(Triangle of Sadness; Ruben Östlund, 2023)

Parece que está de moda odiar a los ricos. Es cierto que las clases adineradas y sus modales siempre han sido blanco de crítica y burla en el cine, pero este año en particular sucedió que varias películas que tocaron el tema fueron recibidas con éxito comercial y prestigio. Fue el caso de El menú, una película con tintes de terror sobre los ricos comensales de un exclusivo restaurante de autor; también de Glass Onion: Un misterio de Knives Out, sobre un asesinato que se cuece en el séquito de un multimillonario de la tecnología. No es como que falten razones. En un mundo cada vez más desigual, de élites cada vez más desconectadas de sus efectos en el mundo que los rodea y menos conscientes de las estructuras que los mantienen en el poder, es de esperarse que esta animosidad se cuele a la cultura pop.

El triángulo de la tristeza, la nueva película del director noruego Ruben Östlund, ganadora de la Palma de Oro en el Festival de Cannes y nominada a múltiples premios de la Academia, puede entrar fácilmente a esta lista. Como su título sugiere, se compone de tres capítulos que a través de la comedia negra tratan de crear una imagen detallada y absurda de las banalidades y caprichos de las personas con dinero y el medio en que se desenvuelven. El primero de estos capítulos es un tanto perceptivo, el segundo culmina hábilmente en una desternillante secuencia de caos puro, y el tercero no es ni inteligente ni gracioso y por ende termina hundiendo a la película por completo.

En el primero conocemos a Carl (Harris Dickinson) y a Yaya (Charlbi Dean), una pareja de modelos e influencers. Los dos acaban de cenar en un restaurante elegante cuando una discusión incómoda se desata alrededor de la cuenta. Yaya había quedado en pagarla, pero cuando ella no la toma de la mesa, Carl se siente obligado a pagar pero también a recriminárselo, primero en el restaurante, después en el carro, en el elevador del hotel y finalmente en su cuarto. Como en el famoso gag de Los Simpsons en el que Bob Patiño pisa los rastrillos, el humor proviene de ver una situación divertida alargarse a una extensión absurda y frustrante; hay varios momentos en los que esperamos que Carl suelte el tema, pero persiste contra todo sentido común.

A través de su insistencia, no obstante, conocemos las contradicciones e hipocresías del mundo que lo rodea. Los complejos de Carl se derivan en parte de los roles de género: en el hecho de que de Yaya gana más dinero que él y la sensación de que él, como hombre, debería estar en control–antes de la cena lo vemos avergonzado en una audición y obligado a ceder su asiento en un desfile de modas en el que Yaya participa, lleno de huecos eslóganes sobre la igualdad y responsabilidad social. Pero la película trata a Carl de manera ambigua, por no decir confundida. A veces parece burlarse de sus inseguridades masculinas, en otras humillarlo por no ser suficientemente masculino.

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En el segundo segmento, Carl y Yaya están en un yate de lujo al que han sido invitados de manera gratuita. Sus dramas mezquinos continúan (Carl le reclama a Yaya por hablarle a un atractivo tripulante) pero también conocemos a un elenco extendido compuesto por sus compañeros turistas: Dimitry (Zlatko Burić), un ruso dedicado a la venta de estiércol (“vendo mierda”, dice divirtiéndose) y su esposa Vera (Sunnyi Melles); Therese (Iris Berben), una mujer que, después de un ataque al corazón usa silla de ruedas y solo puede articular la frase en alemán “In den wolken” (en las nubes); Jarmo (Henrik Dorsin), un tímido ingeniero de software que viaja solo; Clementine (Amanda Walker) y Winston (Oliver Ford Davies), una pareja de fabricantes de armas.

