En México, las salas de cine se encuentran abiertas de nuevo, pero la contingencia sanitaria por COVID-19 continúa. Si deciden ver Spencer, o cualquier película en cines, asegúrense de seguir las recomendaciones de higiene y seguridad pertinentes.
(Spencer; Pablo Larraín, 2022)
El recuerdo de la Princesa Diana estará para siempre ligado a su trágica muerte resultado de un accidente automovilístico el 30 de agosto de 1997. Cuesta creer que, en los años que estuvo casada con el Príncipe Carlos, de 1981 hasta su separación en 1992 y su divorcio en 1996, su vida parecía determinada por las convenciones de la corona británica. Su ascenso a la posición de reina consorte, su transformación en la clase de símbolo que la Reina Isabel II continúa siendo hasta la fecha, parecía inevitable. Aunque esta no fue su vida, y aunque su activismo y su estatus como ícono de la moda, le ayudaron a escapar el ser encajonada por sus conexiones reales, a Diana todavía la rodea cierta fascinación y mitología que parcialmente borra su humanidad.
La mayoría de las dramatizaciones de la vida de Diana han sido películas o documentales para la televisión, congruente con un personaje que constantemente fue blanco de la prensa amarillista (en pocos lugares tan grande como lo es en el Reino Unido). En el cine, la muerte de Diana y los eventos que le siguieron fueron dramatizados desde la perspectiva de la Reina Isabel II en La reina de Stephen Frears, estrenada en 2006. Diana, el secreto de una princesa de 2013, dirigida por Oliver Hirschbiegel y protagonizada por Naomi Watts, se enfocó en su romance con el doctor Hasnat Khan y su labor humanitaria.
Spencer, del director chileno Pablo Larraín, es el más reciente de muchos intentos de reconstruir la vida de Diana para la pantalla. Lo que la distingue es una bienvenida distancia de los momentos más notorios o escandalosos de su vida, prefiriendo concentrarse en un periodo de tres relativamente poco notables días; con ella mayormente aislada de los reflectores, pero no pudiendo escapar de ellos totalmente. Es un retrato humano e íntimo de una figura pública, paradójicamente porque abraza su potencial como personaje de ficción. Los eventos son tan personales que solo parecen accesibles a través de la imaginación del guionista Steven Knight, quien en su elección de qué mostrar parece guiado menos por lo comprobable que por su impacto metafórico. Los eventos transcurren con el brillo de la fantasía, una bien delineada fábula sobre la añoranza de la libertad y del verdadero hogar.
Spencer se ambienta durante las fiestas de Navidad en el palacio rural de Sandringham, segunda residencia de la familia real, y desde el principio vemos el complicado protocolo que involucra la celebración. Soldados del ejército británico llegan al lugar, inspeccionándolo cuidadosamente y dejando una serie de ominosas cajas que resultan contener los alimentos que se consumirán durante su estancia. El tono militar es continuado por Darren McGrady (Sean Harris), el chef real, quien se dirige a sus subordinados con el tono y urgencia de un general. La familia real y sus demás empleados llegan poco a poco. Diana (Kristen Stewart), esposa del príncipe Carlos (Jack Farthing) y por extensión Princesa de Gales, decide manejar por su cuenta y termina llegando tarde. Dice que se perdió en el camino, aunque uno puede advertir que en el fondo no tiene muchas ganas de estar ahí.

Diana tiene sus motivos. Está segura de que la familia real no tiene buena opinión de ella y le molesta la atención y el escrutinio mediático que invita. Su relación con Carlos sufre como consecuencia de la reciente aventura de él con Camilla Parker Bowles. Cuando finalmente llega a la residencia es recibida por Alistair Gregory (Timothy Spall), un veterano del ejército británico y encargado de la seguridad, que insiste que se pese en una báscula antes de la anticipada comilona cómo “un poco de diversión”, un gesto de sutil crueldad considerando los trastornos alimenticios de Diana.
