En México, las salas de cine se encuentran abiertas de nuevo, pero la contingencia sanitaria por COVID-19 continúa. Si deciden ver Thor: Amor y trueno o cualquier película en cines, asegúrense de seguir las recomendaciones de higiene y seguridad pertinentes.
(Thor: Love & Thunder; Taika Waititi, 2022)
Para bien o para mal, la irreverencia siempre ha sido una de las principales herramientas de Taika Waititi. Es algo que se esperaría en películas explícitamente paródicas, como el falso documental Entrevista con unos vampiros (codirigido con Jemaine Clement), pero al que recurre también en lugares menos anticipados. En su comedia/drama ganador del Oscar Jojo Rabbit, el dictador Adolf Hitler aparece interpretado por el mismo Waititi como el amigo imaginario de un niño alemán. Y en Thor; Ragnarok, su primera película de gran presupuesto, el dios del trueno de Marvel es revitalizado después de dos tibias películas al convertirse en una boba y adorable montaña de músculos.
Waititi regresa a la silla del director para Thor: Amor y trueno, aunque su toque ahora se siente, menos como irreverencia y más como indiferencia y hostilidad hacia el público. Amor y trueno es una película que solo amplifica problemas que el Universo Cinematográfico de Marvel viene arrastrando desde hace tiempo, que no desperdicia la menor oportunidad para romper la tensión o el drama con el humor más flojo y bobo. Esto, al mismo tiempo que presuntamente trata de abordar temas más serios, específicamente la pérdida de seres queridos y la fe en entes divinos.
Thor: Amor y trueno empieza con algo que se ve pocas veces en el MCU: una imagen bella y evocativa. Una sombra que flota sobre las fisuras de un desierto nos cuenta de la ausencia y carencia que inspiran la maldad de su villano, así como el lugar de dónde deriva su poder. Éste es Gorr (Christian Bale, entretenido en un papel donde no encuentra emoción que no pueda exagerar), el último creyente del dios Rapu, vagando por un yermo interminable en busca de salvación. Este prólogo explica su rencor ante la crueldad e indiferencia de los dioses y su eventual deseo de exterminarlos. Pero dese el principio, a Waititi se le pasa la mano. El tono solemne creado por la muerte de su hija es roto por la aparición de Rapu (Jonathan Brugh, de What We Do In the Shadows en el primero de muchos disfraces sosos que pasan por personajes) literalmente burlándose de él antes de que Gorr termine matándolo con una espada encantada.

Los clichés de Marvel, como apariciones superfluas de personajes de otras películas y una trama que gira alrededor de objetos con nombres estúpidos, no tardan en llegar. Thor (Chris Hemsworth), otrora soberano del reino cósmico de Asgard, se encuentra resguardando la galaxia con sus amigos los Guardianes de la Galaxia (de las películas de Los guardianes de la galaxia) cuando una señal de auxilio lo obliga a regresar a Nuevo Asgard, la pequeña colonia terrestre donde se han establecido los sobrevivientes de su mundo natal. El “humor” de Waititi reaparece en el reciclaje de un chiste de Ragnarok en el que Matt Damon, Luke Hemsworth, Sam Neill recrean eventos de películas anteriores; Nuevo Asgard también se ha convertido en un banal destino turístico y Valquiria (Tessa Thompson), su actual reina, hace comerciales de Old Spice (siendo que el arma de Thor es ahora un hacha, ¿no sería más gracioso que fueran de Axe?).
Gorr ha secuestrado a los niños de Nuevo Asgard y los ha desterrado al Reino de las Sombras (D.E.P. Kazuki Takahashi) para tenderle una trampa a Thor. Para rescatarlos, Thor recurre a la ayuda de Valquiria y su exnovia la astrofísica Jane Foster (Natalie Portman). Jane ha sido diagnosticada con cáncer terminal, pero gracias a los poderes de Mjolnir, el viejo martillo de Thor, se mantiene con vida y se convierte en la Poderosa Thor y básicamente tiene los mismos poderes que el Thor original. Los acompaña también Korg, una criatura de piedra caracterizada por el mismo Waititi, ahora ascendido, no solo a secuaz de tiempo completo de Thor pero también a narrador de la película.
Es una historia con potencial emotivo para una sólida película de superhéroes, pero al guion de Waititi y Jennifer Kaytin Robinson constantemente se le van las cabras al monte. En lugar de ahondar en los motivos o matices de su villano, o en los sentimientos encontrados del rencuentro de Jane y Thor, Amor y trueno dedica parte sustancial a un callejón sin salida narrativo donde sus chistes finalmente tocan el fondo del barril. Buscando ayuda de otros dioses, Thor y compañía tienen una audiencia con el líder del panteón griego Zeus (Russell Crowe, con un acento ridículo, pero por lo menos parece estársela pasando bien) quien, entre otras cosas, lo desnuda ante a una galería de sus súbditos,–en uno de tantos escenarios digitales tan monumental e infinito como frío y estéril–poco más que disfraces burlones de otras culturas, antes de irse sin haber logrado mucho más que robarse un rayo mágico.
Se puede suponer la pertinencia de esta secuencia: parece comprobar la indiferencia divina que motiva a Gorr, y resalta el heroísmo de Thor al salirse de este molde, pero la película se apura demasiado, nunca permitiendo que esta conclusión pese en la mente de sus personajes o de nosotros como público. Amor y trueno se conforma con hacer referencia a sus beats dramáticos, en lugar de dramatizarlos de verdad. Más o menos cobra vida solo cuando recurre a los viejos éxitos de Guns N’ Roses para darle un pulso a sus escenas de acción.

