(The House That Jack Built; Lars von Trier, 2018)
La casa de Jack es una entrega más dentro del concurrido cine de asesinos seriales, pero su inusual estructura la hace también una película en constante diálogo consigo misma, que a cada rato se pregunta qué es lo que nos fascina de estas figuras. Como Ninfomanía, la obra anterior de su director y guionista Lars von Trier, La casa de Jack se presenta como una historia que su protagonista le cuenta a una interesada y culta figura mayor. En este caso es Jack, quien relata fuera de pantalla cinco “incidentes” (léase homicidios) a Verge (Bruno Ganz). Jack le dice a Verge que los “incidentes” que va a relatar fueron elegidos por él al azar; aunque si esto es verdad o si cada uno tiene un significado especial (en cierto punto Jack nos dice que ha matado a más de sesenta personas, por lo que hay razón para creer que su muestra elegida no es representativa del todo) es una pregunta que el público mismo debe hacerse.
No se nos dice tal cosa, pero hay razones para suponer que los homicidios se nos presentan en orden cronológico. La primera parte de La casa de Jack nos muestra la historia de origen de un asesino serial y es a ratos iluminante en cómo muestra los pensamientos dando lugar a la acción. En su primera escena, Jack maneja por un camino nevado y aislado cuando una mujer (Uma Thurman) que se quedó varada y le pide ayuda para reparar su gato hidráulico. Después de mucha insistencia de ella, Jack acepta llevarla a un taller de herrería en su sospechosa furgoneta roja.
La preferencia de von Trier por la fotografía digital y la cámara en mano hace que este inusual escenario se sienta como una película de terror de bajo presupuesto o una porno. Jack es nervioso e introvertido. Lo estamos viendo, nos damos cuenta, antes de haber matado por primera vez. La mujer no deja de hablar. El único tema de conversación que se le ocurre es notar que Jack bien podría ser un asesino serial y subirse a su furgoneta fue un gran error. Pero no es esta observación lo que lo lleva a romperle la cabeza con el gato hidráulico, sino su comentario de que él es demasiado cobarde para ser un asesino serial.

Películas como El silencio de los inocentes o Seven: Los siete pecados capitales nos han acostumbrado a ver a los asesinos seriales como monstruos imposiblemente inteligentes y con ningún gramo de empatía, en parte porque lo que buscan es crear villanos formidables para algún astuto detective. La casa de Jack es refrescante porque, por lo menos en un inicio, nos muestra a un hombre en conflicto consigo mismo, casi al punto de la incompetencia. En el segundo “incidente”, Jack se acerca a la casa de una viuda (Siobhan Fallon Hogan), haciéndose pasar por un policía y después por un agente de seguros. No es una historia muy convincente y Jack la cuenta con nerviosismo. No es que él no sea capaz de contar una buena mentira, es sólo que no está listo para comprometerse al horroroso acto que está por cometer. Esta clase de violencia es monstruosa, tanto que todavía pensamos que, en la vida real, los únicos capaces de cometerla deben ser igualmente monstruosos y sin remordimientos todo el tiempo. Pero los tics nerviosos de Jack nos invitan a cuestionarnos este prejuicio.
Este parece un momento apropiado para discutir la actuación de Matt Dillon, un actor que, si nunca fue una gran estrella, es probablemente porque nunca quiso. Dillon prácticamente había desaparecido de la mente del público en los últimos años, y La casa de Jack me hizo darme cuenta de lo mucho que se le extrañaba, aún en un papel tan perturbador. Dillon habita el papel de asesino de manera tan convincente, en parte porque entiende tan bien lo que von Trier busca con el personaje. Su Jack se permite ser patético y vulnerable. Nunca desarrolla una verdadera empatía, pero algo de él se siente indudablemente humano.
Su actuación multifacética encaja bien con una película que no esta interesada en una sola interpretación. Una imagen recurrente es Jack en un callejón, tirando carteles como Bob Dylan en el video de “Subterranean Homesick Blues”, cada uno con distintas hipótesis de lo que provocó sus homicidios. Los segmentos parecen burlarse de la idea misma de que un mal cómo éste pueda ser explicado de una sola manera. Esto no significa que la película deje de ser curiosa. La casa de Jack explora la psicología de su protagonista como pocas en su género. No busca entenderlo tanto como sumergirse en su forma de pensar. De aquí se derivan las muchas tangentes de la película, que a veces no llevan a ningún lugar, a veces a lugares fascinantes.