Cada uno de estos ricos pasajeros está felizmente desconectado de la realidad. Perciben que su dinero les da autoridad y la libertad de hacer lo que quieran. Hay una mujer mayor que se queja de que las velas del barco están sucias, a pesar de que no tiene. Vera logra que toda la tripulación interrumpa sus labores para deslizarse por el tobogán. Jarmo insiste en regalarle a Yaya un Rolex solo por tomarse una foto con él. Clementine y Winston explican su negocio como si se tratara de cualquier otra cosa menos la venta de armas mortales, hasta hablan de las regulaciones de la ONU contra las minas terrestres como uno de esos tiempos difíciles que no obstante supieron sortear (es uno de los gags más astutos de la película, que captura el mal en toda su banalidad). El director de fotografía Fredrik Wenzel mantiene la cámara estática y a cierta distancia, enfatizando el ridículo, convirtiéndolo en un espectáculo con cuyos partícipes no nos debemos de identificar, que resulta más ridículo cuando se le ve desde afuera (a ratos podemos pensar en las viñetas de Sobre lo infinito de Roy Andersson).

La tripulación, por su parte, se ve obligada a complacerlos y hacer realidad cada uno de sus caprichos. Sus principales representantes son radicalmente opuestos: la estricta y dedicada jefe de tripulación Paula (Vicki Berlin) es presentada dando una enérgica plática de preparación con todo y aplausos; el alcohólico capitán (Woody Harrelson), a prácticamente tiene que ser forzado para salir de su camarote. En un giro adicional, el personaje del capitán es un autodenominado socialista, por lo que claramente odia tener que lidiar con los caprichos de sus mimados pasajeros. Harrelson, un actor con un don para los personajes cascarrabias, interpreta esta frustración genialmente. Un embriagado duelo de frases entre él y Dimitry (devoto capitalista) es el contrapunto y comentario perfecto para el caos del clímax de la segunda parte. El capitán encarna de alguna manera el dilema de la película: su impulso a criticar y odiar a las clases poderosas choca con la comodidad que encuentra en servirlos. “Soy un socialista de mierda”, dice, aunque el sentimiento se pierde entre todo lo demás que pasa.

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Este segundo segmento no es particularmente profundo, pero sí es el más divertido, apilando vómito, excremento y comedia de tropezones para romper el barniz de respetabilidad y decoro que en un principio construye alrededor de sus personajes. Pero para el tercero, la película se queda sin cosas que decir ni con formas novedosas de decirlo, aunque introduce a su mejor personaje: Abigail (Dolly de Leon), una encargada de limpieza en el yate. El concepto simplista, básicamente muestra qué pasaría si estos ricos, lejos de los privilegios y las normas sociales que están ahí para servirlos, de repente tuvieran que recurrir a sus inexistentes habilidades manuales para sobrevivir. Y qué harían aquellos que previamente toleraron su explotación ahora que las dinámicas se han invertido y tienen un poco de poder.

Podemos ser generosos y decir que Östlund no busca decir que los pobres son igual de malos que los ricos. Tal vez las acciones de Abigail son más o menos comprensibles sabiendo de dónde vienen. El problema es el poder, no quien lo ejerce necesariamente; el nuevo mundo no puede evitar estar contaminado por el anterior. Pero al hacerlo, también les ha arrebatado a sus ricos el poder y autoridad que los hace merecedores de crítica en primer lugar. Sus ricos pueden ser patéticos, pero inofensivos finalmente.

Con su estructura episódica, su humor absurdo y su intento de crítica de clases, podemos suponer que uno de los referentes de El triángulo de la tristeza (así como de The Square, su película sobre el mundo del arte) es el surrealista español Luis Buñuel. Pero a diferencia de, digamos, El discreto encanto de la burguesía, que se adentraba a su inconsciente y exponía un pensamiento violento y paranoico, los personajes de El triángulo de la tristeza no tienen nada debajo de la superficie. No tengo idea de qué quería decir Östlund sobre la gente rica. No sentimos el rencor de alguien que considera que el sistema es injusto, sino el de alguien que lamenta que no lo hayan invitado a la fiesta.

El triángulo de la tristeza es el equivalente cinematográfico de un roast, aquellos especiales de comedia en las que invitados se reúnen para repartir insultos a una celebridad que los acepta de manera cabal, porque sabe que no hay mala intención detrás de ellos. Los ricos pueden ver la película sin sentirse verdaderamente amenazados, pues no hay nada en ella que trate de reventar su burbuja. Östlund no ha creado una verdadera sátira, su película se parece más a lo que haría el bufón de una corte real, riéndose del poder, pero nunca atacándolo de verdad.


★★1/2


El triángulo de la tristeza está disponible en streaming vía Prime Video.