En México, las salas de cine se encuentran abiertas de nuevo, pero la contingencia sanitaria por COVID-19 continúa. Si deciden ver Duna, o cualquier película en cines, asegúrense de seguir las recomendaciones de higiene y seguridad pertinentes.


Una mirada casual a la oferta hollywoodense contemporánea y uno se encuentra con muchas películas que en papel se parecen a Duna: películas de ciencia ficción/fantasía, llenas de efectos visuales, basadas en propiedades intelectuales (libros, cómics, otras películas) conocidas y reformuladas para ser una pieza más de un masivo universo que sirva de fuente continua y confiable de ingresos para algún gran estudio. Una mirada más detallada y uno se da cuenta de que pocas de ellas en realidad son como Duna: una película comprometida totalmente a su fantástico universo, que encuentra asombro en la escala pero especialmente en los detalles más mundanos. Una película que se siente viva.

El logro resulta aún más extraordinario dada la complicada historia que la novela original de Frank Herbert ha tenido con las adaptaciones. El libro, publicado originalmente en 1965, fue considerado imposible de filmar en su época, no solo por los efectos visuales que serían necesarios para hacer realidad sus distintos mundos sino por la densa mitología, multitudinario elenco y enredos políticos de su trama. Un primer intento se convirtió en leyenda como una de las más grandiosas películas que nunca se hicieron: el director chileno Alejandro Jodorowsky planteó una película de diez horas con un elenco que incluía a Orson Welles, David Carradine y Salvador Dalí y con las eminencias de la ciencia ficción Chris Foss, Moebius y H.R. Giger diseñando las criaturas y naves espaciales. El productor Dino De Laurentiis finalmente logró estrenar en 1984 una versión dirigida por David Lynch, pero ésta sufrió de su intento de sintetizar los eventos del primer libro en poco más de dos horas.

Sorprende un poco que una nueva adaptación haya tardado tanto en llegar a la pantalla grande, pero el tiempo se siente adecuado. Duna se estrena poco tiempo después del final del fenómeno mediático que fue la serie de televisión Juego de tronos (tanto Duna como Juego de tronos son propiedad del conglomerado Warner Media, la primera a través del estudio Warner Bros. y la segunda a través de la televisora HBO), y parece concebida para llenar el hueco que ésta dejó (otros aspirantes son la serie de El señor de los anillos de Amazon y Foundation de Apple TV+, esta última basada en los libros de Isaac Asimov; a la par de Duna, Legendary Pictures está desarrollando una serie de televisión que sirve como precuela). Al mismo tiempo, una nueva adaptación parece redundante, pues varios elementos que la novela utilizó en un principio han sido apropiados y reinterpretados por otras obras. El ejemplo más famoso (casi sin lugar a duda más famoso que la misma obra de Herbert), La guerra de las galaxias, tomó prestados la ambientación desértica, el siniestro imperio y el joven dotado de poderes fantásticos.

La historia de Duna entonces se siente familiar aunque uno no haya leído la novela o visto la película previa. Gira alrededor del planeta Arrakis, un inhóspito mundo desértico que es además la única fuente de especia, una sustancia que por sus propiedades permite realizar viajes interplanetarios que serían imposibles de otra forma y es por eso invaluable. Al inicio de la película, el emperador del universo conocido (a quien nunca vemos en pantalla, su pensar y sentir lo hemos de inferir de las acciones y declaraciones de sus subordinados) ha ordenado a los Harkonnen, una de las varias familias que se reparten la administración de los distintos mundos, cesar sus operaciones de extracción y exportación de especia en Arrakis. Por decreto imperial, la lucrativa concesión pasa a la familia Atreides.

Es una situación tensa que augura una guerra entre las dos casas. Pero en lugar de enfocarse en el Duque Leto (Oscar Isaac), líder Atreides y quien debe lidiar con todo esto directamente, Duna, como la novela, se concierne principalmente con su joven hijo Paul (Timothée Chalamet). Las primeras escenas de Duna operan con una funcionalidad que casi se siente burocrática. Conocemos a Paul a través de sus encuentros con distintos mentores: Leto, los guerreros Gurney Halleck (Josh Brolin) y Duncan Idaho (Jason Momoa) y Jessica (Rebecca Ferguson), concubina de Leto y madre de Paul. Pero Villeneuve nos da una probada de la riqueza de su mundo, ligando a cada personaje con un espacio en particular y dándole a cada uno una sensación específica: las costas rocosas y nubladas del planeta Caladan, donde generaciones de Atreides yacen enterrados; el hangar, con la línea y escala de un edificio brutalista pero de piedra labrada y la habitación de Paul, de elegante pero íntima madera.

