(John Wick: Chapter 3 – Parabellum, Chad Stahelski, 2019)
Times Square ha aparecido en decenas de películas, pero pocas veces con tanto propósito como lo hace en John Wick 3: Parabellum. Al inicio de la tercera entrega de esta saga de acción, el asesino retirado John Wick (Keanu Reeves) escapa de una ola de matones que se disputan una recompensa de 14 millones de dólares por capturarlo vivo o muerto, cuando tropieza con este destino turístico de Nueva York. La cámara gira para mostrar pantallas y anuncios espectaculares, y podemos ver que una en particular muestra una escena de El general de Buster Keaton. Keaton, por supuesto, fue la estrella y director de cine silente famoso por su resignada expresión de melancolía y las proezas físicas y de coordinación que, antes de la era moderna de efectos especiales y visuales, llevaron al límite lo que se podía hacer frente a una cámara. Fue él quien despejó una vía del tren mientras montaba una locomotora en movimiento y dejó que la fachada de una casa colapsara sobre él, todo para el entretenimiento del público.
No hay nadie en el cine de hoy que se le compare a Keaton. Su análogo más cercano, la estrella de artes marciales Jackie Chan, tiene ya 65 años y hace tiempo dejó de perseguir esa casi imposible alquimia de atletismo y meticulosa producción. Pero algo de su tradición se mantiene viva en las películas de John Wick, dirigidas por Chad Stahelski (David Leitch, quien después haría Atómica y Deadpool 2, codirigió la primera, pero las reglas del gremio de directores le impidieron aparecer en los créditos). Stahelski, quien fuera el doble de riesgo de Reeves en Matrix, y ayudó a completar El cuervo tras la trágica muerte accidental de la estrella Brandon Lee, ha desarrollado esta serie como un glorioso tributo al talento y dedicación de aquellos que realizan acrobacias para el cine de acción.
Con el éxito de cada entrega y el progresivo crecimiento de sus presupuestos, la acción se ha vuelto cada vez más audaz y extravagante. Parabellum es un dedo medio a los que todavía se resisten a que haya un Oscar para la coordinación de stunts; hay distintas secuencias construidas alrededor de espadas, perros asesinos, un caballo y cuchillos lanzables. Otra de ellas, quiero suponer, nació de una discusión entre los cineastas, quienes al no poder decidir entre una pelea con espadas o una persecución en motocicletas, decidieron fusionar las dos en una sola. La acción no sólo es deslumbrante en concepto, también está diseñada para que no olvidemos que son cuerpos humanos los que están detrás de esta carnicería. John Wick no sólo mata horda tras horda de secuaces anónimos, se asegura de dispararles más de una vez, con visibles destellos de sangre, para asegurarse de que están muertos de verdad.

El guion de Derek Kolstad no es una joya literaria, pero teje distintas secuencias extravagantes de manera funcional con la justa dosis de momentos para respirar, y tiene destellos de verdadero ingenio. La idea de la disciplina física y el desgaste del cuerpo son integrales a su historia. Escenas clave hacen énfasis en Wick siendo marcado por hierros calientes, y cuando éste visita una academia de danza y la directora (Anjelica Huston) habla de cómo el sufrimiento es necesario para el arte, uno juraría que habla de las personas haciendo esta película.
Numerosos elementos entran en juego para hacer la violencia de Parabellum tan impactante: el atletismo de los actores y los dobles de riesgos, pero también la forma en que el director de fotografía Dan Laustsen coloca la cámara, la iluminación, el montaje y el diseño sonoro, que alterna entre las palpitantes atmósferas de la música de Tyler Bates y Joel J. Richard y los constantes balazos, espadazos y puñetazos. Estos están coordinados de manera tan hábil que Summit, la distribuidora de la película, debería pensar seriamente en montar una campaña de mejor director para Stahelski una vez llegada la temporada de premios.
