(The Killing of a Sacred Deer; Yorgos Lanthimos, 2018)

Hay algo fundamentalmente aterrador sobre someterse cirugía. Mas allá de que el procedimiento veces puede hacer la diferencia entre la vida y la muerte, está el hecho de volverse completamente impotente, poner la vida en la habilidad de alguien que no se conoce íntimamente. Por supuesto que el médico y el paciente comparten un interés en que el procedimiento salga bien; lo mismo con el piloto de un avión y sus pasajeros. Y en la abrumadora cantidad de veces el médico y su equipo saben precisamente lo que están haciendo; han dedicado años a comprender el funcionamiento del cuerpo humano, repasado y practicado los procedimientos que están por llevar a cabo. Pero algo sobre ceder ese nivel de poder y control agobia la mente mas allá de la lógica.

La primerísima secuencia de El sacrificio del ciervo sagrado, la penúltima película del cineasta griego Yorgos Lanthimos, convierte esta complicada relación en imágenes viscerales, de manera literal y figurada. Un incómodo plano detalle nos muestra las palpitaciones de un corazón durante una cirugía; el órgano expuesto totalmente, luciendo vulnerable y animal. Un corte nos lleva después al médico, cuyo rostro no hemos visto aún, removiéndose la bata y quitando todos los vestigios de su interacción en un bote de basura. Después de trabajar directamente en el centro del sistema cardiovascular–y el centro simbólico de la persona misma–el médico simplemente procede a algo más.

Ese médico es Steven Murphy (Colin Farell), quien lleva una cómoda vida de clase media alta. Steven está casado con Anna (Nicole Kidman), una oftalmóloga. Los dos tienen una vida sexual activa (fieles a sus profesiones, Anna finge estar bajo anestesia en la cama). Socializan, pero con moderación; Steven ni siquiera bebe. Sus dos hijos, con quienes viven en su amplia casa suburbana, completan una simpática imagen. Kim (Raffey Cassidy), de catorce, canta en el coro de su escuela. Bob, unos años menor, quiere seguir los pasos profesionales de su madre. Pero a espaldas de ellos, Steven frecuenta a Martin (Barry Keoghan), un tímido muchacho de dieciséis. Su vínculo exacto es un misterio por los primeros minutos de la película. Inicialmente, parece el hijo de un amorío que mantiene oculto de su familia.

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La película eventualmente nos dice que Martin es en realidad el hijo de un paciente de Steven, que falleció mientras éste lo operaba. Steven ha tomado un interés en Martin, en parte para acompañarlo en su duelo, en parte para quitarse el peso de su responsabilidad de encima. La primera vez que los vemos juntos, Steven le extiende un gesto calculado. Le regala un reloj, pero en lugar de darle uno como el suyo, opta por uno como el de su compañero Matthew (Bill Camp). El de Steven resiste 100 metros debajo del agua, el de Matthew 200. Eso quiere decir que el segundo debe ser mejor para Martin.

Martin lo acepta con cortesía, pero busca más de su relación, algo que llene el vacío creado por la ausencia de su padre. Steven cede primero, invitándolo a cenar con su familia (Steven menciona que es hijo de un paciente suyo que falleció, pero omite que esto ocurrió mientras él lo operaba). Martin deja una impresión positiva, particularmente en Kim, quien desarrolla un enamoramiento hacia él. Steven vuelve a ceder y acepta cenar con Martin y su madre (Alicia Silverstone; con sus ojos grandes y ojeras bien delineadas es una presencia inquietante en un papel relativamente breve). Cuando Martin los deja solos, ella se lleva el pulgar de Steven a la boca en un intento de coqueteo. Steven, ansioso por el gesto, rechaza sus avances. Cuando se encuentra con Martin otra vez, descubre que eso es lo que él quería. Martin piensa que los dos harían una linda pareja.

Justo cuando Steven empieza a pensar en romper lazos con Martin, cosas extrañas empiezan a suceder en su familia. Bob y después Kim inexplicablemente pierden la movilidad en sus piernas. Martin sugiere que es el precio que Steven debe pagar por la muerte de su padre; que las cosas solo se van a poner peores y que la única forma de detenerlo es haciendo un intercambio similar (trato de ser vago para evitar spoilers). El título y la trama sugieren, y el mismo Lanthimos lo confirma, que el guion de El sacrificio del ciervo sagrado (a cargo de Lanthimos y Efthymis Filippou, con quien escribió cuatro de sus siete largometrajes) está inspirado en la obra de Eurípides Ifigenia en Áulide. Es adecuado, pues Steven simultáneamente muestra un deseo y un rechazo por la mano del destino que mueve el teatro griego antiguo. Steven está atormentado por la maldición que parece haber caído por su familia, pero ha estado atormentado por la culpa desde la muerte del padre de Martin, por que no ha pagado ninguna consecuencia. El final de la película es perverso, pero es quizá la única forma en que puede librarse de ese peso.

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Más que la moraleja, lo que eleva a la película es cómo los personajes tratan de negociar su posible destino. Cómo esta crisis saca a la luz los secretos y fragmenta el matrimonio en apariencia perfecto de Steven y Anna. Cómo cada uno de los Murphy trata a la vez de escapar su destino prometiendo hacer algún otro sacrificio o noblemente entregándose por el resto de la familia. El poder que Steven ejerció sobre el padre de Martin en el quirófano se el vuelve contra él ahora que tiene que ejercer uno similar sobre su familia. Su razonamiento es limitado y cómico de una manera oscura. En un punto le pregunta al director de la escuela de Kim y Bob cuál de los dos prefiere, como si tuviera que elegir entre uno de ellos como hizo con el reloj que le regaló a Martin. Su solución culmina en un momento absurdo, pero también la única forma de liberarse totalmente de ese poder y responsabilidad moral.

Lanthimos ha sido reconocido por su macabro sentido del humor desde que su tercer largometraje Colmillos ganó en el Festival de Cannes de 2009. Hay algo muy cercano a Stanley Kubrick en su estilo y en El sacrificio del ciervo sagrado, su mímica es a ratos increíble. Los planos secuencia capturados en lentes de gran angular, que reducen a sus personajes de humanos a objetos puestos ahí para ser observados. La fría y precisa cadencia con la que hablan sus actores, como tratando de imitar el comportamiento humano sin lograrlo del todo. La ominosa atmósfera creada por los chillones y discordantes acentos musicales–la presencia de Nicole Kidman en una película sobre el lado oscuro de un guapo y rico matrimonio también recuerdan a Ojos bien cerrados, mientras que el momento en que Bob se cae de su cama de hospital parece un gag de Dr. Insólito o cómo aprendí a no preocuparme y amar la bomba. Los parecidos son bienvenidos porque el tono complementa la historia en lugar de distraer de ella.

Las películas de Lanthimos, en sus mejores momentos, tienen una vena distintiva, un poco más humana. La langosta y La favorita brillan porque en el fondo uno siente simpatía por sus personajes: ya sea un hombre soltero tratando de vivir su vida en un mundo que lo presiona autoritariamente hacia el amor romántico; o una dama inglesa que usa su cercanía con la reina para ganar favores políticos, pero que en el fondo le guarda un verdadero afecto. Uno no siente esa misma simpatía en El sacrificio del ciervo sagrado. Más bien, que Steven esta ahí solo para ser destrozado y que la película se deleita con verlo sufrir. Eso no quiere decir que el espectáculo no pueda ser fascinante.

★★★★

El sacrificio del ciervo sagrado está disponible por streaming en Prime Video