Los espacios no siempre parecen prácticos: son monumentales y demasiado vacíos para sentirse verdaderamente habitables por humanos. Pero uno llega a admirarlos por lo que añaden en drama y teatralidad. La cámara del Barón Harkonnen (Stellan Skarsgård) ha de ser una de las guaridas malvadas más visualmente impactantes de años recientes, precisamente por su simpleza: el obeso y pálido villano es bañado por una cortina de humo y un haz de luz blanca que delinea las siluetas de sus súbdito. La pista de aterrizaje en la que Jessica despide a Gaius Helen Mohiam (Charlotte Rampling), su mentora en la hermandad religiosa de las Bene Gesserit, parece consistir solo de niebla y luces, pero se adecúa perfectamente a los motivos misteriosos de la orden; en una época en que los efectos visuales pueden crear cualquier maravilla para nuestros ojos, Duna se deleita también con lo que no podemos ver. Las tomas del espacio exterior, por otro lado, asombran también porque Villeneuve comprende el poder del vacío en la pantalla; las naves lucen minúsculas y uno las mira con humildad.

Pero sus efectos visuales más poderosos son también los más pequeños: la misma naturaleza, los paisajes rocosos y el movimiento de la arena. Y más veces que no, los escenarios de Duna están decorados por simpáticos objetos que se antojan táctiles; uno los mira e imagina a Villeneuve y al diseñador de producción Patrice Vermette haciéndose preguntas específicas sobre cómo funciona este mundo. Para las creaciones que desafían a la ciencia, como las aeronaves que asemejan libélulas, la cámara se detiene en el movimiento de sus alas para convencernos de su peso y envergadura, mientras que su interior parece ensamblado con los mismos materiales que los helicópteros militares de nuestro mundo, sellando aún más la ilusión.

Hans Zimmer, famoso por los estruendos de bajo que caracterizan sus partituras para cine, particularmente aquellas para Christopher Nolan, entrega uno de sus mejores trabajos aquí, particularmente porque su sensibilidad se adecúa tan bien al mundo de Arrakis y a la visión de Villeneuve. Su música contribuye al tratamiento del monumental gusano de arena que aterroriza a sus personajes, quizá la imagen más memorable de los libros de Herbert, es presentada aquí siguiendo el principio del Tiburón de Spielberg: por mucho de su duración, su presencia se sugiere más que se destaca. Los coros de influencia árabe, combinados con lo que parecen rugidos que emanan de lo profundo, sirven como una metáfora perfecta para lo inhóspito del planeta y para el poder contenido dentro de él.

Es a veces el puro asombro lo que lo mantiene a uno aferrado a Duna. La película llena su elenco con rostros carismáticos y reconocidos, entregando algunas de sus actuaciones más secas. El resultado es una película solemne, un tanto carente del humor que uno esperaría en una película hollywoodense de esta escala–el Duncan Idaho de Momoa es la excepción; no es realmente un alivio cómico pero sí una figura inusualmente relajada y bonachona. Las actuaciones no se sienten naturales, pero ese es el punto. Villeneuve parece haberles dado la instrucción de usar sus voces y cuerpos de formas ligeramente fuera de lugar, que encajen con su ambientación extraterrestre. El resultado es ocasionalmente hipnótico.

Lo que a Duna quizá le falta para llegar a la grandeza de las películas de El señor de los anillos o de las primeras dos entregas de Star Wars es quizá ese sentido del humor y calidez. Cada escena es abordada con la solemnidad que una epopeya histórica exige, pero las vulnerabilidades y emociones de sus personajes se pierden en los procedimientos. El efecto, más que sutil, se siente como desapego y frialdad. Pienso en Liet-Kynes (Sharon Duncan-Brewster), la ecologista imperial, cuyo cambio de lealtad cerca del final parece venir de la nada porque Villeneuve parece poco interesado en los sentimientos que la motivan. O en la tragedia inherente de Leto Atreides, quien termina subestimando a los Harkonnen como al mismo planeta de Arrakis. Cuando el conflicto finalmente crece y su error resulta desastroso, la película apenas nos deja sentir algo más que maravilla ante el espectáculo de la artillería Harkonnen devastando las instalaciones de los Atreides.

Duna puede ser más un triunfo de diseño de producción y de efectos visuales que de emoción, pero como adaptación de un libro que parecía inconcebible de llevar a la pantalla grande comete muchos más aciertos que tropiezos. Su ritmo mesurado nos permite adentrarnos gradualmente a su vasto universo y los elaborados recovecos que lo completan. Nos llegamos a familiarizar con sus organizaciones y su tecnología sin que nos sintamos bombardeados de información porque cada detalle es tratado con asombro y se esfuerza para que nosotros sintamos lo mismo.

Vale la pena señalar que Villeneuve y sus coguionistas Jon Spaihts y Eric Roth decidieron cubrir apenas la primera parte del libro en esta película. La secuencia que eligieron como clímax, aunque pequeña en comparación con lo que vino antes, sirve como culminación apropiada para lo que le ha pasado a su héroe, sobre todo en lo que se refiere a sus relaciones con sus mentores. Es un momento que nos dice que su aventura apenas comienza, pero que se siente como una decisión clave, un cambio importante en quién es. Es una promesa de que lo mejor está por venir, mas no se siente incompleta. La inevitable secuela emociona, pero esta primera parte, más que un tráiler de dos horas y media (cosa que uno ve mucho en los blockbusters de hoy) es una experiencia completa: es de lo más espectacular y puramente sensorial que Hollywood ha confeccionado en los últimos años.


★★★★