En México, las salas de cine se encuentran abiertas de nuevo, pero la contingencia sanitaria por COVID-19 continúa. Si deciden ver Amor sin barreras, o cualquier película en cines, asegúrense de seguir las recomendaciones de higiene y seguridad pertinentes.


(West Side Story; Steven Spielberg, 2021)

Pudiera parecer inútil y hasta cínico hacer una nueva versión de Amor sin barreras cuando la película de 1961 es, después de todo, uno de los musicales más memorables y celebrados de la pantalla grande, una obra maestra de cinematografía clásica y coreografía que llevó la música de Leonard Bernstein, las letras de Stephen Sondheim, los bailes de Jerome Robbins y el libreto de Arthur Laurents más allá del público de Broadway. Pero es difícil quejarse de lo que el director Steven Spielberg y su equipo han hecho aquí porque su película se siente tan fresca y nueva. No necesariamente es mejor, pero tampoco trata de serlo, está más interesada en jugar con sus distintas posibilidades. Habita con más confianza el contexto histórico en que se ambienta y se deleita con llevar sus icónicas canciones en nuevas direcciones. Su vitalidad y energía justifican su razón de ser.

Sus intenciones son planteadas desde el principio. Spielberg sugiere el inicio de la película original, dirigida por Robert Wise y Robbins, con una virtuosa toma superior, pero no de las calles de Nueva York desde los cielos, sino de una pila de escombros y metal, un espectáculo abstracto de formas que cede a viejos edificios de ladrillo que están siendo derrumbados para la construcción del Centro Lincoln para las Artes Escénicas. Ésta es información importante. El guion de Tony Kushner nos sitúa en el lado oeste de la isla de Manhattan, pero específicamente en el periodo de la llamada renovación urbana, de la destrucción premeditada y desplazamiento forzado de las comunidades pobres, típicamente de color, del interior de las ciudades (el Centro Lincoln, financiado por John D. Rockefeller III y parte de la visión urbana de Robert Moses, inició su construcción en 1955, dos años antes de la primera función del musical, y fue inaugurado un año después del estreno de la película de Wise y Robbins).

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Es aquí donde se cuece la rivalidad entre dos pandillas, los estadounidenses blancos de los Jets, y los puertorriqueños Sharks. El prólogo musical ve a los Jets antagonizando a los inmigrantes que perciben les están arrebatando su hogar. Pero el introducir el tema de la renovación urbana permite entender este conflicto racial, no como una inevitabilidad de la vida en una gran ciudad, sino como una crisis artificial fabricada por adinerados desarrolladores que operan a distancia. En verdad son sujetos de, como más adelante entona el número “Gee, Officer Krupke”, una “enfermedad social”. Los Jets son enseñados a culpar a los inmigrantes o a ellos mismos. Como dice Schrank (Corey Stoll), el teniente de policía al que no le importa que los jóvenes se maten entre sí mientras no lo hagan en su turno, los blancos con dinero ya abandonaron la ciudad para vivir en los suburbios, si los Jets se quedaron es porque no tuvieron la capacidad o la iniciativa para salir adelante.

Esta curiosidad por dinámicas de poder ignoradas en el pasado se extiende, no sin sus límites, a la realización misma de la película. Como la Amor sin barreras original, ésta también es un producto de su tiempo, en este caso de un Hollywood posterior a #MeToo y a las llamadas a una mayor participación de minorías raciales en la industria. Los puertorriqueños pasan de ser interpretados por actores de piel clara con maquillaje café a un nutrido elenco secundario de latinos. Abundan los diálogos en español; aunque estos principalmente están ahí para añadir sabor superficial y no contienen información relevante para la trama que no aparezca de otra forma, hay un momento que alude a la discriminación de los latinos de piel clara hacia los latinos de piel oscura. Rita Moreno, quien interpretó a Anita en la película anterior, regresa en un papel importante, originalmente concebido para un hombre blanco, que le permite a la película explorar de manera menos tensa la convivencia entre blancos y puertorriqueños. Algo similar puede decirse de la forma en que la película aborda el género. Una escena que involucra un intento de violación es modificada para sugerir una simpatía de una mujer blanca a una puertorriqueña que va más allá de los pleitos de los hombres.

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Al centro de Amor sin barreras, en el ojo de la tormenta, están Tony (Ansel Elgort) y Maria (Rachel Zegler): él un miembro fundador de los Jets que quiere dejar esta vida después de estar en la cárcel, ella la hermana menor del líder de los Sharks Bernardo (David Alvarez). Tony y Maria se conocen durante un baile y es amor a primera vista, pero saben que su amor no puede ser por los pleitos que los circundan–el musical, después de todo, está basado en Romeo y Julieta. Zegler, en su debut cinematográfico, acierta las emociones de María y es de hecho la única mitad de la pareja que contribuye la energía y carisma necesarios para hacer funcionar el romance. Elgort, por su parte, se muestra tieso y monótono.

Es una bendición entonces que la película use todos los trucos a su alcance para completar la ilusión. Janusz Kamiński, el cinefotógrafo de cabecera de Spielberg desde La lista de Schindler, reinterpreta el mundo del musical con sus sellos característicos. La iluminación dura y los destellos en el lente contribuyen cierto realismo, esa sensación de falta de control de los elementos, pero en momentos precisos se vuelven efectos visuales por su cuenta. En el primer baile de Tony y María, mientras las sombras disfrazan sus rostros, los destellos les dan un brillo particular, electrizante e irreal.

La dirección de Spielberg encuentra un balance perfecto entre la fantasía de un musical romántico del Hollywood clásico y el realismo callejero que sus temas de violencia y racismo parecen exigir. El guion de Kushner conserva las canciones clásicas pero encuentra nuevas formas de incorporarlas a la historia, liberando a Spielberg para reinterpretarlos con sus singulares talentos. El mejor de ellos es quizá “Cool”, en el que Tony y su mejor amigo Riff (Mike Faist, otro actor relativamente desconocido que resulta una absoluta revelación) se pelean por una pistola en unos muelles abandonados, pues es el que mejor aprovecha el trasfondo de Spielberg en el cine de acción.

Parece increíble que como director a Spielberg le haya tomado tanto involucrarse en un musical, pues sus talentos se adecúan perfectamente al género: pocos de sus contemporáneos saben encuadrar para la pantalla panorámica, mostrar la acción no solo con claridad y cortar con dinamismo tan bien como él. Aquí no solo para presume la destreza y vigor de los intérpretes y los números, los complementa con ese valor añadido que solo se puede encontrar en el medio del cine. Si su versión de Amor sin barreras no es necesariamente una obra maestra, es visiblemente la obra de un maestro.


★★★★