(Honey Boy; Alma Har’el, 2020)

Hubo un tiempo no hace mucho en el que Shia LaBeouf era casi universalmente conocido solo como un chiste. Empezó con su incómoda transición de actor infantil a estrella de cine adulta, del niño que salía en programas de Disney al insoportable hijo de Indiana Jones en El reino de la calavera de cristal y al más insoportable protagónico de la franquicia de Transformers. Continuó con sus muy publicitados choques con la ley y su transición de actor de Hollywood a artista conceptual. Entre sus más sonadas “ocurrencias”: presentarse a una alfombra roja vistiendo una bolsa de papel café con la leyenda “Ya no soy famoso”, plagiar un comic de Daniel Clowes para su primer cortometraje como director, y transmitir video de sí mismo viendo y reaccionando a su filmografía. LaBeouf nunca fue un favorito del público cinematográfico, pero la irresistible narrativa de una persona famosa y narcisista que se sale de control lo hizo un favorito de los tabloides (no es mi intención aplicarle estos calificativos al actor, sino señalar que esa fue la forma en que su historia fue cubierta por los medios).

Era fácil, demasiado fácil, burlarse de LaBeouf, pero del aparente colapso de su imagen pública también surgió un genuino talento dispuesto a correr riesgos; riesgos que rindieron frutos en sus importantes y aclamadas participaciones en las dos partes de Ninfomanía de Lars von Trier y Dulzura americana de Andrea Arnold. Honey Boy: Un niño encantador se siente como una extensión y culminación perfecta de la narrativa de redención de LaBeouf, no solo porque es una gran película en la que está involucrado de manera importante (él la escribe y coprotagoniza), también porque su naturaleza semi-autobiográfica ayuda a poner mucho de su vida, tanto pública como privada, en perspectiva.

La vida de Otis Lort (Lucas Hedges), se parece mucho a la de LaBeouf. En 2005 es una joven estrella de Hollywood que aparece principalmente en películas de acción. Su vida es repetitiva y consumida por la pantalla grande. La primera escena de Honey Boy lo muestra montado en un arnés y levantado por los aires, como lanzado por una explosión, sólo para regresar a su primera posición para repetir la acrobacia de nuevo. Mientras pasa todo esto, se mantiene inexpresivo. El efecto es entumecedor, no sentimos vida o emoción verdadera. Cuando la película nos muestra un momento nuevo que parece ser su vida real, lo interrumpe con una claqueta, señal innegable de que estamos en el rodaje de una película.

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Cuando la realidad se finalmente se entromete, es de manera abrupta. La escena en la que él y Sandra (Maika Monroe), la coestelar con que tiene una relación, se ven involucrados en un aparatoso accidente de tránsito, éste se parece tanto a la violencia simulada que él vive todos los días; nos toma un momento darnos cuenta de la relación de los personajes con lo que ha pasado. Otis es arrestado y enviado a una clínica de rehabilitación si es que quiere evitar pasar tiempo en la cárcel. Podemos inferir que no es la primera vez que Otis ha tenido problemas de este tipo.

Su terapeuta, la doctora Moreno (Laura San Giacomo), lo diagnostica con Trastorno de Estrés Post-Traumático y él no puede creerlo. Eso no le puede estar pasando a él. Tomará tiempo y esfuerzo antes de que él pueda reconocerlo, así que ella lo invita a escribir sobre su pasado, específicamente su infancia. Este recurso, que sirve como catalizador de los flashbacks que han de seguir, es obvio, potencialmente cursi incluso. Pero al mismo tiempo, tiene algo de inocente y conciliador. Es como si la película estuviera menos preocupada con ser percibida como ingeniosa que con ser congruente y honesta, dejar que las emociones puedan salir independientemente del formato. Es también un reconocimiento de que los pilares de programas terapéuticos como Alcohólicos Anónimos pueden parecer clichés, pero hay verdad en ellos, que poder acercarse a ellos sin ironía y cinismo es difícil, en parte porque es abrirse a la vulnerabilidad.

La directora Alma Har’el, colaboradora creativa de LaBeouf en ocasiones previas, y los editores Dominic LaPerriere y Monica Salazar saltan entre el día a día del Otis adulto en la clínica y su infancia. En 1995, Otis es un niño actor que vive en un motel venido a menos con su padre James (el mismo LaBeouf; vestido con lentes redondos, cabello largo cediendo a la calvicie y una pañoleta, luce como un mejor David Foster Wallace que Jason Segel en Al final de la gira), una figura de personalidad abrasiva e impredecible. Noah Jupe, quien interpreta al pequeño Otis, le da la inocencia específica de la infancia, pero con el filo que viene con saber que su padre puede en cualquier momento decepcionarlo y obligarlo a valerse por sí mismo.