Flashbacks ocasionales nos muestran la infancia de Jack, impresiones vagas en lugar de momentos específicos: él corriendo por los campos sembrados, los segadores cortando hierbas con una hoz, o él mismo cortándole una extremidad a un pato (una escena que curiosamente le ganó buenas opiniones de People for the Ethical Treatment of Animals por retratar el vínculo entre la crueldad animal en la adolescencia y la psicopatía). Después del segundo “incidente,” Jack regresa a la escena del crimen no una, no dos, sino tres veces, para asegurarse de no haber dejado ningún rastro de sangre. La película nos muestra las tres ocasiones de la misma manera; no hay intento de sintetizar el tiempo, quizá porque su intención no es decirnos que Jack es obsesivo compulsivo, sino que sintamos lo que él siente.
El trastorno obsesivo compulsivo de Jack no es un fenómeno aislado, y la película nos muestra como su mentalidad obsesiva se manifiesta en otros aspectos de su vida. Jack es un arquitecto aficionado con formación en ingeniería y una herencia abundante que utiliza para construir la casa perfecta. Él la construye y derrumba una y otra vez, cada que se da cuenta de que no ha encontrado el material correcto, algo que por supuesto nunca sucede. La arquitectura sirve como punto de entrada para discusiones sobre el arte, y después sobre la ética, la música y la fermentación del vino. Aquí La casa de Jack se convierte más en un video ensayo que en un largometraje. No nos queda duda de que Jack es una persona muy inteligente y culta, algo que parece alimentar su psicopatía.
Un aspecto de Jack en el que la película desafortunadamente ahonda poco es su evidente misoginia. Cuatro de los cinco “incidentes” giran alrededor de mujeres víctimas (el único que involucra solamente a hombres es el único que termina frustrado por la policía). Lo más que la película se atreve a cuestionar este comportamiento es la observación de Verge de que las mujeres en sus historias son muy estúpidas a juzgar por la facilidad en que caen en sus trampas. Pero lo que Jack, y la película por extensión, interpretan como estupidez, bien podría ser los estándares distintos a los que están sujetos hombres y mujeres. ¿No será que sus víctimas no responden, no porque no se den cuenta de sus intenciones, sino porque no quieren provocar una reacción más violenta de su atacante? No puedo creer que a la película nunca le haya pasado esto por la cabeza.

El cuarto “incidente” desentona con el resto de la película, porque es el único en el que la perspectiva de su víctima es tomada en cuenta. Jacqueline (Riley Keough) es una mujer con la que Jack es íntimo y el segmento que retrata su horrorosa muerte es contado desde sus ojos, y la película entonces le presta atención a cosas diferentes. Hasta hay una escena que parece condenar cómo las autoridades ignoran las peticiones de ayuda de las víctimas de violencia, sobre todo de las mujeres. Ver a Jacqueline poco a poco darse cuenta de que está atrapada con un asesino serial es genuinamente aterrador.
Todo esto invita la pregunta de si el mismo Lars von Trier es un misógino o no. Esta, me temo, no es una opinión muy nueva o controversial. Muchos han señalado ya cómo gran parte de su filmografía se concentra en el sufrimiento de las mujeres y los métodos abusivos que usa con sus actrices bajo el pretexto de la creación artística. Nicole Kidman, protagonista de Dogville, ha descrito sus comentarios vulgares y comportamiento errático en escena. Björk, de Bailando en la oscuridad, relató haber sufrido de acoso sexual durante la filmación de la película ganadora de la Palma de Oro.
Pero también creo que sus películas, La casa de Jack incluida, son excelentes puntos de partida discutir cómo estas actitudes nacen y se propagan en un primer lugar. Sus minuciosas observaciones en primera persona poco a poco nos muestran que las conductas repugnantes y alienígenas que nos horrorizan en la pantalla grande y chica en realidad tienen bastante en común con aquellas que vemos en la vida real.
Si Lars von Trier encaja dentro de esta definición es sin embargo una pregunta pertinente: no hay que olvidar que las películas frecuentemente tienen el efecto de normalizar la clase de comportamientos que retratan, y que estas actitudes tienen repercusiones muy reales para aquellas mujeres involucradas en la producción de sus películas. Puede ser cierto que Melancolía, Contra viento y marea y Ninfomanía, entre muchas otras,muestran un patrón de odio hacia la mujer; o que críticos e instituciones como el festival de Cannes–que lo vetó en 2011 por bromear sobre sus simpatías nazis para después recibirlo de vuelta en 2018–no deberían celebrarlo por ser “provocativo” cuando meramente repite los prejuicios de su entorno. Sin embargo, también pienso que esta es también una pregunta que merece más profundidad que la que puedo otorgarle en una reseña de su más reciente película.