(Fantastic Beasts: The Crimes of Grindelwald; David Yates, 2018)

Con Animales fantásticos y cómo encontrarlos, estrenada el 2016, Harry Potter se convirtió en la tercer gran franquicia cinematográfica en tener su propia saga de precuelas. Los episodios uno a tres de Star Wars y la trilogía de El hobbit provocaron el desagrado de muchos fanáticos por razones que son fáciles de comprender, pero la reciente extensión del mundo mágico de J.K. Rowling hacen que uno añore por Jar Jar Binks y Légolas saltando sobre piedras como en un juego de Super Mario. Es lo que sucede cuando se trata, no sólo de expandir una saga que terminó relativamente bien, sino también de estirarla para que llene diez años en el calendario de un gran estudio de Hollywood.

Animales fantásticos y cómo encontrarlos cometió el error de creer que, porque su mundo fantástico alguna vez éste nos cautivó, lo puede hacer de nuevo. Su secuela, Los crímenes de Grindelwald redobla este mal instinto. Está llena de desviaciones que tratan de explicar su lógica interna, o de renovarlo con algo que no hemos visto antes (pero que se parece todavía demasiado a aquello que hemos visto antes). Este impulso se entiende cuando viene de obsesivos creadores de universos como Lucas o J.R.R. Tolkien, pero tiene menos sentido en el caso de Rowling. Esta nueva entrega revela que lo que hacía a su mundo verdaderamente especial era que lo veíamos a través de los ojos de un niño que lo descubría poco a poco al mismo tiempo que se convertía en un adolescente. Visto desde los ojos de alguien más, alguien menos bondadoso e inocente, se vuelve absurdo.

Pero Los crímenes de Grindelwald se toma lamentablemente muy en serio. Se inspira menos en el clásico viaje del héroe y la literatura para niños que en un thriller político y la intriga internacional. Su primera secuencia es especialmente ridícula porque muestra un elaborado escape de prisión,–como el que vimos previamente este verano en Misión: Imposible–Repercusión–sólo que el prisionero en cuestión, el mago siniestro Gellert Grindelwald (Johnny Depp) es transportado en una carroza voladora y sus guardias usan varitas de madera en lugar de armas de fuego.

El problema no es necesariamente el concepto sino la ejecución. Toda esta secuencia está filmada muy de cerca y en la oscuridad de la noche, lo que hace difícil seguir lo que está sucediendo. Los colores pálidos hacen que lo poco que podemos vear se sienta más aburrido. Esta tendencia en la fotografía se asomaba un poco desde las últimas cuatro películas de Harry Potter, dirigidas también por David Yates. Ahora la transición del celuloide al formato digital le ha robado a estas películas toda posible textura, y a sus personajes toda vitalidad o emoción.

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Siendo honestos, los personajes de Los crímenes de Grindelwald tienen tan poca vida que ni la paleta hípersaturada de un viejo musical en Technicolor podría ayudarlos. “El niño que vivió”, interpretado con tanta dulzura y valentía por Daniel Radcliffe, sentiría lástima por quien ahora lidera su franquicia. Newt Scamander (Eddie Redmayne) es un mago que se dedica a estudiar y proteger a las criaturas mágicas, más interesado en sus animales que en los seres humanos. Es por esta razón que cuando escucha del ascenso de Grindelwald, quien fomenta una violenta confrontación entre magos y muggles (es decir, aquellos que no pueden realizar magia), Newt prefiere no tomar lados. Redmayne interpreta a Newt como hace casi todos sus papeles: usando cada milímetro de su cuerpo y ni un gramo de su alma. Los tics de Newt, como su rostro siempre curioso y su voz como de alguien que no está acostumbrado a hablar, se sienten tan estudiados. No hay nada tan espontáneo aquí como su trabajo en El destino de Júpiter, hasta la fecha su papel más memorable.

Newt y Grindelwald tienen que competir por el tiempo en pantalla con un inflado elenco de personajes. Está Credence Barebone (Ezra Miller), un atormentado huérfano y un poderoso mago que busca la pista de sus padres acompañado de Nagini (Claudia Kim), la víctima de una maldición que en algún momento la convertirá permanentemente en una serpiente; Tina Goldstein (Katherine Waterston), una auror (algo así como una agente del FBI pero mágica), quien tiene la tarea de encontrar a Credence en París; Queenie Goldstein (Allison Sudol), su hermana; Jacob Kowalski, el muggle enamorado de ésta; Leta Lestrange (Zoë Kravitz), una amiga de Newt desde su infancia en la escuela de Hogwarts y la prometida de su hermano Theseus (Callum Turner); Yusuf Kama (William Nadylam), un mago que está en busca de Credence por razones misteriosas; Nicolas Flamel (Brontis Jodorowsky), un alquimista de seiscientos años que fue mencionado por primera vez en el primer libro y película de la serie; y finalmente Albus Dumbledore (Jude Law), un maestro de Hogwarts que terminará convirtiéndose en el director de la escuela y en el mentor de Harry Potter.

El tamaño del elenco es un problema. La película salta de un personaje a otro en un intento de darle a cada uno el tiempo que merece, pero pronto se vuelve imposible estar al tanto de en dónde se encuentran geográficamente, mucho menos emocionalmente. Es una lástima porque las historias de Queenie y de Credence pudieron haber llegado a algún lugar si se hubiera profundizado en ellas. Ambos experimentan vacíos emocionales que buscan llenar con una respuesta trascendental o un sentimiento de pertenencia.

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El único elemento astuto de Los crímenes de Grindelwald es que reconoce cómo este deseo de pertenecer a algo más grande puede torcerse para convertirse en odio y xenofobia. En este sentido, la película es algo relevante a nuestros tiempos. El guion de Rowling matiza su mensaje haciendo a Grindelwald, no la figura hitleriana que fue Voldemort, sino más bien un carismático líder de opinión que viste una vil ideología bajo la apariencia de civilidad (hasta que prende un cementerio en llamas y empieza a matar indiscriminadamente, claro está). El rol requiere de una personalidad macabra e intensa, con la capacidad de disipar su maldad con un encanto juguetón. Es un papel que Depp hubiera interpretado de manera genial hace veinte o quince años, cuando todavía actuaba por otra razón que no fuera la necesidad de pagar sus millonarias deudas.

La actuación de Depp es una metáfora perfecta para esta película. No recuerdo un solo momento de emoción genuina en sus dos horas con catorce minutos. Y es por eso por lo que, a pesar de ser una de las películas más tediosas e innecesarias que he visto en todo el año, se parece en realidad a pocas que he visto en mi vida. Hay elementos que me gustaron de verdad: las actuaciones de Fogler y Law (Jacob y Dumbledore son los únicos dos personajes que parecen capaces de mostrar alegría) y una toma en la que una peluda criatura gigante parece distorsionar el tejido de la materia a su alrededor a voluntad. Pero lo que finalmente me intriga es que un gran estudio de Hollywood invirtió doscientos millones de dólares en una sombría y aburrida trama que a la mitad se detiene para una muy alargada serie de flashbacks. Quizá porque estos flashbacks ocasionalmente revelan conexiones con personajes y eventos de la serie principal de Harry Potter, algo con lo que su público ya está familiarizado y probablemente encariñado. Animales fantásticos: Los crímenes de Grindelwald sólo logra provocar empatía por asociación, como suele suceder con las peores precuelas.

★★