En México, las salas de cine se encuentran abiertas de nuevo, pero la contingencia sanitaria por COVID-19 continúa. Si deciden ver La llorona, o cualquier película en cines, asegúrense de seguir las recomendaciones de higiene y seguridad pertinentes.
(Jayro Bustamante; 2021)
La llorona de Jayro Bustamante es una ingeniosa inversión de las reglas del cine de terror. Como muchas en el género, sigue a un grupo de personajes aterrorizados por lo que puede o no ser un mal sobrenatural, pero nuestra simpatía hacia ellos está en constante interrogación. Esto porque detrás de su aparente normalidad están los horrores de los que ellos son cómplices o responsables. Al centro de la película está una familia de la élite de Guatemala. Su patriarca, Enrique Monteverde (Julio Diaz) fue por un tiempo dictador del país–el personaje es una invención de la película, pero guarda fuertes parecidos con Efraín Ríos Montt, quien fuera presidente de Guatemala de 1982 y 1983.
Décadas después de su tiempo en la silla presidencial, Monteverde es finalmente obligado a responder por las atrocidades cometidas durante éste; al inicio de la película está en juicio, acusado como el autor intelectual del genocidio de varios pueblos mayas. Anciano, de lentes y con un frondoso bigote, Monteverde luce casi bonachón y tierno. Pero aun a su avanzada edad uno alcanza a reconocer la mente de un perturbado líder militar. Una noche se despierta y deambula por la casa con una pistola, creyendo que algún rebelde se ha introducido. En su paranoia casi le dispara a su esposa Carmen (Margarita Kenéfic).
De vuelta en el tribunal, Monteverde es encontrado culpable, pero como ocurriría con el verdadero Ríos Montt el veredicto es posteriormente anulado y Monteverde sale libre. Enrique, Carmen, su hija Natalia (Sabrina De La Hoz) y la hija de ésta, Sara (Ayla-Elea Hurtadio) se refugian en su casa, ahora rodeada por personas protestando la resolución del juicio, muchos sosteniendo pancartas con los rostros de muertos y desaparecidos durante el régimen de Monteverde. La familia no puede salir.
La casa se convierte en un microcosmos de la sociedad de Guatemala; de las desigualdades y relaciones de poder que en general se viven en América Latina. Las funciones básicas caen en manos de un reducido equipo de empleados domésticos, en su mayoría de pueblos mayas como aquellos más afectados bajo Monteverde y Ríos Montt. Respondiendo a la falta de personal llega Alma (María Mercedes Coroy). Delgada, de piel morena, ojos grandes y cabello negro que le llega más allá de la cintura, Alma y su vestido blanco son una presencia impactante desde el principio. Por mucho de su tiempo en pantalla ni siquiera la escuchamos hablar, por lo que se siente parcialmente surreal cuando Sara parece saber tanto sobre ella y haberla convertido en su mejor amiga.

A través de Sara, Natalia aprende que Alma tenía dos hijos, un niño y una niña, hasta la muerte de ambos. Este dato termina por identificar a Alma con la leyenda que da nombre a la película, una mujer que llora la muerte de sus hijos ahogados. Hay por supuesto paralelos adicionales: acostumbrada a que su esposo convierta a las mujeres indígenas como un fetiche, Carmen no se sorprende cuando Enrique acecha a Alma mientras ésta se baña; este evento evoca las versiones de la leyenda en la que la llorona es presentada como una seductora de hombres. Las diferencias entre ambos, ella una joven indígena y él un representante de la élite guatemalteca de ascendencia europea, también refleja los orígenes del mito mismo: como una figura de la mitología indígena que persiste ante la colonia europea. Un último paralelo escalofriante es la masacre ocurrida en septiembre de 1981 (antes de la presidencia de Ríos Montt, pero ya empezada la guerra civil y los conflictos territoriales derivados) en el pueblo de La Llorona, en el noreste del país.
Poner la leyenda al centro de todo esto es apto, pues la película trata finalmente de un conflicto entre dos historias de raíces opuestas. Por un lado, está la ideología que sostiene y protege a familias poderosas como los Monteverde. En sus ojos, cualquier atrocidad cometida por ellos o en nombre de sus intereses está justificada o probablemente nunca pasó. Aquellos que las repiten pueden ser ignorados como oportunistas o comunistas. Y si pasaron, es mejor olvidarlo. En conversación, Carmen hace referencia al mito bíblico de la esposa de Lot, instando a Natalia a no mirar atrás para no “convertirse en una pila de sal”. Las lecciones de la Biblia cristiana se perturban para justificar sus acciones.
La leyenda de la llorona, en contraste, es vindicada, no como un fantasmagórico monstruo del cine de terror (la película de Bustamante seguramente invitará confusiones con la reciente La maldición de La Llorona, de la franquicia de El conjuro) sino como un símbolo de los pueblos heridos por las masacres y desapariciones forzadas. Captamos los miedos de los Monteverde pero no necesariamente nos identificamos con ellos; los recibimos con la satisfacción de la justicia servida.
La llorona es una película más fácil de admirar que de amar. La antipatía que uno siente hacia sus personajes puede ser intencional, pero eso no hace el involucrarse en los eventos mucho más fácil. Su ritmo lento no siempre complementa los eventos en pantalla y el formato panorámico le roba cierta intimidad y claustrofobia al espacio de la casa, donde la gran mayoría de su acción transcurre. Pero la película tiene verdadero poder e inspiración en su retrato de una transgresión del orden y una retribución que no viene de la violencia, sino de tratar de mantener vivos a los muertos y desaparecidos, eligiendo recordar sus nombres y sus caras y no dejar que los poderosos, aquellos responsables y cómplices, los olviden.