(Pablo Larraín, 2020)
Las mujeres furiosas brillan más que el sol.
– Soraya Chemaly, Rage Becomes Her
Las palabras fallan al hablar sobre Ema, la nueva película de Pablo Larraín. Su tema no es uno que se pueda articular fácilmente en ideas, quizá por eso recurre tanto al baile como elemento visual. Si me atreviera a decir cuál es la línea que une sus elementos, es el cuerpo y sus diversos roles. Es sobre el sexo, la maternidad, el poder, la liberación, en fin. Lo que Larraín y los coguionistas Guillermo Caldrón y Alejandro Moreno quieren decir no es del todo claro, o por lo menos no puede reducirse a una idea específica. Tampoco es claro lo que su protagonista es o representa. Quizá ese es el punto; la película es sobre el cuerpo, no la mente, sobre cómo ocupamos distintos roles y cómo las fuerzas que nos mueven por dentro se encuentran más allá de la comprensión consciente. Pero Larraín arma la película de manera tan impecable y con tanta seguridad que uno no toma esa incertidumbre como confusión; uno acepta a dónde nos lleva aún si la dirección no es clara. Aceptamos los giros y tangentes como vías que valen la pena explorar, aun sí somos nosotros los que nos quedamos tratando de encontrarle sentido a las piezas.
En la medida en que tiene una trama, Ema se trata de Gastón (Gael García Bernal), un reconocido coreógrafo que vive en la ciudad chilena de Valparaíso con su esposa y discípula Ema (Mariana Di Girolamo). Ema siempre ha querido tener un hijo, pero Gastón es estéril. Los dos adoptaron a Polo (Cristián Suárez), un niño colombiano, pero después de que él, inquieto y problemático, le quemara la cara a la hermana de Ema mientras jugaba con fuego, deciden separarse del niño. Es una decisión complicada que causa una grieta en el interior del matrimonio, y que no está del todo resuelta. La gente a su alrededor los condena por haber abandonado al niño. La relación de Ema y Gastón se convierte en un duelo constante, un intercambio de culpas sobre quién arruinó al niño.
Ema es técnicamente drama, pero Larraín juega con la forma, saltando entre su desarrollo de las relaciones de los personajes y las coreografías de Ema, en público o en solitario. Una secuencia temprana nos muestra una compleja presentación en la que Ema y el resto de la compañía de bailarines proyectan sombras sobre la masiva imagen de un sol. Se siente apropiado, dada la dualidad del personaje titular: calor que da vida, un fuego mortal. El rostro de Ema, tez blanca con corto cabello rubio decolorado, se asemeja a un sol y sus rayos. Di Girolamo proyecta poder, ferocidad, una energía masiva (el nombre Ema, por cierto, se deriva de un vocablo germánico que significa “entero, universal”).

Su Ema es un personaje de maravillosa ambigüedad. Cuando ella quiere a Polo de regreso después de rechazarlo en apariencia, ¿Hemos de verla como caprichosa? ¿O alguien en conflicto consigo misma? Uno no sabe si amarla u odiarla y estoy seguro de que en distintos momentos sentí ambas cosas por ella. “Yo soy el mal”, dice ella en algún momento, y la película hasta cierto punto se trata sobre aceptar esa etiqueta. Está hecha con el conocimiento implícito de que una mujer, sobre todo una mujer que rechaza el rol de madre, será juzgada independientemente de lo que hace. La imagen de Ema en control está ligada a imágenes clásicas de villanía: sus compañeras de baile, en quienes se apoya a medida que su relación con Gastón colapsa, hacen eco a aun aquelarre de brujas (hay ecos de Suspiria: El maligno aquí), mientras que ella luce preciosamente vampírica bajo cierta luz.
Las intenciones de Ema no siempre son fáciles de inferir. Cuando ella decide seducir a Aníbal (Santiago Cabrera), un bombero, y a Raquel (Paola Giannini), una abogada de divorcios, la película deja a nuestro criterio si es porque el matrimonio acaba de adoptar a Polo, o so hay algo más. Debajo de su maquinación está lo que parece una atracción sexual genuina, una forma de liberación y empoderamiento abstracto, un medio para conectar puramente con el cuerpo (similar a lo que encuentra en el baile). Más que tratar de deducir una motivación específica, creo que debemos reconocer que toda interacción sexual contiene un elemento de todo esto, que el deseo sexual, por ejemplo, puede empoderarnos al mismo tiempo que exhibe nuestra vulnerabilidad.
Uno de los momentos más fascinantes y, cabe señalar, más divertidos de Ema es cuando Gastón, enojado por que Ema y sus amigas dejaron la compañía de baile, les reclama por su nuevo proyecto de salir a las calles y bailar reggaetón. Sus argumentos son los de un tío conservador con unas copas de más: el reggaetón, como música, solo “apendeja” y busca oprimir el cuerpo de la mujer mediante el pretexto de la liberación sexual. Pero por supuesto, sus palabras no pueden tomarse de manera aislada; son también los reclamos de un esposo que busca recuperar el control que alguna vez tuvo sobre ella.
No quiero dar la impresión de que Ema es solo un discurso sobre el cuerpo y su componente sensual. Es también una película cuya técnica es tan estimulante como su temática, tan entretenida como una telenovela, un suspenso de Hitchcock o la historia de origen de un supervillano. La cinematografía de Sergio Armstrong abunda en tonos neón, mientras que las calles de la ciudad de Valparaíso, serpenteantes, empinadas, hacen eco a la fascinación de la película con las texturas y las curvas del cuerpo humano. Cuando Larraín encuentra la manera de incluir una manguera de bombero o un lanzallamas en la trama, se deleita, quizá porque sabe que inevitablemente la imagen nos traerá a la mente la imagen de un orgasmo.
★★★★