En México, las salas de cine se encuentran abiertas de nuevo, pero la contingencia sanitaria por COVID-19 continúa. Si deciden ver Sin tiempo para morir, o cualquier película en cines, asegúrense de seguir las recomendaciones de higiene y seguridad pertinentes.


(No Time to Die; Cary Joji Fukunaga, 2021)

El James Bond del cine y el James Bond de los libros han tenido relaciones muy diferentes con el tiempo. El Bond del cine nunca envejecía, solo sus actores lo hacían antes de ser inevitablemente suplidos por un rostro más joven. Sus aventuras se definían más por sus elementos separados que por cualquier hilo narrativo o dramático: locaciones exóticas, artilugios de espionaje, bellas coestelares y villanos con ambiciones globales. Desde los créditos de apertura, uno podía contar con que Bond terminaría salvando al mundo con poca o ninguna dificultad. Había referencias ocasionales a eventos pasados, pero cada nueva película parecía existir en su propia burbuja, un botón de reinicio.

El Bond de los libros, por lo menos de la cronología original de Ian Fleming, tuvo una evolución más dramática y que envejeció con su creador. Casino Royale, la primera novela de Bond es también aquella en la que es trágicamente traicionado por Vesper Lynd, su primer verdadero amor. Sólo se vive dos veces, publicada en marzo de 1964, pocos meses antes de que Fleming falleciera a los 56 años, llegó a la pantalla haciendo a un lado cualquier cosa que mostrara a un Bond más humano y vulnerable: sus adicciones a las apuestas y al alcohol y su retiro como un pescador amnésico. El título de la novela hacía referencia a Bond dejando el pasado atrás entregándose a una nueva y última misión (el libro, de manera significativa, contenía también un obituario para el espía). El título de la película de Sólo se vive dos veces servía apenas como referencia a una treta en la que Bond fingía su muerte. Revelador es el caso de Al servicio secreto de Su Majestad. La película fue una traslación inusuamente fiel de la penúltima novela que Fleming publicó en vida, pero la trama, en la que Bond amenaza con retirarse y en el que su nueva esposa muere a manos del villano Blofeld, fue una desviación radical de las cinco películas que vinieron antes (aunque el que ésta fuera también la primera sin Sean Connery en el papel que originó para la pantalla seguramente la hirió más en los ojos del público contemporáneo).

La era más reciente de Bond, aquella con el actor Daniel Craig como el agente 007, tiene un ADN complicado. Por un lado, empezó más aterrizada al espíritu original de los libros, pues Michael G. Wilson y Barbara Broccoli, los sucesores de “Cubby” y Saltzman, finalmente lograron adaptar la novela de Casino Royale. Al mismo tiempo, se enfrentaron a cambios en la relevancia y aceptación de un personaje definido por su machismo y la Guerra Fría. Por otra parte, tenían que mantener el estrafalario espectáculo de acción al que el público se había acostumbrado en las veinte entregas anteriores.

Fue una tarea difícil, pero 007: Casino Royale de 2006 encontró perfectamente ese equilibrio (Martin Campbell, quien también hizo la entrega inaugural de la era de Pierce Brosnan, entendió a Bond mejor que cualquier otro director contemporáneo). Su secuela inmediata, 007: Quantum, jugó con las réplicas psicológicas del final de Casino Royale, pero redujo a Bond a una monótona máquina de venganza. 007: Skyfall continuó sus rollos pseudo-psicológicos con una estética más sombría que elegante, pero le robó al personaje el escapismo y emoción que lo caracterizaban. 007: Spectre hizo una ligera corrección al factor diversión, pero se descarriló por revelaciones incoherentes y una historia de amor que nunca resultó del todo convincente.

Sin tiempo para morir llega entonces como un intento de cerrar limpiamente la historia de un Bond que nunca terminó de formarse y que ha estado menguando casi desde que se inauguró. Es una película condenada por el desorden que le precede; que funcione tan bien como lo hace es prácticamente milagroso. Es una película espectacular, hecha con enorme talento y habilidad, pero también rígida y no muy entretenida. Secuencias de acción creativas chocan con un tono casi fúnebre; sus muy serios intentos de indagar en la psicología masculina y los granes poderes mundiales a su vez chocan con una absurda trama que involucra ojos biónicos y nanobots asesinos.

Cinco años después de los eventos de Spectre, James Bond (Daniel Craig) ha abandonado el servicio secreto británico y se ha retirado a Jamaica (un lugar de significado particular: fue en la excolonia británica donde Fleming se retiró a escribir los libros y a donde Bond viajó en su primera aventura cinematográfica, El satánico Dr. No). Pero su soledad y aislación son interrumpidas por su amigo en la CIA, Felix Leiter (Jeffrey Wright), quien le informa de la desaparición de Valdo Obruchev (David Dencik), un científico que estaba desarrollando una posible arma de destrucción masiva. Bond acepta la misión de localizarlo para el gobierno de Estados Unidos, pero no antes de conocer a Nomi (Lashana Lynch), la nueva agente 007 y quien hace claras sus intenciones de arrebatarle a Obruchev y entregarlo a sus superiores en el MI6.

