoce a Mathilde de Morny o “Missy” (Denise Gough), una rica aristócrata que causa controversia por vestirse de traje y usar el cabello muy corto. Colette la ve y decide, no imitarla, pero sí incorporar elementos de ella a su propia forma de vestir y descubre que se le acomodan. Esto se refleja en la actuación de Knightley, quien se encoje en los vestidos y el cabello hasta la cintura que viste al principio, y luce liberada en un traje de sastre.

Pero el que la actuación y la sexualidad estén ligadas no sólo es cierto para Colette, cuya identidad y orientación chocaban contra los prejuicios de la época. Es cierto también para Henry, quien con los años se vuelve impotente y quien sólo se excita cuando Colette y más tarde su amante Meg (Shannon Tarbet), una joven cautivada por Claudine, usan el vestido negro y el corte de pelo característicos del personaje. Sólo convirtiendo a estas dos mujeres en la niña que él en una manera muy pequeña ayudo a crear, es que su deseo despierta. Entre Colette más se aleja de éste ideal, entre más reclama el control sobre su propia vida y la autoría del personaje, su relación se vuelve menos viable.

Hay detalles de Colette que se sienten un poco trillados, como los diálogos que resumen concisamente los argumentos del guion–el comentario de Missy, sobre cómo vivir con su entonces extravagante conducta es más fácil para ella que para una mujer sin dinero, es una acertada observación, sólo que la película no tiene un verdadero lugar en dónde colocarla–y un movimiento de cámara hacia el rostro de Colette cuando ella ve a un mimo interpretar, como diciéndonos que esto va a ser importante más adelante. Pero en general está hecha con elegancia pero sin ostentosidad. Pertenece a una clase de película que Hollywood ya no hace, aquella comprometida a la personalidad complicada de una mujer poco preocupada por parecer agradable. Pero también es una clase de película que Hollywood nunca hizo en realidad, una que trata la fluidez de género y la sexualidad de su heroína sin prejuicios y que plasma de manera triunfal e inspiradora su exploración de sí misma.

★★★1/2