En México, las salas de cine se encuentran abiertas de nuevo, pero la contingencia sanitaria por COVID-19 continúa. Si deciden ver Noche de fuego, o cualquier película en cines, asegúrense de seguir las recomendaciones de higiene y seguridad pertinentes.


(Tatiana Huezo, 2021)

Lo más que vemos a alguien llorar en Noche de fuego, una película sobre un pueblo mexicano sitiado por la violencia del crimen organizado, ocurre al principio, por algo que en perspectiva parece poca cosa. Ana (Ana Cristina Ordóñez González), una niña pequeña, es obligada por su madre a cortarse el cabello. Ana ha empezado a prestarle atención a su apariencia y a guiarse por cómo piensa que debe lucir una vez que entre a la adolescencia. Previamente ella y sus dos mejores amigas Paula (Camila Gaal) y María (Blanca Itzel Pérez) se pintaron los labios con un pedazo de betabel, por lo que a Ana la regañaron. A medida que la máquina recorre la cabellera de Ana y el cabello largo que ha llegado a apreciar se convierte en un corte tosco y vagamente masculino, la cámara se mantiene firmemente en su rostro, capturando cómo las lágrimas poco a poco escapan de sus ojos.

Momentos como éste hacen a Noche de fuego tan diferente de otras películas sobre la violencia en México. Momentos en los que reconoce que sus personajes son más que las privaciones materiales que sufren, los cárteles que los aterrorizan y el contexto político y económico que los rodea. Todo esto es, por supuesto, una parte de sus vidas que no pueden ignorar; quizá la que más peso tiene sobre ellas. Pero también experimentan diferentes alegrías y sufrimientos, todo un espectro humano de emociones que va más allá de lo que alcanzamos a ver y leer en los noticiarios. Lo que la película nos muestra es menos un martirio constante que incertidumbre. Vidas más o menos normales que se pueden interrumpir en cualquier momento. Su pueblo no es una trampa que buscan escapar a la primera oportunidad, es un rico enramado de rituales y costumbres de los que duele separarse.

Para lidiar con esto, sus personajes son pragmáticos. Las chinches son la excusa que Rita (Mayra Batalla), la madre de Ana, le da para que se corte el pelo, pero en el fondo lo hace para disimular su sexo. Sabe que otras niñas del pueblo han sido privadas de su libertad, seguramente forzadas a entrar en el comercio sexual. Para protegerla, también diseña un escondite en el patio y pone a Ana a practicar el ponerse entre la tierra y un basurero disimulado sin hacer ruido.

Rita es una figura fuerte y estricta; acepta que su hija la vea como la villana de su vida si es para protegerla de los verdaderos horrores. Pero no es perfecta ni heroica. En momentos sucumbe a la ira y la frustración. Su lealtad empieza y termina con ella misma y su hija; prefiere no involucrarse en los asuntos de otros en la comunidad, aun si eso significa aceptar el control cada vez mayor de los grupos criminales. Empieza a laborar extrayendo el opio de las amapolas porque es el único trabajo que hay en la localidad y porque los que trabajan ahí tienen un poco más de protección.

La mirada de la película, más que sensacionalista, es íntima. Sus personajes invitan nuestra empatía, más que nuestra lástima. No quieren ser víctimas pasivas, pero tampoco son quiméricos ejemplares de temple y resistencia. Experimentan curiosidad por el mundo que las rodea y tratan de tener un efecto real sobre él, pero más que nada tratan de llevar vidas de ricos matices. Ana, Paula y María practican comunicarse mentalmente, adivinando lo que las demás piensan, como un mecanismo de supervivencia; como una forma de encontrarse, sabiendo que alguna de ellas habrá de desaparecer. Pero también como esos simples lazos de amistad y acompañamiento que buscamos en otras personas.

Una vez adolescentes, Ana, Paula y María (ahora interpretadas por Marya Membreño, Alejandra Camacho y Giselle Barrera Sánchez) se convierten en sujetos y objetos del deseo de los muchachos. Margarito (José Estrada y después Julián Guzmán Girón) deja asomar su interés por Ana en juegos físicos y tratando de impresionarla con una pistola una vez que empieza a trabajar de cerca con los cárteles. En otro momento, Ana anuncia a Paula y María sus ganas de besar a Leonardo (Memo Villegas), su nuevo y carismático maestro.

