(Apollo 10½: A Space Age Childhood; Richard Linklater, 2022)

En papel, Apolo 10½: Una infancia espacial es la película más Richard Linklater que Richard Linklater ha hecho. Tiene una premisa simpática que recuerda sus trabajos más comerciales como Escuela de Rock y el remake de Los osos de la mala suerte. Está hecha con rotoscopía digital, una técnica de animación que utilizó en Despertando a la vida y Una mirada a la oscuridad. Y en su corazón es sobre la vida diaria y el crecer en un rincón muy específico de Texas, cosa que comparte con Rebeldes y confundidos y Boyhood: Momentos de una vida. No obstante, la mezcla no terminar de cuajar, menos porque los elementos son dispares sino porque Linklater no parece tan dedicado como en otras películas a lo que nos muestra, ni tampoco logra hacer algo particularmente trascendental con los elementos.

Corre el año de 1969 y Stanley (Milo Coy) lleva una vida normal como la de sus tantos compañeros de su primaria en un suburbio de Houston. Esto hasta que dos agentes de la NASA (Zachary Levi y Glen Powell) llegan a pedir su ayuda en una misión muy inusual. La agencia, sumida en su misión de llegar a la luna antes que los rusos, ha construido el módulo de aterrizaje demasiado pequeño y necesitan de un niño que sirva como piloto de pruebas antes de la misión oficial y decisiva del Apolo 11. Los reconocimientos escolares de Stan les hacen pensar que él es el indicado.

Esto, por supuesto, es una invención de la película. E incluso dentro de su mundo es tratado con ambigüedad y pronto hecho a un lado en favor de una extensa digresión que detalla la infancia de Stan. La voz de Jack Black como el Stan adulto nos cuenta episodios domésticos de su vida en una familia compuesta por sus hermanos y hermanas, su madre ama de casa y su padre que trabaja encargado de logística interna en la NASA. También alude a fenómenos sociales de gran alance como la Guerra Fria, la lucha por los derechos civiles y la suburbanización de Estados Unidos.

Apolo 10½ evita romantizar de más el pasado. La voz de Black, que describe exactamente lo que pasa constantemente, genera la distancia necesaria para contrarrestar el sentimentalismo. Anécdotas y recuerdos son presentados de manera directa y sobria, sin un intento de engrandecer o glorificar el haber crecido en Estados Unidos en un rincón y tiempo relativamente próspero y privilegiado. La película no obstante construye un punto de vista muy específico. Al centro de todo esto está la llamada era espacial: el espíritu de optimismo derivado de los primeros viajes tripulados al espacio exterior. La carrera espacial entre las potencias mundiales de Estados Unidos y la Unión Soviética permeaba la vida diaria: en la arquitectura googie de los recién construidos mercados y las innovaciones de ingeniería y tecnología del recién construido Astrodome de Houston.

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La estructura de la película es más ensayística que dramática. La reconstrucción de los hábitos diarios de la familia es particularmente rigurosa: los alimentos que preparaban en la semana, los relatos de teorías de conspiración de una de sus abuelas y los juegos que jugaban en la escuela son descritos con una abrumadora cantidad de detalle. Todo fluye de manera más lógica que poética, cosa que sugiere la mente de un niño más interesado en las matemáticas y en las ciencias que en sus sentimientos, dotado de la capacidad de enlistar exhaustivamente de sus recuerdos más importantes, pero no de la de explicar por qué.

A través del recuerdo, aparecen ciertas grietas que la inclinan a la complejidad. Alusiones a la Guerra de Vietnam y los asesinatos de líderes de los derechos civiles, así como los hábitos de su familia para ahorrar dinero, son claras señales de que, a pesar del poderoso optimismo que imperaba, el periodo no era tan próspero para la familia de Stan ni para el resto del mundo. Hay cosas que el mismo Stan se cuestiona desde pequeño y en retrospectiva, como el que sus padres decidan enviar las sobras de su comida a los niños hambrientos de Vietnam al mismo tiempo que técnicamente pertenecen al país enemigo, o costumbres peligrosas como subirse a la parte trasera de un pick-up que conduce por la carretera. Incidentes casuales, como un empleado de un parque de diversiones que fuma parcialmente en su disfraz, son acentos cómicos que desinflan la burbuja de ilusiones comerciales que sostenían el pensar de la época.

Termina siendo un poco frustrante cómo todo esto no lleva a mucho más. La infancia de Stan es recreada con riqueza y detalle, pero termina abrumando el tiempo de duración con trivialidades–es casi cuarenta minutos después que la película finalmente regresa a su gancho original. Secuencias como la en que nombra los programas de televisión de la época, desde éxitos como Misión: Imposible y Sombras tenebrosas a otros que no duraron más de una temporada pero que encarnan el espíritu de exploración que termina cautivando a Stan, se sienten como intentos de rellenar el tiempo.

Su formato libera a Apolo 10½: Una infancia espacial de una trama lineal y trillada, pero también hace que los recuerdos infantiles que son su núcleo pierdan la espontaneidad y emoción de la vida real. Es como si estuviera más preocupada en ser exhaustiva que en la emoción o el significado. Las casuales observaciones humanas que hacen al cine de Linklater tan especial son reducidas a un largo monólogo expositivo. Es claro que él tenía mucho más en mente que una comedia infantil: su final encapsula cómo eventos históricos como la misión del Apolo 11 podían sentirse como logros universales de los que hasta el niño más pequeño podía sentirse parte, pero también como la memoria nos traiciona. La gran película que Linklater quería hacer está ahí en alguna parte, y se asoma ocasionalmente.


★★★


Apolo 10½: Una infancia espacial está disponible vía streaming en Netflix.