En México, las salas de cine se encuentran abiertas de nuevo, pero la contingencia sanitaria por COVID-19 continúa. Si deciden ver Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades o cualquier película en cines, asegúrense de seguir las recomendaciones de higiene y seguridad pertinentes.
(Alejandro G. Iñárritu, 2022)
Creo que la mayoría de quienes crecemos en México, o en cualquier país con una historia nacional más o menos estable y coherente, venimos a aceptar a nuestro país como una inmovilidad; una unidad completa que, si bien no siempre estuvo ahí (es difícil negar la importancia de los mitos fundacionales), su inexistencia no podemos concebir. Sentimos que algo nos une al resto de las personas que habitan estas fronteras arbitrarias, definidas por distintos motivos políticos hace ya más de cien años. Que eventos tan distantes como la conquista española y la “venta” del territorio norte a Estados Unidos, de alguna manera definen nuestra identidad colectiva. Que una metrópolis como la Ciudad de México nos representa a todos, aun cuando el norte sea más cercano a Estados Unidos y el sur más cercano a Centroamérica.
El mito de México puede hacernos ignorar las contradicciones y divisiones que persisten hoy en día. “México no es racista, es clasista” podemos decir con vano orgullo cuando nos comparamos con nuestros vecinos del norte, ignorando que la discriminación y la pobreza afectan desproporcionadamente a la gente de rasgos indígenas, cuyas propias culturas han tratado ser borradas por medio ideología y la violencia, y que esa idea de unión nacional está finalmente al servicio de la concentración del poder. Podemos llegar a una edad en la que cuestionamos todo esto, pero tantos de sus símbolos (el himno nacional y la bandera, pero también la comida, la música, el cine, etc.) nos seguirán despertando emociones.
Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades es una película cuyo estatus de mexicana se puede debatir. Es una anomalía dentro de la industria del cine nacional en que, como Roma de Alfonso Cuarón, fue posible solo por la inversión multimillonaria del gigante estadounidense del streaming Netflix. Es también la obra de un director que, si bien es mexicano, llevaba tiempo haciendo películas exclusivamente en Hollywood. Ambas películas costaron una cantidad mínima para el cine comercial estadounidense, pero son superproducciones para los nuestros estándares.

No obstante, no se puede negar que Bardo es una película sobre México. Tampoco que Bardo es una película sobre Alejandro G. Iñárritu, además de una película de Alejandro G. Iñárritu. Su protagonista puede no tener su nombre, pero los paralelos son inescapables. Iñárritu y el coguionista Nicolás Giacobone han ideado a Silverio Gama (Daniel Giménez Cacho), un director de cine que nació e hizo sus primeros trabajos importantes en México, antes de mudarse a Los Ángeles, donde ha vivido con su esposa Lucía (Gabriela Siciliani) y han crecido su hija Camila (Ximena Lamadrid) y su hijo Lorenzo (Íker Sánchez Solano). Una importante diferencia: a diferencia de Iñárritu, Gama es un documentalista y periodista, sutilmente desterrado por incomodar al régimen en turno. Este cambio de profesión puede leerse cínicamente como Iñárritu jactándose de su capacidad de decir verdades incómodas, o generosamente como una forma de que su comentario social aparezca de manera más orgánica en su narrativa.
Al inicio de Bardo, Silverio regresa a Ciudad de México a arreglar varios asuntos antes de regresar a Los Ángeles donde recibirá un premio por su trayectoria periodística. Se reúne con el embajador de Estados Unidos en México, quien espera le pueda conseguir una entrevista con el presidente; pacta otra entrevista en un programa de televisión con un viejo colega; asiste a una fiesta en su honor organizada por el sindicato nacional de periodistas. Nótese como en todos estos eventos, Silverio es el centro de atención.
La imaginación y la realidad, lo absurdo y lo plausible, lo que Silverio vive y lo que pudiera ser un rodaje suyo, se mezclan en la historia de Bardo. El hilo más tenue de lógica une sus eventos. Darius Khondji, el director de fotografía, mueve su lente de gran angular con brillante fluidez para enfatizar su naturaleza onírica. Sus primeras imágenes muestran la sombra de un hombre (podemos inferir que se trata de Silverio) caminando por el desierto y saltando decenas de metros cual Superman. Un anuncio en la radio nos cuenta de la inminente compra del estado de Baja California por la empresa Amazon (¿puede Jeff Bezos ser más nefasto que nuestro último par de gobiernos estatales?). La entrevista en televisión de Silverio pronto se convierte en una interrogación del valor artístico de su trabajo y de su vida privada y luego resulta no haber ocurrido en primer lugar.