Aunque ésta es central, la película reconoce mucho más allá de su emergente sexualidad. Las clases de Leonardo sirven también como punto de partida para que Ana también aprenda a verse a sí misma y el mundo que la rodea de manera diferente (una de sus lecciones involucra la mirada humana, otra la construcción de un modelo del cuerpo humano con objetos caseros; muy simbólicas ambas). Noche de fuego trata la mirada infantil, no como un ideal puro que debe protegerse del exterior, sino como un instrumento imperfecto para experimentar el mundo. Uno de sus conflictos principales contrapone la madurez y la curiosidad de Ana con una infancia que le es prolongada forzosamente por las circunstancias, manifestadas a través de su madre.

Noche de fuego abraza el azar, pero nunca se mueve sin rumbo. Hay episodios aislados y anecdóticos, como aquel en el que Paula es rociada por el veneno que las autoridades lanzan (inútilmente) desde helicópteros para exterminar los plantíos; pero este sirve para reforzar la sororidad entre las tres amigas (Ana y María corren a bañarla al instante), así como la incompetencia y negligencia general del gobierno mexicano. La imagen ded Ana, Rita y otra decena de personas poniéndose en la cima de un monte con sus teléfonos celulares, tratando de obtener una señal, convierte el aislamiento del pueblo en una imagen poética, casi juguetona.

El espacio juega un rol clave. Hay tomas frecuentes de la naturaleza, de las plantas y flores que rodean su entorno, de los animales de granja y los insectos que se entrometen a sus casas (la fotografía, preciosa, es a cargo de Dariela Ludlow, quien también hizo Las niñas bien de Alejandra Márquez Abella y Los adioses de Natalia Beristáin). El paso del tiempo es sugerido por la expansión de una mina, que empieza en la cima de una montaña previamente cubierta por árboles, para después consumirla completamente. El polvo de las explosiones crea una atmósfera sombría, la mina una metáfora para la tensión entre la tierra como espacio para habitar y como bien de consumo que es extraído forzosamente, y la montaña que desaparece un presagio de un lugar destinado a dejar de existir.

Sorprende poco que Noche de fuego sea tan rica y detallada. No es la primera vez que la directora Tatiana Huezo trata la violencia a través de los ojos de quienes la sufren directamente; su El lugar más pequeño retrata eventos de su natal El Salvador, mientras que Tempestad buscó hacer algo similar en México. Noche de fuego es su primer largometraje de ficción, un formato al que se adapta hábilmente. Su sentido del espacio es menos específico, lo que es comprensible; las mismas localidades de su interés serían inaccesibles para una producción por las mismas razones. El habla de los personajes también tiende a ser algo neutral, no hay un acento o forma de hablar particular que los identifique. Los rostros de algunos extras, no profesionales, expresan más en segundos que otros personajes en cuantiosos diálogos.

Hay cierta dificultad en hablar del cine mexicano que aborda la violencia derivada del crimen organizado. Es un tema que lamentablemente no se ha agotado ni se ha vuelto menos relevante. Pero la constante ola de violencia no explica por sí sola la abundancia de películas que muestran extorsiones, secuestros, violaciones, asesinatos que hacen eco a la vida real, ni de aquellas que tratan de ser una profunda reflexión sobre los intereses políticos y económicos que los perpetúan. Los festivales internacionales y el mismo sistema de apoyos gubernamentales parecen incentivar un tipo de cine que confunde el impacto visceral con el realismo y la ambigüedad con la profundidad. Y hay límites a lo que la crítica (en la que me incluyo) puede sacar de este cine, pues trata de ser un retrato fiel de una realidad que poco conocemos por experiencia propia. No puedo decir si Noche de fuego es una película realista o fiel, pero puedo decir que nunca sentí un trato condescendiente hacia sus personajes, que lo que sufrían nunca se sintió narrativamente forzado. Me sentí conmovido, pero nunca manipulado.


★★★★