En México, las salas de cine se encuentran abiertas de nuevo, pero la contingencia sanitaria por COVID-19 continúa. Si deciden ver Top Gun: Maverick o cualquier película en cines, asegúrense de seguir las recomendaciones de higiene y seguridad pertinentes.
(Top Gun: Maverick; Joseph Kosinski, 2022)
Es un tanto hiperbólico (pero no del todo infundado) decir que Tom Cruise es nuestra última verdadera estrella de cine. En un Hollywood en el que las marcas son más grandes que la personalidad de sus actores, Cruise ha sabido mejor que ninguno cómo seguirse vendiendo como su propia marca. Pero es una marca que pocas veces da por sentado; a pesar de tropiezos recientes como La momia y Jack Reacher: Sin regreso, el nombre de Tom Cruise sigue sintiéndose como un sello de calidad, una garantía de los placeres del cine de una generación pasada. Cruise respeta el medio y a su público. En sus mejores vehículos estelares se ve esa determinación a seguir enganchando con historias familiares pero bien contadas y crear espectáculos asombrosos, aun si ello significa ponerse a sí mismo en situaciones de vida o muerte. Solo así ha logrado mantenerse relevante por casi 40 años.
Top Gun: Pasión y gloria de 1986 es una de las piedras angulares de su carrera. Aquella que lo encaminó de un rentable actor protagónico al fenómeno que es ahora. El primer ejemplo de lo que el crítico Roger Ebert llamó como la “Película de Tom Cruise”. Cruise, entonces de unos 23 años, hacía de un piloto que arrogantemente se abría paso por la más prestigiosa academia de aviación de Estados Unidos para eventualmente madurar y superarse a través de la adversidad y la tragedia. Pocos dirían que Top Gun tenía un gran guion. Mucha de su duración se le dedica a un romance que no termina de convencer, entre otros clichés. La “elevan” sus espectaculares secuencias de combate aéreo, que el director Tony Scott capturó con un ojo a la proeza de los pilotos y montó con momentos de brillante tensión.
Top Gun: Maverick llega 36 años después y es un producto extraño y casi milagroso: una secuela tardía que supera con creces a su predecesor, rescatando el potencial que había originalmente y haciéndole un honroso homenaje, al mismo tiempo que juega con la distancia y el paso del tiempo para convertirse en algo completamente diferente. Una película que usa la nostalgia, no para jugar con la parte del cerebro que se emociona cuando ve algo que reconoce, sino como pieza clave de una historia que se sostiene por sí sola. Tener la película original fresca en la memoria enriquece la experiencia, pero no es esencial.

Hace tiempo que el mismo Cruise es más grande que sus personajes. No es difícil leer a esta encarnación del capitán Pete Mitchell “Maverick” como un comentario sobre el estado actual de la estrella, una contribución deliberada a su propia mitología. Décadas después de graduarse dentro de los mejores de su clase en la academia de aviación de la marina estadounidense (“Top Gun”, coloquialmente), Maverick vuela como piloto de pruebas en un avión experimental que busca superar la barrera del Mach 10. Él, como Cruise, es una anomalía del pasado, constantemente obligado a probar su valía en un mundo que preferiría dejarlo atrás. El programa al que pertenece está por ser cancelado por órdenes del almirante Cain (Ed Harris), un firme promotor de las aeronaves no tripuladas o drones. ¿Hemos de leer el remplazo del humano por la tecnología como un comentario sobre las películas que cada vez más abruman a sus estrellas con efectos computarizados? La analogía puede ser forzada, pero es divertida.
Cain considera sacar a Maverick de los aires (quitándole su único propósito), después de que éste supera la meta por dos décimas pero termina estrellando el prototipo. Pero al último momento decide enviarlo de vuelta a San Diego para entrenar a los graduados de Top Gun para una misión muy delicada para contrarrestar la amenaza de un país no alineado–éste nunca es nombrado, una decisión que alude al fragmentado orden político de después de la Guerra Fría, aunque quizá busca no ofender a los ahora tan importantes mercados cinematográficos extranjeros. Esto termina por volver a Maverick una película un tanto más apolítica que su predecesor. El ejército estadounidense está aquí al servicio de Tom Cruise, no al revés; Maverick no es propaganda militar, es propaganda para Tom Cruise.
La misión consiste en destruir una planta de enriquecimiento de uranio para usarse presuntamente en armas nucleares. La planta se encuentra en un pequeño valle rodeado por escarpadas montañas, lo que implica súbitos ascensos y descensos. Está protegida por misiles antiaéreos, por lo que la única forma de llegar es serpenteando a través de un cañón. Cazas de quinta generación, que superan técnicamente a sus F-18, actúan como patrullas, por lo que la velocidad es igualmente esencial.
El primer gran acierto de la película es construir su historia alrededor de la misión. Su drama interpersonal y los entrenamientos se ven enriquecidos por esto; Maverick tiene da una urgencia y suspenso que estaban ausentes en su más casual predecesor. Como en las secuencias de acción de Misión: Imposible, una mirada detallada a los componentes y todo lo que puede salir mal–en las palabras del vicealmirante Beau «Cyclone» Simpson (Jon Hamm) y el contraalmirante Solomon «Warlock» Bates (Charles Parnell), su éxito requiere cometer dos milagros sucesivos–aumenta la sensación de realismo y culmina en un clímax de insoportable tensión.

