En México, las salas de cine se encuentran abiertas de nuevo, pero la contingencia sanitaria por COVID-19 continúa. Si deciden ver Los Fabelman o cualquier película en cines, asegúrense de seguir las recomendaciones de higiene y seguridad pertinentes.
(The Fabelmans; Steven Spielberg, 2023)
Es 1952 y un niño se prepara para ir al cine por primera vez. Lo acompañan su papá y su mamá. Él, un ingeniero en computación, se deleita con darle una explicación detallada del fenómeno científico que hace posible el cine; cómo imágenes fijas crean la ilusión de movimiento al proyectarse una tras otra a veinticuatro cuadros por segundo. Ella, una pianista con arte en el corazón, habla en términos más románticos; le dice que el cine son sueños. Steven Spielberg no pudo haber encontrado un inicio más perfecto para Los Fabelman, su más reciente película. Los Fabelman es la historia de un niño, el cine y sus padres, y los sentimientos complicados que guarda hacia los tres.
Spielberg no tiene una reputación como cineasta complicado. Es un populista, en el buen sentido de la palabra. Es quien, junto con George Lucas, inauguró la ola del blockbuster estadounidense para todas las edades. Es quien hizo Tiburón, E.T. el extraterrestre y Parque jurásico, tres películas que en sus respectivos tiempos fueron las más taquilleras de la historia. Incluso sus películas sobre temas más serios tienen reputación (no del todo merecida) de simplistas: el drama del Holocausto La isla de Schindler, pero también Múnich, sobre una misión de venganza israelí contra un acto de terrorismo.
Uno no tiene la impresión de una película complicada cuando empieza a ver Los Fabelman. Basada en la infancia del propio Spielberg, parece la historia inspiradora de un niño que se enamora de las películas y decide dedicar su vida a hacerlas. Después de que sus padres Mitzi (Michelle Williams) y Burt (Paul Dano) lo llevan a ver El espectáculo más grande del mundo de Cecil B. DeMille, el pequeño Sammy (Mateo Zoryan Francis-DeFord) queda catatónico de asombro. Como regalo de Janucá pide un tren en miniatura y trata de recrear la dramática escena de un choque. Burt, melindroso y recto, le confisca el juguete, insistiendo que lo trate con cuidado. Mitzi, quien ve en el juego un mecanismo para que Sam lidie con sus miedos y ansiedades, le propone un punto medio. Toma la cámara de Burt para que Sam grabe a sus trenes chocando y así lo pueda ver una y otra vez. Esto, Mitzi lo hace a espaldas de su esposo. Una confidencia de secretos nace entre madre e hijo, que se repetirá de manera dramática más adelante.

Los Fabelman acompaña a Sammy desde la infancia hasta la adultez, en las muchas películas amateur que hace con sus amigos, y en los sitios a los que la familia se muda por razones del trabajo de Burt. Spielberg y el coguionista Tony Kushner crean una estructura anecdótica, congruente con alguien tratando de encontrarle una forma o sentido a más de una década de recuerdos. Esta colección de momentos captura el azar cotidiano de la vida real pero cada uno tiene también una intención y propósito narrativo. Vemos cómo Sam evoluciona como realizador, desde hacer cortos con sus hermanas en su casa, a una película semiprofesional sobre el día de pinta de su escuela preparatoria. Y es a través de su cámara que descubre verdades inesperadas sobre la relación de sus padres.
En una secuencia que también sirve como una ilustración de los principios del montaje, Sam revisa el pietaje de unas vacaciones familiares que grabó. Los juegos de padre, madre, Sam (interpretado en su adolescencia por Gabriel LaBelle), sus hermanas Reggie (Julia Butters), Natalie (Keeley Karsten) y Lisa (Sophia Kopera) y su “tío” Bennie (Seth Rogen) los repasa sin incidente hasta que llega a una sola imagen que le sugiere una traición por parte de su madre. Siendo que el significado de una toma es creado (como descubrieron los teóricos del montaje soviético), no por lo que ella misma contiene sino por su relación a otras tomas, éste detalle cambia su forma de ver lo demás y el matrimonio de sus padres por extensión. Sam está condenado por este conocimiento que ha obtenido de manera indirecta; es él quien hace crecer la brecha entre su matrimonio, o revela verdadera naturaleza y los orilla a decirse lo que no se atreverían de otra forma.
Williams y Dano dan dos interpretaciones con incómodos matices de artificialidad. No es una falla de la película o los actores, sino un reflejo de las personalidades de Mitzi y Burt. Él, manteniendo un porte rígido y controlado; ella, rebosando de una felicidad que no corresponde con lo que pasa a su alrededor. Nos cuentan de una relación que se sostiene más por inercia y rutina que por amor y placer en la compañía mutua. No es un matrimonio abiertamente abusivo, pero sí uno incapaz de articular su propia infelicidad.