Lo anterior puede sonar hiperbólico, así quisiera profundizar un poco en el nivel de técnica y talento involucrado. Para hacerlo, quisiera contrastarla con una película que tropieza donde ella brilla. Hay una secuencia en la recientemente estrenada Avengers: Endgame que enfrenta a uno de sus héroes con un jefe de la mafia japonesa en una pelea de espadas, el raro combate en una película de Marvel que no involucra poderes mágicos o tecnología que es indistinguible de la magia. La pelea claramente necesitó de un considerable nivel de coordinación en ambos lados de la cámara, sobre todo porque está presentada en (o lo que parece) una toma continua.
Pero todo este esfuerzo es finalmente desperdiciado. La acción está fotografiada con tan poca luz que es difícil distinguir a los combatientes, cuyos vestuarios similares y de colores oscuros, sólo añaden a la confusión; la cámara se mueve tanto y de manera tan innecesaria que después de un rato, la coordinación del equipo de fotografía se vuelve más interesante que lo que sea que está filmando. La secuencia es tan elaborada como cualquier cosa en Parabellum, pero sólo una fracción de efectiva. El buen cine no se hace con los más impresionantes elementos, sino sabiendo utilizar los que uno tiene a la mano.

Y vaya que Parabellum sabe utilizar sus elementos. Su primera parte transcurre en una noche urbana llena de neón, no muy diferente a la que vemos en Endgame, pero las luces, aunque mínimas, están colocadas con tanto cuidado que siempre bastan para presumir las distintas acrobacias de sus personajes. La cámara, aunque capaz de movimientos virtuosos y planos extendidos, prefiere guardar su distancia y cortar en el momento indicado para que los combatientes, no la cámara, sea lo que llama nuestra atención. Y dado que la película nos muestra los puños, balas, y cuchillos conectando con los cuerpos, en lugar de cortar para ocultar los hoyos en la coreografía, cada impacto provoca una intensa mezcla de deleite y repugnancia.
Aquí y allá, la película inserta momentos de suspenso y comedia que nacen naturalmente de la misma acción. La película entiende que cada pelea extendida funciona mejor como el desenlace o la consecuencia de algo más, por lo que está llena de discusiones pseudo-filosóficas que, más que aburrir, permiten que crezca la tensión. Y corríjanme si me equivoco, pero estoy seguro que uno de sus villanos fue inspirado en el caballero negro de la película de Monty Python Los caballeros de la mesa cuadrada y sus locos seguidores, y un momento de su clímax en la escena de Los Simpson en que Bob Patiño pisa los rastrillos.
Me he resistido a hablar de la trama porque la considero, de alguna manera, trivial. El impresionante elenco incluye a Mark Dacascos, Asia Kate Dillon, Halle Berry, y los coestelares que regresan Ian McShane, Lance Reddick y Laurence Fishburne; pero más interesante que los personajes y lo que hacen, es el mundo de la película, que sugiere una comarca de asesinos tan antigua como la misma civilización, con presencia en lujosos edificios en Nueva York y Marruecos. Detrás de John Wick no están decenas de asesinos, sino toda una compleja burocracia.
Los eventos de la película pueden ser tan inconsecuentes como los de cualquier película de Marvel; mucho sucede pero el estatus quo más o menos se mantiene para la siguiente secuela. El título, derivado de una cita romana que más o menos se traduce a “si quieres paz, prepárate para la guerra,” nos cuenta de una película que, narrativamente, es más un aperitivo que una comida completa. Pero uno no deja la película insatisfecho; razones para verla en la pantalla grande son el nivel de talento mostrado en escena y Reeves, quien lejos del entusiasta homicida que suele estar al centro de las fantasías de acción, interpreta a Wick como un hombre cansado y resignado. La interminable violencia de estas películas se siente como una eterna penitencia de sus crímenes pasados. Si éste es el caso, su pérdida es nuestra ganancia. Podría ver esta saga seguir por siempre. Más por favor.