(Five Feet Apart; Justin Baldoni, 2019)

El realismo no es lo que uno suele buscar en una película como A dos metros de ti, y sin embargo se asoma de maneras placenteras. Stella (Haley Lu Richardson), su protagonista, luce menos como los glamorosos adolescentes que solemos ver en las películas y un poco más como aquellos de la vida real. Se viste como si se hubiera puesto lo primero que encontró, lo mismo para sus lentes; su cabello rizado está constantemente desordenado y cuando no, está recogido con lo práctico y lo cómodo en mente; su rostro, mientras tanto, está constantemente bañado por un ligero brillo de sudor.

Claro, esto se debe en gran parte a que Stella sufre de fibrosis quística, una enfermedad genética que provoca la acumulación de mucosa e infecciones en los pulmones. Creció prácticamente en el interior de un hospital, sometida a ataques de tos y constantes tratamientos. ¿Qué dice sobre las películas de Hollywood el que sus protagonistas sólo pueden lucir como personas de verdad cuando sufren una enfermedad potencialmente mortal?

A dos metros de ti es efectivamente el más reciente romance juvenil en girar alrededor de un diagnóstico médico trágico. Es un subgénero con antecedentes en Historia de amor y Un amor para recordar, revitalizado por el éxito de Bajo la misma estrella y sus imitadores Yo, él y Raquel; Todo, todo y Amor de media noche, y que por diseño puede tornarse manipulador e insensible con mucha facilidad. Películas de este corte suelen estar menos interesadas en la enfermedad de verdad que en utilizarla como metáfora para el fatalismo y cinismo que caracterizan la edad–Restless: Sin descanso de Gus Van Sant, un ejemplo más o menos olvidado, tiene mucho que criticar, pero fue por lo menos más honesta al momento de adaptar los sentimientos de la juventud a una tragedia en pantalla.

Los primeros minutos de A dos metros de ti por lo menos tratan de presentar la situación con elegancia. En su habitación, Stella y dos de sus mejores amigas hablan de sus planes y de chicos. Es, para ellas, una conversación animada y divertida, por el poco tiempo que dura. Sólo una vez que las amigas se van que nos damos cuenta que estamos en la habitación de un hospital. El mensaje parece ser que momentos como éste hacen que Stella se sienta como una joven normal, y que el estar bajo constantes cuidados médicos no le impide gozar de ellos.

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No es que el hospital mostrado en la película sea particularmente horrible. No sólo luce impecable, con acentos de color que lo hacen cobrar un tanto de vida; cada rincón ofrece pequeñas aventuras y está poblado por personal atento y amigable que se siente como una extensión de la familia de Stella. Barbara (Kimberly Hébert Gregory), la enfermera a cargo de ella no sólo conoce su condición de adentro hacia afuera, pero también sus peculiaridades como su fascinación por los bebés en el pabellón de recién nacidos. A pesar de que tiene a tantos otros casos a su cargo, Barbara nunca parece agobiada o con exceso de trabajo. Es una figura piadosa, prácticamente definida por su devoción a sus pacientes, en particular a Stella.

A este antiséptico país de las maravillas acaba de llegar Will Newman (Cole Sprouse), sarcástico y cínico siempre vestido en tonos oscuros. Si Stella llama la atención porque luce como una adolescente regular, Will destaca porque habla como un adolescente regular frecuentemente lo hace: en frases grandilocuentes y pretenciosas, pero en un tono de voz murmurado que traiciona un tanto de inseguridad. Mientras Stella se apega rigurosamente a su tratamiento, Will, quien además de fibrosis quística sufre de una infección de la bacteria B. cepacia, parece no tener el menor interés en si vive o muere. Los dos chocan y se desagradan desde el principio, lo que en una película como ésta significa que no tardarán en enamorarse el uno del otro.

El concepto, aunque potencialmente explotador de un sufrimiento de la vida real, es brillante como manipulación emocional. Para prevenir un contagio mutuo de sus respectivas infecciones, Stella y Will deben mantener una distancia mínima de dos metros a todo momento. Cuando tanto del afecto, tanto en el cine como en la vida real, se manifiesta a través del contacto físico, el obligar a sus protagonistas a elegir entre el tacto de su enamorado y sus propias vidas es un giro de corte maquiavélico. La manipulación es disfrutable porque Richardson y Sprouse tienen buena química; se nota en sus ojos las ganas que tienen de dejarse envolver por los brazos del otro, cuando menos. A dos metros de ti es la rara película que puede hacer que el contacto entre un hombre y un palo de billar (que pronto se les los dos idean para para mantenerse siempre a los dos metros reglamentarios), esté cargado de coqueteo y deseo.

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Otro elemento que se siente natural es su tratamiento de las redes sociales y el internet. Pocas películas han logrado retratar la relación de los adolescentes con las nuevas tecnologías sin caer en el juicio y la moraleja; sin enfocarse en el acoso y la adicción que provocan. Es cierto que Facebook, Twitter y YouTube prácticamente están diseñadas para ello, pero también es cierto que gran parte de nuestras vidas ahora ocurren dentro de ellas, y que son una herramienta indispensable para mantener el contacto con personas con las que de otra manera no sería posible. El canal de YouTube de Stella (probablemente inspirado por el de Claire Wineland, a quien el director Justin Baldoni conoció durante la grabación de un documental), que inicia como medio de expresión y difusión de sus experiencias, es un proyecto creativo que puede desarrollar sin salir del hospital, y es por medio de videollamadas que puede verse cara a cara y de cerca con su mejor amigo Poe Ramirez (Moisés Arias), aun cuando tiene que quedarse encerrada en su habitación.

Es un tratamiento de las nuevas generaciones que está más cerca de la realidad que la bien intencionada Yo soy Simón, o una absurda y cruda caricatura como Nación asesina. Pero es un tanto desafortunado que A dos metros de ti llegue a estas observaciones sobre la adolescencia a costa de su tratamiento de una enfermedad real. Aunque elementos de la vida con fibrosis quística aparecen de manera recurrente–Stella en su Afflovest, un chaleco especial para aflojar la mucosa; la distancia que mantienen los personajes en prácticamente todas sus interacciones–el elaborado final deja un amargo sabor de boca. La enfermedad de Stella y Will se siente como un inconveniente que se puede resolver con uno que otro gesto simbólico, un soundtrack lleno de canciones pop y frases sobre la importancia de vivir.

★★1/2