Esta determinación por dar menos que lo mínimo se extiende a su representación bisexual y gay, limitada a los personajes de Valquiria y Korg, en gestos que fácilmente pasan desapercibidos (es solo al momento de sugerir una sexualidad no convencional para sus personajes que estas películas se atreven a ser ser sutiles o ambiguas) o con la invención de la anatomía de una criatura extraterrestre. Son migajas simbólicas distanciadas de cualquier experiencia humana significativa, suficientes para cumplir una cuota arbitraria sin tentar la censura o la controversia–mas la palabra “orgía” aparece por lo menos tres veces. No es nada nuevo para Marvel, pero sería más excusable si su director no insistiera en describir a la película como “¡Súper gay!”.
Amor y trueno sugiere que Martin Scorsese estaba siendo generoso cuando comparó al MCU con los parques de atracción. Haciendo a un lado el vacuo comercialismo, los parques de atracciones son capaces de provocar emociones superficiales pero fuertes a través de la velocidad, los movimientos bruscos, y ocasionalmente la atmósfera y la inmersión. Si existe un ideal platónico del cine como parque de atracción éste es quizá Los cazadores del arca perdida, la primera y todavía la mejor aventura de Indiana Jones, donde Steven Spielberg aprovechó las herramientas del suspenso y la acción para crear un constante flujo de memorables y deleitantes secuencias–franquicias cinematográficas que mejor representan este espíritu son Misión: Imposible o incluso Rápido y furioso, así como la tardía secuela Top Gun: Maverick.
Hubo un tiempo en el que esto pudo ser verdad para Marvel. El clímax de Avengers: Los vengadores fue un apto escaparate para los asombrosos poderes de sus varios héroes y a ratos tradujo efectivamente el asombro y el color de la acción de los cómics a la pantalla grande. Pero la verdadera fortaleza de Marvel, particularmente de su primera fase, nunca fue este tipo de espectáculo; fueron las caracterizaciones y los intercambios verbales entre sus personajes. El videoensayista Patrick Willems describe cómo la serie pasó de seguir el modelo de Joss Whedon, quien a pesar de sus irritantes caprichos como guionista de vez en cuando parecía entender lo que implicaba montar un buen espectáculo, al de los hermanos Anthony y Joe Russo, quienes terminaron por convertir a la saga en comedias situacionales en las que la pirotecnia de efectos visuales pasaba a segundo plano. Esto alcanzó su más vergonzosa expresión en Pantera Negra, una película críticamente aclamada por su temática y diseño de producción, pero ridiculizada casi universalmente por su ridícula y floja batalla final.

Marvel es, de alguna manera, víctima de su propio éxito. Su ambicioso proyecto de un universo compartido como el de los cómics se ha convertido en un incesante flujo de producto y ha hecho al estudio en el mayor empleador de la industria de los efectos visuales. Un artículo de Vulture, escrito por un artista de efectos visuales anónimo, describe las horribles condiciones creadas por esta dinámica desigual: estudios compitiendo entre sí, vendiendo su trabajo por los suelos con tal de asegurar contratos con Marvel, lo que resulta en proyectos faltos de personal pero forzado a complacer con tal de evitar un lugar en su lista negra. Es una ventaja que Marvel aprovecha para extraer aún más (si no necesariamente mejor) trabajo: exigiendo previsualizaciones completas desde el principio para directores con poca experiencia en efectos visuales, o solicitando cambios drásticos a pocos meses del estreno de sus películas.
Es una receta para el desastre, que resulta en la explotación de un sector productivo del cine cuyas protecciones laborales contrastan radicalmente con su importancia (los artistas de efectos visuales no están sindicalizados como otros campos, a pesar de que su trabajo compone una abrumadora mayoría de algunas de las películas de mayor recaudación) además de que resulta activamente en peores películas: ambientes y mundos incompletos y vacíos, con actores incómodamente integrados, incongruencias con la física y paletas de colores turbias y grises para esconder imperfecciones. Las películas de gran presupuesto de los noventa y la primera década de los años 2000 solían ser criticadas como espectáculos de efectos visuales con poca historia. El MCU ahora ni siquiera puede presumir esto. Y esto parece tener poca importancia para su bienestar financiero, pues el público sigue saturando las salas cada que se estrena una de sus películas. Marvel ha llegado a ese lugar al que aspiran tantas compañías (Netflix, por ejemplo): después de invertir masivamente en la disrupción de un mercado, llega el momento de sistemáticamente reducir la calidad del producto para estrujar mayores ganancias. Thor: Amor y trueno es cuando el espectáculo y las caracterizaciones fallan por completo. No creo que Marvel haya creado un producto peor.