En Bardo, todas las vulnerabilidades e inseguridades de Silverio Gama, y por extensión de Iñárritu, quedan a la vista. Se critican los excesos de las películas que hace, pero principalmente su identidad nacional: qué tan mexicano es en realidad si ha vivido tanto tiempo, no solo en el extranjero, pero específicamente en Estados Unidos, país cuyo yugo económico y político se siente hasta la fecha. Pero estos momentos pocas veces resultan en verdadera introspección. Muchas veces, Silverio (e Iñárritu) se comportan a la defensiva, se muestran menos interesados en cuestionarse de verdad que en desviar críticas que solo se hace más propensa a recibir. Cuando un colega de Silverio le reclama lo hueco de su estilo, solo podemos pensar en que ha descrito a Bardo de manera tan precisa y acertada. Uno siente que, en el fondo, y a diferencia de un verdadero artista, a Iñárritu le importa demasiado lo que pensemos de sus películas.
Extrañamente, es también una bendición que Iñárritu se ponga al centro de su película. Su carácter autobiográfico hace de Bardo, menos un intento de capturar a México en toda su complejidad–tarea imposible, y que viniendo de un cineasta de la Ciudad de México se sentiría como un ejemplo más del centralismo que domina nuestra cultura y sociedad–que mostrar el México que a Iñárritu le tocó vivir. El que tanto de sus ideas sobre México se vean filtradas por las sensibilidades europeas de cineastas como Federico Fellini, Andréi Tarkovski e Ingmar Bergman se vuelve entonces más fácil de aceptar.
Bardo opera mejor cuando desvía su atención de Silverio y la coloca en las contradicciones originales de México y que persisten hasta la actualidad. Cuando se trata menos sobre cómo Iñárritu se siente fuera de lugar en México y más sobre como el mismo México se siente fuera de lugar en el resto del mundo. Una secuencia en la que Silverio discute en la cima de una pirámide humana con Hernán Cortés puede ser simbolismo fácil, pero su conversación también acierta el punto de que México nace de esta violencia, que no hay México sin el genocidio de indígenas. O cuando Silverio es criticado por haber trabajado en Estados Unidos y ser cercano con sus regímenes, él puede escudarse en el argumento de que las élites mexicanas no son menos corruptas y avariciosas. Iñárritu invoca las crisis de los desaparecidos, y de los migrantes que hacen su duro camino por el desierto para llegar a Estados Unidos, pero no busca hablar por ellos ni decir que su experiencia es comparable; uno siente que lo hace para llamar atención a esa hipocresía que nos hace identificarnos con los migrantes y los desaparecidos, pero hacer poco al respecto. Cuando un oficial de migración de rasgos mexicanos lo recibe en el aeropuerto de Los Ángeles diciéndole que Estados Unidos no es su hogar, el intercambio recalca lo absurdo de las nacionalidades, sin dejar de reconocer que añoramos un lugar al cual llamar nuestro y poder decir que nosotros somos de él.

Bardo apunta a un tono carnavalesco y espontáneo, a la lógica de un sueño y parcialmente lo logra. Pero sus imágenes se sienten tan pulidas y producidas que pierden mucha de su vitalidad. Bardo se encuentra en algún lugar entre la obra de Alejandro Jodorowsky y un comercial de automóviles. Tiene más en común con 007: Spectre que con Luis Buñuel. A ratos uno lamenta que Iñárritu tenga pretensiones artísticas tan grandes, pues sus imágenes son más espectaculares, pero no más profundas, que mucho del cine comercial. Se quedan en lo monumental y el impacto superficial. Una secuencia en la que Silverio camina por las calles del Centro Histórico de la Ciudad de México y las personas empiezan a colapsar en el suelo es de lo más elemental en el cine apocalíptico. Cuando soldados estadounidenses mal vestidos invaden el Castillo de Chapultepec, está haciendo su versión de una película de guerra.
Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades es una película sobre no ser ni de aquí ni de allá que por mucha de su duración no va a ningún lado. Iñárritu ha sobreestimado qué tanto al público le interesan sus desvaríos personales y, aún con todas las herramientas a su disposición, no ha creado un lenguaje cinematográfico que nos permita compartir sus emociones. Pero es igualmente difícil de odiar, precisamente por esos momentos en los que se da permiso de mostrarse vulnerable, de contemplar la mortalidad en el seno de su familia, así como la de él mismo. Es más íntima cuando no trata de hablar verdades contundentes, sino la suya. Es una película hinchada, un monumento a sí misma, salvada por esos momentos en los que no tiene nada que demostrar, cuando nos mira a los ojos y no desde arriba. Iñárritu ha creado algunas de las imágenes más melodramáticas y sentimentales de su carrera, se ha expuesto al ridículo y al hacerlo se ha vuelto más humano.