(Oppenheimer; Christopher Nolan, 2023)

Oppenheimer relata la vida del científico estadounidense J. Robert Oppenheimer de la única manera en que Christopher Nolan puede. Es una película épica, propulsiva, estruendosa, espectacular, densa en información, con liberales saltos en la cronología y que construye una absorbente tensión que no suelta hasta el final. Este enfoque tiene sus beneficios y sus limitaciones. Nolan es el cineasta comercial mejor equipado para comunicar la escala, asombro y terror que inspiran el mayor logro de Oppenheimer: la bomba atómica. Su experiencia con narrativas enredadas le permite entretejer su vida interior y la de su círculo cercano con los cambios históricos e intereses políticos que llevaron a su invento y después se apropiaron de él. Pero es también una película que, por diseño, se apoya demasiado en algo que nunca ha sido su fuerte: los diálogos y los momentos de simple interacción humana. Oppenheimer se esfuerza por mantenerse emocionante, pero es a través de un salto constante entre escenas acartonadas y personajes caracterizados de manera burda.

Oppenheimer nos prepara desde el principio para unas tres horas muy parlanchinas. Los eventos de la película están ordenados en dos líneas argumentales que siguen de cerca dos audiencias políticas. En la primera, fotografiada a color, Oppenheimer (Cillian Murphy) es interrogado por la Comisión de Energía Atómica, que decidirá si mantener o revocar su autorización de seguridad dentro del gobierno de Estados Unidos. La segunda, fotografiada en blanco y negro, sigue la audiencia de confirmación de Lewis Strauss (Robert Downey Jr.), otrora presidente de la Comisión y con quien Oppenheimer tuvo una tensa relación profesional, para el gabinete presidencial de Dwight Eisenhower. Ambos procesos ocurrieron cuando Oppenheimer tenía alrededor de 50 años, después de concluido el Proyecto Manhattan, pero sirven como plataforma para explorar su vida previa. A medida que ambos personajes son cuestionados, la película salta a los eventos aludidos.

Si Nolan tiene un sello son sus juegos con el tiempo, sean justificados por la ciencia ficción (El origen, Interestelar, Tenet), como herramienta para esconder las sorpresas de un misterio (Amnesia, El gran truco) o para aumentar la propulsión y la tensión (Batman inicia, Dunkerque). En Oppenheimer, su principal función es la de condensar la gran cantidad de información que hay alrededor de Oppenheimer y darle una coherencia dramática. Es algo inspirador que uno de los cineastas más grandes de Hollywood, quizá el autor más rentable de nuestros tiempos, ponga a prueba la linealidad a la que estamos acostumbrados. Oppenheimer se mueve constantemente de atrás para adelante sin la necesidad de darnos fechas. Por lo menos en este aspecto, Nolan confía en la inteligencia de su público.

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Los distintos puntos de vista (Oppenheimer, Strauss, las demás personas llamadas a declarar) igualmente crean un complicado retrato de Oppenheimer como individuo privado y figura pública. El guion de Nolan (basado en el libro de no ficción Prometeo americano de Kai Bird y Martin J. Sherwin) salta entre eventos aislados sin perder el hilo y la motivación y construye un retrato fragmentado e históricamente detallado de un genio cuyo legado no puede reducirse a unas pocas palabras. La primera hora de la película está llena de eventos que, vistos históricamente, explican poco la creación de la bomba atómica, pero que sugieren el dilema y la culpa que persiguen a Oppenheimer por mucho de su vida. La película se trata en parte de cómo él justifica y vive con lo que ha hecho. Una escena temprana muestra a Oppenheimer, todavía un universitario, envenenando la manzana de su exigente tutor Patrick Blackett (James D’Arcy) y después cambiando de idea; un ensayo del potencial destructivo y arrepentimiento que vendrían a definirlo.