Los pilotos mismos representan una dificultad más. A pesar de que su experiencia no sale del ambiente controlado de la academia, han dejado que el reconocimiento se le suba a la cabeza; algunos como “Hangman” (Glen Powell), son tanto o más arrogantes que Maverick en su juventud. Pero para Maverick lo más difícil está, no en el terreno de lo profesional sino en el de lo personal. Bradley “Rooster” Bradshaw (Miles Teller) es hijo de “Goose”, compañero y mejor amigo de Maverick, cuya muerte en una eyección fallida fue el punto emocional más bajo de la película original. Con su delgado bigote y su cabello castaño claro, Rooster es la viva encarnación de Goose. En su primer encuentro con él, Maverick lo ve cantar “Great Balls of Fire” de Jerry Lee Lewis, como hiciera también su padre. Rooster es un recordatorio de una tragedia por la que Maverick se siente responsable a pesar de que fue exonerado. Pero su instinto y su promesa de protegerlo del peligro chocan con la urgencia de la misión y las propias aspiraciones del muchacho. Es un conflicto simple pero que basta para sostener la película.
La muerte y los estragos del tiempo son temas recurrentes en Maverick, como también lo son en su historia de producción. La película está dedicada a Tony Scott, director de la película original y con quien Cruise llevaba tiempo desarrollando la secuela antes de su suicidio en 2012. Y Val Kilmer, quien interpretó a Tom “Iceman” Kazansky, rival y después amigo de Maverick, regresa brevemente a pesar del cáncer de garganta que limitó su capacidad para hablar. La película más o menos convierte esta limitación en un punto a su favor; Iceman se comunica a través de texto en una computadora, frases vagas pero contundentes, que llenan la pantalla. Al cortar de vuelta a ellas, refuerzan cómo pesan en la conciencia de Maverick.
Pero el tono solemne nunca evita que Maverick se convierta en una impresionante película de acción, con ese realismo y compromiso que caracterizan una película de Tom Cruise moderna. Las secuencias de entrenamiento son enormemente entretenidas porque las personalidades de los pilotos se complementan genialmente con las acrobacias aéreas. Sería imposible hacer una película de esta escala sin efectos visuales, pero Maverick hace lo más que se puede con aviones de verdad. Las cámaras capturan a sus actores en cabinas reales, así como el cielo y los paisajes a su alrededor; las estrechas vueltas y sus reacciones a ellas. Cruise continúa operando bajo la idea de que esta inmediatez no tiene sustituto.

A la efectividad de la película contribuye por supuesto, la mano del director Joseph Kosinski, quien evoca el enérgico estilo de Scott sin hacer una copia al carbón o aferrarse demasiado a él. Cambios bruscos en la mezcla de sonido que hacen énfasis la potencia de los motores, planos abiertos que empequeñecen a las aeronaves o las convierten en figuras abstractas crean un sentido de peligro y humildad. El espíritu de la primera Top Gun está presente, pero también es acompañado de un reconocimiento de las décadas que han pasado y el efecto que han tenido en sus personajes y el mundo que los rodea. El director de fotografía Claudio Miranda construye una majestuosidad a través de la quietud de la cámara, convierte a Maverick en una figura tan icónica como vulnerable a la edad.
Como en la primera Top Gun, el romance es el elemento más flojo. Jennifer Connelly aparece como Penny Benjamin (nombre que algunos podrán reconocer como un romance juvenil de Maverick, hija de un almirante). Y se podría decir que el final se extiende y complica demasiado, una excusa para poner a Maverick en el asiento de un F-14 como el que voló en la película original. Pero digo flojo como un término relativo, son solo las partes menos brillantes de una película brillante. Su relación con Penny está llena de química y la ternura de ver a estos dos cincuentones comportándose como adolescentes enamorados. Y porque su desenlace, además de ser el tenso combate aeronave contra aeronave prometido desde el principio, estrecha el vínculo entre Maverick y Rooster de manera emotiva y potente.
Uno siente Cruise define su carrera por las mismas razones que los astronautas van a la luna o porque los alpinistas trepan el Everest. ¿Por qué escalar el Burj Khalifa, el edificio más alto del mundo? ¿Por qué colgarse de un avión en movimiento? ¿Por qué hacer una secuela a Top Gun más de treinta años después de su estreno? Porque está ahí, porque se puede, porque es difícil. Top Gun: Maverick demuestra que, ante cualquier proeza cinematográfica que pongan en su camino, Tom Cruise todavía puede. La sala de cine es un mejor lugar por él.