Spencer escarba debajo de la fantasía romántica de la realeza británica y encuentra a una mujer obligada a entregarse totalmente al ritual y al simbolismo, sin permiso de ser vulnerable. Donde cada imperfección ha de interpretarse como el capricho de una mujer loca o un insulto calculado a la institución de la corona. Diana está encerrada en una casa donde todo lo que ha de vestir, comer y hacer, ya ha sido determinado. Donde cada uno de sus movimientos está siendo observado y escudriñado por el personal de la corona y por la prensa. Y donde para colmo, hace mucho frío. Ese sutil sentimiento de incomodidad es amplificado por la música de Jonny Greenwood, que alterna entre elegantes pero minimalistas piezas para piano y cuerdas, con ritmos irregulares que sugieren algo fuera de lugar, y un jazz vagamente misterioso–un ambiente que es roto con propósito por el uso de “All I Need is a Miracle” de Mike & the Mechanics cerca del final.
Su única compañía y consuelo son sus hijos, los príncipes William (Jack Nielen) y Harry (Freddie Spry), y Maggie (Sally Hawkins), su vestuarista y confidente. La Reina Isabel II (Stella Gonet) aparece más como un monumento que como su suegra, con su porte de acero parece siempre mirar hacia abajo para dirigirse a ella. Los empleados, como McGrady y Gregory hacen en momentos clave, ofrecen un oído paciente, revelan buenas intenciones, pero también una resistencia a verla como una persona de verdad. Están dedicados a complacerla y protegerla, pero como una extensión ideológica de la institución que es el Reino Unido.
Spencer tiene paralelos superficiales con una película anterior de Larraín. Como Jackie de 2017, es una cinta biográfica sobre una mujer cercana al poder (pero con poco propio, comparativamente hablando), obligada a lidiar con una crisis personal mientras cada uno de sus movimientos es observado por lo que se siente como el mundo entero. Ambas están fotografiadas mayormente en celuloide de 16 mm, Spencer en particular por Claire Mathon, quien hizo previamente Retrato de una mujer en llamas y le da un poco de esa misma cualidad fantasmagórica de aislación y encierro. Un personaje recurrente por demás inusual es Ana Bolena (Amy Manson), quien fuera la esposa del Rey Enrique VIII y de quien Diana parece tener visiones, quizá porque se ve en un rol similar: compartiendo intimidad con una de las familias más poderosas del mundo y en igual peligro de ser descartada el momento en que se convierte en un estorbo.

Mathon y Larraín encuentran sus encuadres con precisión y propósito: preciosos planos generales en los que sus sujetos se ven empequeñecidos por la monumentalidad e historia contenida en las paredes del palacio, así como primeros planos de Diana que se acercan a ella con claustrofóbica incomodidad, apropiado para una mujer que al mismo tiempo se siente sola y vigilada. Hay un aire de Kubrick en la realización de la película. La iluminación y los escenarios de época vagamente recuerdan a Barry Lyndon, pero el ambiente opresivo del palacio, así como un plano secuencia por sus vacíos interiores y un corte abrupto entre la imaginación de Diana y la realidad, me hicieron pensar en El Resplandor y su Hotel Overlook.
Spencer no es un relato muy grato de la realeza británica. La escena que más humaniza a Carlos permite comprenderlo como una víctima de la misma trampa que absorbe a Diana pero no hace mucho para volverlo más simpático. Al mismo tiempo, cualquier crítica puntual hacia la corona resulta secundaria o incidental a un sincero intento de explorar cómo el peso de una institución atrapa a una mujer y las formas en que ella trata de adaptarse y finalmente liberarse de ella.
Hablé poco sobre la actuación de Stewart. Es efectivamente la labor más impresionante de una actriz que ha demostrado un legítimo interés en explorar las distintas avenidas creativas que su éxito inicial le ha permitido. Su transformación es excelente, sus manierismos y gestos lo demuestran. Ella habita el rol con confianza, menos porque es congruente con la Princesa Diana de la vida real que con las emociones de fondo de la película. Si es difícil señalarla en particular es porque Spencer, en contraste con otras películas biográficas, no parece diseñada exclusivamente para que ella brille. Es uno más de los tan bien elegidos componentes al servicio de una visión más grande. Spencer no está obligada a la imagen de su estrella o de su personaje principal. Las trasciende y habla por sí misma.