En México, las salas de cine se encuentran abiertas de nuevo, pero la contingencia sanitaria por COVID-19 continúa. Si deciden ver Sin señas particulares, o cualquier película en cines, asegúrense de seguir las recomendaciones de higiene y seguridad pertinentes.
(Fernanda Valadez, 2021)
Sin señas particulares abre con una imagen que no se siente del todo real. Jesús (Juan Jesús Varela) atraviesa un campo y se detiene en la entrada de una casa para anunciar que se va de ahí. Ha decidido irse de México porque el pariente de un amigo está ofreciendo trabajo en Estados Unidos. A Jesús lo vemos primero a través del marco de una ventana; a medida que se acerca, es como si apenas empezara a tomar forma. Es apenas un adolescente y parece estar dando su anuncio directo a la cámara, más que a otra persona en la escena.
Hay una lógica a esta introducción. Una narración nos anuncia que él efectivamente se marchó, pero semanas después de su salida no se sabe nada de él. La narración viene de Magdalena (Mercedes Hernández), su madre, y esta primera escena, casi onírica, cobra sentido como un momento recreado por la memoria de ella: el rostro del muchacho que ella crio, delineado dulcemente por la luz del exterior; él parado en el borde de lo que seguramente es su hogar de la infancia, declarando su propósito de manera directa y definitiva, como si cualquier muestra de emoción lo mantuviera más tiempo del que debiera o lo arriesgara a cambiar de opinión. Éstos son los últimos momentos que ella tiene de él.
La película, dirigida por Fernanda Valadez a partir de un guion que escribió con Astrid Rondero, sigue a Magdalena en su búsqueda de él, fuera de su comunidad rural en el estado de Guanajuato. El viaje, por supuesto, no es lineal. Primero acompaña a Chuya (Laura Elena Ibarra), la madre del muchacho con el que Jesús partió, a las autoridades. Les dicen que no pueden hacer mucho, pero ante su insistencia un oficial les presenta una gruesa carpeta con fotografías para identificar.
Aquí aparecen por primera vez dos recursos a los que la película regresa de manera frecuente: la repetición y el ocultamiento deliberado de los rostros de algunos personajes. No vemos el contenido de la carpeta, pero su contenido gráfico es sugerido a través del constante y monótono sonido del voltear de las páginas. Llega un punto en el que la violencia pierde ese impacto inmediato de la perturbación; con el tiempo uno se entumece a ella. Vemos los rostros de las madres, pero no el del oficial que las atiende, y es que de alguna manera no parecen ocupar el mismo espacio. El dolor de ellas está al frente y al centro; él es el representante de un sistema que es capaz de entenderlo y que les falla a cada momento.

En la carpeta no encuentran a Jesús, pero sí a Rigo (Armando García), el hijo de Chuya. De ahí la película se traslada a la perspectiva de Olivia (Ana Laura Rodríguez), una médico cirujana con una congoja similar. Su hijo desapareció mientras viajaba a Monterrey para visitar a un amigo, y ahora ella ha sido llamada a identificar un cadáver que podría ser el suyo. Ella tiene sus dudas, pero igualmente hace un largo viaje para aclarar la situación. Su historia y la de Magdalena apenas se cruzan. Olivia aparece en el momento indicado para explicarle algunos documentos y después de esto no vuelve a aparecer. Pero su presencia es importante por las similitudes y contrastes que revela. Ambas están devastadas por lo que se les ha arrebatado y la película entreteje el espíritu de sus búsquedas con un sutil movimiento de cámara que empieza con el caminar de una y termina con el de la otra. Pero a pesar de que ambas son víctimas de la violencia y la incapacidad de la autoridad mexicana, la brecha de clases del país las obliga a vivirlo de maneras diferentes: Olivia llega en avión, Magdalena en autobús; Olivia tiene la disposición de cuestionar a las autoridades, a Magdalena le cuesta navegar la más simple burocracia porque se le dificulta leer.
La narrativa de la película es completada por Miguel (David Illescas), un joven recién deportado que ahora trata de regresar a su pueblo natal. Su camino y el de Magdalena se cruzan también por azar. En la frontera con Estados Unidos, Magdalena se entera de que el camión en el que viajaban Jesús y Rigo fue asaltado, y que la persona que puede saber qué pasó con detalle vive cerca del pueblo de Miguel. De sus ausencias mutuas nace un vínculo particular; así como ella espera reencontrarse con su hijo, él espera volver a ver a su madre. Las actuaciones de ambos transmiten una dolorosa resignación. Casi no vemos movimiento en sus rostros, pero no dudamos de las emociones detrás. Entendemos su aparente timidez y frialdad como una respuesta condicionada a las malas noticias. No pierden la capacidad de la esperanza, su encuentro mutuo es de hecho muestra de ello, pero son cuidadosos de no hacerse muchas ilusiones.

Sin señas particulares está al lado de La libertad del diablo de Everardo González como una de las mejores películas sobre la actual violencia en México. Su denuncia no es obvia, pues su mirada está siempre en Magdalena y Miguel, en su efecto en dos vidas individuales. Pero es a través de los ojos de ella y de él que vemos el fracaso sistémico de varias instituciones mexicanas. Es un trabajo profundamente minucioso y detallado, que destaca también por lo que incluye en los márgenes: el miedo que provoca algo tan simple como una camioneta que pone música a alta velocidad en una autopista por la noche, los montones de cuerpos que rebasan a los servicios forenses, una patrulla que acompaña un retén del crimen organizado. Uno a uno, éstos construyen la sensación de un mundo en el que hacer las preguntas equivocadas a la persona equivocada puede provocar lo peor. La violencia, tan horripilante como puede llegar a ser, no está ahí con el mero propósito de perturbar al público, emerge de manera orgánica de la narrativa y no cuestionamos su lugar dentro de ella.
La fotografía de Claudia Becerril contribuye enormemente a esta atmósfera. Se caracteriza por cierta quietud, frecuentemente mostrando a sus personajes en posiciones fijas o siguiéndolos detenidamente a través de tediosos e inclementes caminos. Destaca el plano secuencia que sigue a Miguel cruzando de Estados Unidos hacia México, un inevitable y lineal trayecto en el que cada torniquete que atraviesa refuerza la sensación de que no puede regresar. Cerca del final también se apoya bastante en preciosos paisajes o detalles impresionistas de la naturaleza. Éstos parecen un descanso del panorama desolador de la trama, pero acompañadas de la música de Clarice Jensen, sombría pero nunca obvia en sus intenciones, sugieren un lugar en el que las leyes humanas no tienen lugar y gradualmente nos preparan para los imaginarios de pesadilla de la parte final de la película.
Este final, como los mejores giros narrativos del cine, primero parece venir de la nada; en retrospectiva, uno piensa que la película no podía terminar de otra manera. Es un golpe brutal y sensacional que refuerza la idea de que la desposesión y la violencia son parte de un círculo vicioso: los más pobres son expulsadas o absorbidos por el crimen organizado, para seguir ejecutando la violencia que desplaza a más personas. El mito de la migración como una oportunidad de prosperidad a través del trabajo y mejores ingresos se vuelve obsoleto. El vecino del norte se convierte en el único refugio de una carnicería que está ahí para mantener el sistema en su lugar. Sin señas particulares es una película poderosa porque entiende que la función de esta violencia no es solo estratégica sino también mental: su potencia está en las imágenes que inspiran en las mentes de los que sin quererlo terminan en medio de ella.