(The Art of Self Defense; Riley Stearns, 2019)
Ansiamos el sentido. Es insoportable vivir sin ellos. El arte de defenderse es una película sobre muchas cosas, una de ellas precisamente ese sentimiento de vacío, el tratar de llenarlo y cómo el llenarlo con la cosa equivocada puede ser peor que dejar las cosas como están. Jesse Eisenberg protagoniza en el papel de Casey Davies, un contador de treinta y cinco años. Todo lo que necesitamos saber de su personaje está, no necesariamente en la información que el guion proporciona, pero justo en el casting de Eisenberg. Sentimos que lo conocemos desde el momento que entra a cuadro. Sabemos por su rígida forma de pararse y su rostro vagamente inexpresivo que es socialmente torpe y mojigato. Después lo escuchamos hablar, acoplándose incómodamente a la plática de sus compañeros de trabajo, tomando literalmente la broma de uno de ellos y tropezándose en sus propias largas tangentes. Nuestras primeras impresiones quedan más que confirmadas.
Casey vive sólo con su perro, un salchicha mimado que todos los días los espera sentado en el sofá frente a la televisión. No sabemos en qué ciudad de Estados Unidos, ni siquiera en qué tiempo vive (por la tecnología parece ser la primera década del siglo XXI, pero no es seguro); el diseño de producción de la película construye una encantadora incertidumbre espacio-temporal. El mundo de Casey es tan beige e indistinto como él parece.
Una noche que sale a comprar comida para perro, Casey es acechado y golpeado brutalmente por un grupo de motociclistas. De sus heridas físicas se recupera con relativa rapidez, pero se mantiene preocupado en lo profundo de su ser. Allá afuera no es seguro. Se somete a la revisión de antecedentes para comprar un arma de fuego. Regresando de la tienda, no obstante, Casey se siente atraído por los sonidos que salen de un dōjō de karate. El instructor, quien insiste en ser llamado únicamente Sensei (Alessandro Nivola), promete una forma de defensa propia basada en la disciplina y el dominio del cuerpo. Casey se inscribe de inmediato.
El karate se convierte pronto en el centro de su vida. Deja por completo de ir al trabajo (lo que al principio no es un problema, pues nunca ha usado sus días de vacaciones). Cuando asciende a cinta amarilla, su mandado y su cinturón se vuelven de ese color. Sensei empieza a verlo con particular simpatía. En sus propias palabras, reconoce un poco de sí mismo en su nuevo estudiante. Cuando Casey finalmente se queda sin trabajo, él lo invita a encargarse de la contaduría del dōjō. Pero entre un oído comprensivo y consejos, Sensei inserta graduales insistencias a cambiar su vida. A pasar de la música contemporánea al metal, de aprender francés al alemán y hasta a cambiar su perro salchicha por un pastor alemán. Todo con la intención de volverlo más “masculino”.

Los consejos de Sensei pueden parecer que tienen sentido. Sabe que su vida es miserable y necesita cambiar y cualquier cambio es bienvenido. Casey, cuya vida no se extiende más allá del dōjō, no tiene nada más con qué compararlos. Y es así que, aun cuando se enfrenta a ideas más radicales, decide no cuestionarlas. Cuando Sensei dice que Anna (Imogen Poots), la estudiante más antigua del dōjō nunca subirá de cinta café a cinta negra por el simple hecho de ser mujer, Casey no dice nada. Cuando le propone buscar venganza de los motociclistas que lo atacaron (aun si no tiene idea de quienes son o cómo encontrarlos), él ataca a un hombre al azar simplemente porque su maestro lo señala como uno de los responsables.
La masculinidad es mucho más que preferencias en idiomas, músicas o perros. La idea tradicional de ella es también esta postura de dominación y agresividad; toda emoción contenerla o dejarla salir de manera violenta. Tantas veces esto lleva a horribles comportamientos, particularmente hacia las mujeres. Una anécdota que Anna le cuenta a Casey sobre uno de sus compañeros del dōjō es perturbadora, pero difícilmente sorprendente una vez que sabemos cómo éste funciona.
El arte de defenderse tiene por lo menos dos astutas observaciones sobre esta variedad de masculinidad. Una tiene que ver con cómo la obligación hacia demostrar fuerza se convierte en una herramienta para la docilidad y la subordinación; Sensei puede tan fácilmente explotar las inseguridades de Casey para que éste haga lo que él quiere. Otra tiene que ver con cómo estas dinámicas de agresión se replican, asegurando que los comportamientos se mantengan como normas. La forma en que la película articula este último punto es efectiva, si un poco predecible. Es una revelación en la trama que se recibe menos con shock o sorpresa que con la sensación de que una pieza de rompecabezas acaba de caer en el lugar indicado.
Una vez que uno se acostumbra al ritmo de la película, no es difícil anticipar para dónde va el guion. Pero una película es, por supuesto, mucho más que los eventos que suceden en ella, y aun cuando el guionista y director Riley Stearns nos lleva por territorio familiar y no queda del todo claro exactamente qué quiere decir sobre la violencia (particularmente en cómo las armas de fuego regresan a la trama), uno se encanta con la forma en que lo hace.
Y es que el lenguaje cinematográfico de la película es particularmente exquisito. Vistos a través de planos abiertos y lentes angulares, sus personajes toman una proporción casi caricaturesca que choca genialmente con el oscuro territorio psicológico que habitan. El estilo de las actuaciones, tan apagado y esparcido, hace una parodia de la trascendencia y serenidad que supuestamente encuentran en la exagerada versión del karate de la película, convertido por su villano menos un arte marcial que un culto vertical que explota ese sentido que anhelamos encontrar en lo que hacemos.
★★★★