Lo que sigue es la parte más entretenida y puramente Bond de la película. Bond viaja a Santiago de Cuba donde se encuentra con Paloma (Ana de Armas), una joven colega de Leiter que lo ayuda a infiltrarse a una reunión de la siniestra organización Spectre. Su personaje tiene una chispa y energía que hace falta en otros personajes, quizá porque no cuenta con una dramática historia de fondo. El director Cary Joji Fukunaga destaca sus habilidades en combate con planos abiertos y la música más alegre de toda la película, cortesía de Hans Zimmer. Esta sección también contiene un momento en el que Bond lanza una charola de metal para derribar a Obruchev y después se toma el trago que estaba en ella; es un detalle que sintetiza perfectamente esa mezcla entre violencia, elegancia y humor que caracteriza a Bond.

Sin tiempo para morir es en general una película hecha con increíble habilidad. Sus elementos individuales están tan bien cuidados como en cualquier entrega anterior. La secuencia de créditos, confeccionada por Daniel Kleinman, convierte el simbolismo más fácil en una preciosa serie de viñetas de lo más experimental que Hollywood permite. Las escenas de acción mantienen una escala y realidad aun si definitivamente fueron mejoradas con efectos visuales digitales. Una persecución en las calles de Matera, Italia, usa de manera particularmente ingeniosa sus paisajes y callejuelas. El diseño de producción de la brutalista guarida del villano Lyutsifer Safin (Rami Malek) hace un impecable y precioso homenaje al trabajo de Ken Adam, cuya estética definió mucho de la serie.

Incluso aquello que parecería no tener lugar en una película de Bond está hecho con un tacto increíble. El prólogo (el primero de dos), un flashback que nos presenta a Safin aterrorizando a la niña que se convertirá en Madeleine Swann (Léa Seydoux), funciona como un genial cortometraje de terror, usando la fija expresión de una máscara del teatro japonés y el lenguaje del subgénero slasher para convencernos de la frialdad y ferocidad de su antagonista. Esta secuencia también añade mucho al personaje de Swann, uno de los elementos más débiles de Spectre; el villano es inseparable de su propia historia y Bond, el hombre con el que busca escapar de su traumático pasado, es una versión espejo de éste mismo.

La caracterización de Bond, tanto su personalidad como su rol dentro del entorno político británico, contiene su propia emoción e ironía. Su mayor fallo dramático es claramente articulado desde el principio: su crónica incapacidad de confiar, efecto secundario de una carrera en la que alterna entre ejecutor y víctima de engaño y traición. La fantasía escapista de James Bond tiene un filo faustiano: lo lleva a una vida de lujo y aventura, pero que no tiene la capacidad de gozar. No le queda más que ser el instrumento que M (Ralph Fiennes), el director del MI6, utiliza para limpiar sus errores. Más que en entregas anteriores, Bond se convierte en la víctima de la arrogancia de sus superiores.

En el papel, Craig continúa siendo excelente. En sus momentos más emocionales logra mostrar vulnerabilidad sin traicionar esa cara imperturbable de Bond: frente a la tumba de Vesper Lynd, interrogando a Ernst Stavro Blofeld (Christoph Waltz) o escuchando el monólogo de Safin cerca del final, Bond flaquea lo suficiente para verse sincero, antes de esperadamente recuperar su temple y control. Con sus coestelares femeninas, la película encuentra una dinámica efectiva: Paloma y Nomi, lejos de ser sus conquistas obligatorias, son colegas capaces con habilidades y carisma comparables al suyo. Lo complementan y le permiten brillar más sin que éste necesariamente las opaque. Pero menos constructivo resulta el regreso de Q (Ben Whishaw) y Moneypenny (Naomie Harris). Basados en personajes que se limitaban a darle sus aparatos o coquetear con Bond, se sienten superfluos en roles más expandidos, un lastre en una película cuya duración supera las dos horas y media.

Sus participaciones serían quizá bienvenidas en una película de tono más ligero, pero en lo que parece un intento de mantener continuidad con las dos entregas previas, dirigidas por Sam Mendes, Sin tiempo para morir se sigue sintiendo como una película que confunde los claroscuros y las pausas prolongadas con suspenso y profundidad. Sin tiempo para morir permite apreciar la era de Daniel Craig como una que siempre estuvo más interesada en poner el mito de James Bond de cabeza. En este sentido, trata de ser un poco más como el Bond de los libros, uno cuyo tiempo está contado y que se deja afectar por lo que pasa a su alrededor.

No estoy seguro de que este tipo de historia funcione para el Bond del cine. Sin tiempo para morir es menos una ágil y enérgica película de acción que una pesada y agotada bestia. Sus intentos de robustecer el potencial dramático de Bond se apoyan en clichés (hay un personaje infantil que se siente de sobra, incongruente) y su intento de cerrar una narrativa serializada sufre por los tropiezos de entregas anteriores sobre las que inevitablemente se tiene que apoyar. Esta fase termina, no sin sus glorias: ninguna franquicia hollywoodense logra superar su refinación visual y escala; pero sus intenciones en conflicto también le impiden vivir a la altura completa de su potencial.


★★★