(All the Money in the World; Ridley Scott, 2017)

Décadas antes de Jeff Bezos, Elon Musk y Mark Zuckerberg existió J. Paul Getty, el primer hombre en acumular mil millones de dólares gracias a su tenacidad y astutas inversiones en el sector petrolero. Esa es una forma de verlo. Cuando una persona asume el nivel de notoriedad que Getty alguna vez tuvo, y que Bezos, Musk y Zuckerberg ahora tienen, es inevitable que emerja una mitología a su alrededor. Sus logros individuales son vistos como evidencia de que cualquier persona, a través de trabajo duro y dedicación, puede lograr su mismo nivel de fortuna y que las condiciones que lo permitieron han de permanecer intactas.

La realidad es que la riqueza tiende a privilegiar a cierto tipo de persona. No hace mucho recuerdo comentarle a un maestro de comportamiento organizacional sobre un estudio que mostraba que uno de cada cinco de los jefes ejecutivos de corporaciones estadounidenses exhibía tendencias psicopáticas. Él, alguien que rara vez estaba de acuerdo conmigo, no me cuestionó en esta ocasión. Un segundo factor, quizá más importante, es el privilegio material. Aunque Getty acumuló la mayoría de su fortuna por sí mismo y entra técnicamente dentro de la clasificación del rico “que se construyó por sí mismo”, hizo sus primeras inversiones con el respaldo de su padre George Franklin, quien ya era un próspero abogado y petrolero.

Todo el dinero del mundo, la película más reciente del director veterano Ridley Scott, ofrece una mirada fascinante, si algo desenfocada, al mundo alrededor y la mente del milmillonario, concentrándose en uno de los episodios más controversiales de la vida de J. Paul Getty: el secuestro de su nieto adolescente John Paul Getty III. El retrato que Scott y el guionista David Scarpa construyen se siente detallado, aun si sacrifica cierto enfoque narrativo y drama envolvente.

La película toma una ruta complicada para darnos el contexto necesario. Abre en 1973 con John Paul Getty III (Charlie Plummer), entonces un joven de 16 años, vagando por las calles de Roma cuando un grupo de encapuchados lo sube violentamente a una camioneta. Su madre, Gail Harris (Michelle Williams), recibe una llamada exigiendo 17 millones de dólares por su rescate. La única persona que podría ayudarle a conseguir esa cantidad es por supuesto el patriarca Getty, el padre del exesposo de Gail y el hombre más rico del mundo en ese entonces.

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Kevin Spacey originalmente interpretó al Getty de la película; un tráiler con él incluso se estrenó antes de que el actor fuera acusado de abuso sexual en repetidas ocasiones. En respuesta ante la situación, Scott optó por remplazarlo con Christopher Plummer y filmar de nuevo sus escenas e incorporarlas al producto final. Es un impresionante logro logístico y una muestra de ética laboral excepcional; Scott filmó en nueve días el equivalente a 23 o 24 días de trabajo y la película llegó a cines apenas dos semanas después de su estreno original (también fue la segunda película que Scott estrenó ese año, tan solo siete meses después del blockbuster Alien: Covenant).

La medida fue acertada. Todo el dinero del mundo recaudó apena 57 millones de dólares alrededor del mundo, poco más que su presupuesto de 50 millones. Pero considerando que Billionaire Boys Club, otra película contemporánea con Kevin Spacey apenas y recibió un estreno comercial, fue quizá lo mejor que se podía hacer ante la situación. La decisión de Scott también repercute de manera positiva en la película misma. Plummer interpreta a Getty con los mismos gestos bonachones que después le daría al autor millonario Harlan Thrombey en Entre navajas y secretos. El descaro y la indiferencia de Getty se sienten mucho más desgarradores viniendo de él que de Spacey, quien se ha caracterizado por interpretar villanos. Plummer, entonces de 88 años, estaba también más cercano en edad al Getty de 1973 que Spacey, quien dio su ahora descartada actuación debajo de una densa y distractora capa de maquillaje prostético.

La llamada de los secuestradores desencadena una serie de flashbacks que muestran cómo John Paul Getty Jr. (Andrew Buchan), el esposo de Gail, pasa de tener poco o ningún contacto con su padre, a asumir un cargo ejecutivo en su corporación. Años después, su adicción a las drogas lleva a Gail a pedirle el divorcio. Ella está dispuesta a renunciar cualquier derecho a la fortuna familiar con tal de conservar la custodia de sus hijos. Los flashbacks también revelan un vínculo cercano entre el Getty mayor y su nieto del mismo nombre, a quien le encomienda lo que parece ser una pieza de arte invaluable.