Burt percibe la raíz de su distancia, pero no se atreve a confrontarla. La sumerge en regalos para mantenerla feliz, ignorando que solo la está haciendo sentir más culpable. Hace intentos de salvar su matrimonio, más por un sentido del deber que por convicción. Muda a la familia constantemente a su capricho y voluntad, pone sus vidas de cabeza sin parecer malicioso o autoritario. Mitzi, por su parte, trata de convencerse de que todo pasa por una razón. Sentimientos se reprimen, se disfrazan de exagerados y calculados esfuerzos por mantener la apariencia de felicidad.
Quizá por la modestia e intimidad de la historia, su estilo no es tan deslumbrante como en otras películas de Spielberg; fuera de su última toma, éste no llama atención a sí mismo. La imagen más poderosa que él y el director de fotografía Janusz Kamiński construyen no es virtuosa sino melancólica y casi sutil: un primer plano de Burt, en el extremo inferior del cuadro, empequeñecido por su propia sombra. La música de John Williams es apropiadamente mínima, empleando principalmente piezas para piano y conjuntos pequeños.
Pero aun cuando Los Fabelman toca territorio oscuro, no descuida el atractivo popular que caracteriza a Spielberg. El detrás de escenas de las películas de Sam es mostrado con una juguetona energía, y sus años de preparatoria tienen un desternillante y titilante gag en el que una compañera cristiana que se siente atraído por él lo invita a su casa a “rezar”. Saltos importantes en el tiempo son mostrados a través de ingeniosos cortes, como si una acción empezara en un momento y continuara varios meses después. Y para que no se le acuse de ambiguo, hay escenas como una en la que Judd Hirsch, como un pariente de Mitzi que viene de visita, da un monólogo que básicamente articular el dilema central de la película.
Podemos ver algo de autocrítica en el que Sam, como a Spielberg se le acusa de hacerlo en ocasiones, no usa el cine como medio de expresión sino para manipular y complacer a su público. Sus películas son pastiches de otros géneros (westerns, películas de guerra, comedias playeras) y están hechas principalmente para emocionar a sus padres y a sus compañeros. Se rehúsa explícitamente a confrontar, a veces transmitiendo algo que él mismo no siente.

El tema de la asimilación judía aparece más o menos como lo hizo en El tiempo del Armagedón de James Gray, otra película basada en las memorias de su director. Como el pequeño Paul, Sam prefiere tratar de encajar y alejarse de problemas que defender sus principios. Después de recibir todo tipo de discriminación antisemita en la preparatoria, Sam hace una película en la que uno de los compañeros que abusa de él es retratado como el héroe de una película de Leni Reifenstahl (la cineasta que hizo los documentales de propaganda para Adolf Hitler).
Los Fabelman es una historia sobre el poder del cine. Pero decir que se trata solo sobre el amor al cine es un tanto simplista. Es la historia de alguien que solo piensa en el medio de las películas y no tiene más opción que hacerlas. En su momento más oscuro, es sobre el poder y distancia que le da el colocarse detrás de la cámara, observar en lugar de ser un participante, incluso cuando las personas que ama y las situaciones le exigen que esté presente.
Pero el júbilo es igual de poderoso. Su final, que presume un casting tan magistral como el de François Truffaut en Encuentros cercanos del tercer tipo, transmite innegables asombro y maravilla ante el cine y sus eminencias. A través de una anticipación prolongada y diálogos que son todo lo opuesto a lo sentimental (que no se parecen en nada a lo que vino antes en la película), Spielberg recrea a uno de sus ídolos de tal manera que incluso quienes estén pocos familiarizados con el cine y su historia puedan compartir su admiración.
Los Fabelman muestra el lado más personal y vulnerable de Spielberg, al mismo tiempo que juega magistralmente con nuestras emociones. Pero demuestra también que si Spielberg siempre ha sido manipulador, nunca lo hace de manera cínica. Construye cada momento sabiendo que tiene que mantener la atención de su público y hacerlo sentir, pero nunca trata de hacernos sentir algo que él mismo no siente. Nos comparte lo que le conmueve y lo que le deleita. Al final de Los Fabelman, nos deja con sentimientos tan poderosos que solo pueden provenir de la experiencia propia de los años que forjan el carácter.