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James, quien pasa el tiempo haciendo bromas a expensas del niño y vive del dinero que éste gana como actor, da señales de ser un padre abusivo. Parece encajar con el perfil. En un principio, uno llega a resentirlo y a preocuparse verdaderamente por la seguridad de Otis. Pero LaBeouf no busca precisamente que lleguemos a odiarlo. Mientras su hijo se encuentra en Hollywood filmando, él asiste a sesiones de Alcohólicos Anónimos y, justo cuando parece que sabemos todo lo que se ha de saber sobre él, entrega un monólogo conmovedor que llena los espacios en blanco sobre su historia. De niño él también fue víctima de abuso, de adulto un payaso de rodeo y ahora un veterano de guerra, que se entregó a las adicciones.

No es que esta información lo haga mejor persona. Sabemos que también trató de violar a una mujer mientras se encontraba intoxicado al punto de perder la conciencia y por eso tuvo que registrarse como delincuente sexual. Pero a través de él uno ve la rehabilitación como un proceso inconstante, en fluctuación; lleno de momentos de esperanza como de devastadora y horrible flaqueza. A veces puede, sinceramente, tratar de ser un buen padre para Otis, empujarlo en la dirección adecuada para hacerlo un mejor actor. Pero él no puede ser esa persona todo el tiempo. En cualquier momento puede entregarse a diatribas racistas (LaBeouf en una ocasión fue arrestado y después se disculpó por gritar insultos racistas a un policía negro) o ser físicamente abusivo. La película tiembla con la amenaza constante que él representa. Más que como un hijo, James ve a Otis, como un proyecto personal ligado a su propia recuperación. Está convencido que la suya es la única manera de hacer las cosas y constantemente le niega la individualidad que él, como niño en el albor de la adolescencia, está empezando a desarrollar.

James es celoso y controlador. Como un intérprete de poco éxito, él ahora resiente cuando otros, particularmente mujeres jóvenes, lo reconocen en la calle. Como padre, se siente amenazado por Tom (Clifton Collins Jr.), el mentor asignado a Otis por el programa de Hermanos Mayores; él percibe que la madre del Otis lo hizo inscribirse para restregarle su propio fracaso en la cara. Como ser sexual, viene a envidiar la atención que el niño recibe por parte de una tímida y bonita vecina (FKA Twigs), con la que ha empezado a pasar el rato y encariñarse. Las inseguridades del padre se manifiestan en intentos, conscientes o inconscientes, de derrumbar el mundo de su hijo.

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Har’el encuadra estos momentos, más interacciones que episodios, no alrededor de una historia particular o una revelación, sino de los inevitables parecidos entre pasado y presente. Al saltar constantemente entre los dos tiempos, refuerza la naturaleza cíclica del abuso, cómo el Otis adulto refleja y repite las mismas tendencias de su padre. El estilo de la película es mayormente realista; el abrasador sol de Los Ángeles se siente en la fotografía que, aunque digital, mantiene una sensación de impureza y suciedad que complementa el desorden que sucede dentro de sus personajes, así como en su manera de desenvolverse. Hay detalles que parecen fantásticos, pero más que la ruptura de la realidad, lo que nos sacude de verdad es la idea de que quizá la realidad supera a la ficción y que no podríamos notar la diferencia. La gallina suelta en la clínica de rehabilitación parece una intromisión de su pasado, de los días de su padre como payaso de rodeo; resulta que sólo se escapo de un gallinero. Si estuviera claro que él la imaginó, quizá habría sido más reconfortante. Las escenas de Otis en los sets de grabación de comedias familiares, sumergido en un universo simplista y ficticio, se sienten como él imaginando el padre que podría o debería tener. Nos confronta la idea de que las figuras que vemos en la pantalla grande pocas veces son realistas, pero que hay un consuelo en imaginar que el mundo funciona así.

Honey Boy: Un niño encantador es técnicamente un drama, pero no trata de hacerlo más de lo que ya es. Hasta la escena en que Otis, enojado, tira un ladrillo a un auto (típicamente una forma tan trillada de establecer que un personaje está enojado), se siente natural y poco forzado. La película parece suspendida en el tiempo; uno siente que flota, más que avanza. No nos lleva a una conclusión explícita pero ata los cabos sueltos suficientes para sentirse como una experiencia completa. Que una pequeña pero importante victoria se ha ganado. Es un recordatorio de que la vida progresa de manera lenta, casi imperceptible. Que los momentos solo cobran su importancia en retrospectiva y no podemos percibir la manera en que nos forman hasta mucho después. Toma tiempo poner las piezas en su lugar.

★★★★1/2