Sus dos romances más importantes también añaden al contexto político de sus acciones. Oppenheimer primero conoce a Jean Tatlock (Florence Pugh), una joven miembro del partido comunista de Estados Unidos. Y después contrae matrimonio con Katherine Puening (Emily Blunt), una bióloga que previamente estuvo casada con un organizador comunista que murió peleando (de manera inútil, Katherine opina) por el lado republicano en la Guerra Civil Española. Ambos personajes sitúan mucha de la acción de Oppenheimer en ese momento antes de la Segunda Guerra Mundial cuando las ideas comunistas eran compartidas ampliamente y con esperanza, pero también tratadas con sospecha. Un campo minado ideológico que su protagonista, sus colegas y amigos deben sortear. Los intentos de organización colectiva de los trabajadores de laboratorio pueden verse como una señal de intervención soviética, con quienes Estados Unidos mantenía una tenue alianza.

Mucho de esto es presentado con el mismo tacto con el que Nolan trata sus escenas de diálogo. Abundan las escenas en ambientes cotidianos (espacios de trabajo, fiestas) pero las conversaciones son rápidas, eficientes y no dan lugar a la espontaneidad o al sentido del humor. Nolan construye complejidad introduciendo decenas de personajes y juntando escenas como armando un collage. Pero cada una de estas escenas carece de matices y sutilezas; todo está ahí en la superficie.

Visualmente, Nolan se vuelve a apoyar en el director de fotografía Hoyte van Hoytema, pero lo atora constantemente en los mismos planos cercanos de los actores y el corte constante cortando entre uno y otro. Las escenas proceden de manera prácticamente idéntica, independientemente de su tono. El flujo emocional queda en manos de la música de Ludwig Göransson, su componente más rico y dinámico, y la actuación Murphy, cuyo rostro expresivo captura el tormento de Oppenheimer sin tener que caer en histrionismos.

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Hay excepciones, por supuesto. La mayor y mejor es la secuencia de la prueba Trinity, la primera detonación de una bomba atómica en la historia de la humanidad y la culminación de meses de trabajo de Oppenheimer y sus colegas en el sitio de Los Álamos, Nuevo México. Tanto del cine hollywoodense actual trivializa el poder de la destrucción masiva con una excesiva dependencia en la animación por computadora, pero Oppenheimer logra algo que parece imposible: una explosión con peso y significado. Nolan y el supervisor de efectos visuales Andrew Jackson hicieron lo más que pudieron de manera práctica–no detonaron una bomba atómica pero sí la simularon con detonaciones químicas reales. La explosión, el movimiento y el fluir del fuego tiene una belleza a la vez tangible y abstracta. La cuenta regresiva y el silencio antes de que los alcance el estruendo solo contribuyen al suspenso y el impacto.

De manera inteligente y atrevida, Oppenheimer convierte la detonación, no en el clímax, sino en el punto de partida de su emocionante última hora, el inicio de una nueva lucha por el futuro. Nolan juega con imágenes triunfales (Oppenheimer, con la bandera estadounidense de fondo, recibiendo aplausos de sus colegas y subordinados), pero la sensación final es de vacío e ironía. El guion ha establecido de manera tan exhaustiva los vicios y corrupciones del mundo político que solo podemos pensar en los usos más viles y egoístas de este triunfo de la ciencia. Las pisadas de las familias emocionadas se mezclan con el ruido de la explosión. El peligro verdadero no es la energía atómica, sino el afán y entusiasmo de usarla para destruir.

Esto de alguna manera justifica el enfoque tan verbal y a veces enredado de Oppenheimer. La política es aburrida, opaca y la película retrata ese aparato de manera esclerótica: es un mundo en el que las decisiones más importantes están en manos de hombres más preocupados en sus propias carreras y venganzas personales. La película ha sido criticada por no mostrar el impacto de las acciones de Oppenheimer en las personas que más directamente sufrieron a manos de su invento: las víctimas de los bombardeos de las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki. Pero Oppenheimer, a su manera, transmite este horror: en una junta para deliberar qué sitios serán bombardeados, uno de los funcionarios descarta Kioto porque él y su esposa fueron ahí de vacaciones. Es un comentario de absoluta banalidad, que se antoja demasiado real, desafortunadamente. Es el raro diálogo de la película en el que la banalidad se siente intencional.


★★★1/2


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