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El magnate no obstante se rehúsa a pagar su rescate. Su reacción inmediata es insensible, pero puede explicarla en términos lógicos. 17 millones es poco dinero en comparación con su presente fortuna, pero ceder a la demanda podría mandar el mensaje de que sus demás familiares son blanco fácil para el secuestro y la extorsión. Es lo que sigue lo que revela su reacción, menos como una astuta pero arriesgada medida de negociación, que como una señal de que su vínculo más importante está, no con su familia, sino con su riqueza y legado material. Cuando Gail debe hacer una llamada importante a Italia, uno de los empleados de Getty la hace llamar desde un teléfono de paga. Es tratado como un momento cómico a expensas de su tacañería, que se vuelve perverso por sus implicaciones de vida o muerte. En lugar de gastar su dinero, Getty lo invierte en obras de arte (las que después se convertirían en la base de la colección del Museo J. Paul Getty en Los Ángeles); hay una astuta escena en la que Getty parece estar dispuesto a pagar millón y medio de dólares para liberar a su nieto, solo para revelar que la transacción en realidad se trata de la compra de un cuadro de Vermeer.

En lugar de pagar, Getty pone a Fletcher Chace (Mark Wahlberg), un exagente de la CIA y su empleado de confianza, a cargo de traer a Paul de regreso, haciendo énfasis en que debe hacerlo de la manera menos costosa posible. El resto de la película salta entre tres líneas narrativas, retratando los esfuerzos de Fletcher y Gail por recuperar al muchacho con ayuda de la policía italiana; las experiencias de Paul durante su captura y una mirada progresiva a cómo Getty trata de evitar que la crisis lo afecte al mismo tiempo que su salud se deteriora (él fallecería en junio de 1976).

Los tres escenarios son fascinantes y cada uno podría por sí solo dar lugar a una gran película. Hay elementos que nos enganchan poco a poco: la simpatía que uno de los secuestradores, Cinquanta (Romain Duris), empieza a desarrollar por Paul se convierte en una fuente de conflicto cuando éste también tiene que acatar las órdenes de sus superiores en la mafia de la región de Calabria; y a medida que la crisis se prolonga, uno llega a ver matices de miedo y duda en el frío patriarca milmillonario. No es que su familia no le importe, es que su idea de ella se extiende al control que puede ejercer sobre ellos; una menor, pero no irrelevante distinción.

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Aunque los tres hilos culminan efectivamente en el final de la película, por mucho tiempo se sienten desconectados; cada que la película corta de una a otra, la tensión se disipa y su ritmo y fluir se vuelven torpes e incómodos. Uno siente que Scarpa y Scott no escarban muy debajo de la superficie de sus personajes, dejando salir una gota de emoción en lugar de permitir que ésta brote libremente. Williams en particular da una actuación efectiva, pero la película nunca pone su sufrimiento en un contexto más profundo porque la película nunca ahónda en su relación con Paul.

Esta frialdad se extiende al estilo mismo de la película; Dariusz Wolski, el director de fotografía y colaborador frecuente de Scott, la captura en composiciones dramáticas y elegantes, moviendo la cámara lo mínimo indispensable. La intención y cuidado de sus tomas a ratos todavía recuerdan a algunas de las primeras obras maestras de Scott como Alien: El octavo pasajero y Blade Runner. Pero la claridad del formato digital y la paleta de colores deslavada le roban algo de su textura y vitalidad. Es un estilo que se acomoda a los estériles e impecables interiores de la mansión de Getty, pero no necesariamente a los momentos de mayor suspenso.

Scott y Wolski construyen una envolvente atmósfera en el clímax de la película, situado en un fantasmagórico pueblo italiano, y en el epílogo, que recuerda un tanto el final de la obra maestra de Orson Welles Ciudadano Kane. Fuera de estos momentos, la película se siente plana aun cuando hay indudable técnica en su realización–hay suspenso cuando la policía hace una redada en la granja donde se resguardan los captores de Paul y un horror visceral en la escena en la que al joven le cortan la oreja.

La película funciona, pero pudo haber sido extraordinaria. Más que un retrato de Getty, Todo el dinero del mundo es una exploración de un sistema que se rige solo por dinero. La película se concentra, no tanto en él, como en el mundo que él, por su poder e influencia ayudó a formar. La compañía Getty y la mafia calabresa son presentadas en términos no tan diferentes, como imperios masivos y omnipotentes separados solo por su relación con la ley. Hasta la célula comunista de la que Chace en un inicio sospecha responde a sus propios intereses económicos. La crisis petrolera de 1973, que le brinda al clímax de la película uno de sus detalles incidentales, es incorporado al tema central desde el principio: la introducción de Fletcher involucra una negociación fallida entre él y líderes de Arabia Saudita, quienes amenazan con frenar sus tratos con las potencias occidentales mediante la Organización de Países Productores de Petróleo. En un mundo en el que el valor de una persona puede convertirse al dinero y en el que cada interacción humana es una transacción, el amor de una madre se siente como una anomalía, y ella debe navegar contracorriente.

★★★

Todo el dinero del mundo está disponible por streaming en Prime Video.