(The Equalizer 3; Antoine Fuqua, 2023)
Se dice que el Hollywood de ahora ya no hace películas para un público adulto. Que todo es secuelas de superhéroes y franquicias cuyo espectador ideal es el adolescente en edad y mentalidad. Esto describe una tendencia general, pero de vez en cuando aparece alguna que parece vestigio de una década pasada, sea por su temática o la forma en que está hecha. Cuando una película como ésta además es buena, podemos salir del cine refrescados, comparándola favorablemente con “aquellas películas que ya no se hacen”.
El justiciero: Capítulo final es una película de éstas, aunque en concepto pudiera no parecerlo. Es la tercera entrega de una franquicia, basada en una serie de televisión, difícilmente algo que desmienta la creencia popular de que Hollywood se está quedando sin ideas. Pero es también algo que se ve poco de la mano de un gran estudio: un thriller a la vez mesurado y violento (aquí a México llega con clasificación B15). Demasiado sangriento en comparación a la más inclusiva Misión: Imposible, pero también demasiado lento para los fans de John Wick.
Y su mayor punto mercadotécnico no es necesariamente la serie de televisión, que se dejó de transmitir en los ochenta, sino la presencia de Denzel Washington, una de las pocas verdaderas estrellas de cine que le quedan al cine estadounidense. Aunque la edad de Washington (68 años) técnicamente empata a El justiciero: Capítulo final con esas películas de acción con un protagonista sexagenario–el ciclo inaugurado por Búsqueda implacable con Liam Neeson–la realidad es que Washington lleva interpretando una figura como ésta de manera más o menos constante desde la década del 2000 (sus mayores exponentes son quizá sus colaboraciones con el director británico Tony Scott). Washington no se está reinventando, más bien nunca perdió lo que era.
El justiciero: Capítulo final es un monumento a su estrella. La serie fue resucitada para la televisión en 2021, con Queen Latifah en el papel protagónico, pero en el cine, Washington habita el rol con tanta confianza que es difícil imaginar a alguien más en él. Pero igualmente importante para su efectividad es la mano de su director, Antoine Fuqua, con quien Washington hizo previamente Día de entrenamiento y las dos entregas previas de El justiciero. Fuqua no necesariamente contribuye una visión autoral, sino la artesanía y ocasionales toques de genio de un competente director con una larga experiencia en la industria. La técnica de El justiciero: Capítulo final me mantuvo enganchado, ocasionalmente maravillado, aun cuando la trama me empezaba a perder.

¿De qué va esta trama? Aunque la tercera entrega en una serie, El justiciero: Capítulo final es sorprendentemente accesible para espectadores no familiarizados con ella (me incluyo dentro de ellos). Es una historia contenida, en la que no se notan hilos sueltos planteados en otra parte. La película arranca en un viñedo retirado de la isla italiana de Sicilia, donde un mafioso descubre que sus secuaces han sido liquidados por Robert McCall, un veterano de los Marines estadounidenses convertido en vigilante. La película prescinde de esta explicación. Robert puede ser un hombre crudo y violento, pero sabemos que es el bueno porque es interpretado por Denzel Washington.
Todo esto es presentado de una manera que, para los estándares de una película de acción, es sutil. Si bien hay un plano secuencia que nos muestra los cuerpos sobre charcos de sangre, la película no muestra cómo Robert los mató; lo deja implícito. El impacto es mayor así. La primera vez que vemos a Robert, él está sentado con uno de los secuaces apuntándole a la cabeza con una pistola, pero la pose confiada de Washington, iluminado principalmente por detrás (venimos a pensar en él como una sombra), nos dice que Robert es capaz de lo que acabamos de ver. Y más.
El justiciero: Capítulo final muestra preferencia por cortos pero brutales golpes de acción, en lugar de una violencia constante y prolongada. Después de que Robert cumple su misión en el viñedo (su objetivo solo será verdaderamente explicado hasta el final de la película), la película se convierte en un placentero, si algo melancólico, recorrido por el sur de Italia. Robert recibe una herida de bala en su escape, pero es rescatado por Gio (Eugenio Mastrandrea), un joven carabinero. Gio lo lleva al pueblo costero de Altamonte para que el doctor Enzo Arisio (Remo Girone) termine de salvarle la vida. En su recuperación, Robert empieza a frecuentar un café de la plaza central, se hace amigo de los comerciantes y empieza a salir con una mujer local, Aminah (Gaia Scodellaro).
Washington tiene amplias oportunidades para mostrar esa mezcla de afabilidad y amenaza que para este punto tiene perfeccionada. Su sonrisa y su facilidad para bromear con los habitantes de Altamonte nos dicen que este asesino, en el fondo, tiene un buen corazón. Robert es propenso a perder su mirada en el techo y recordar horrores pasados–un montaje de flashbacks, filtrados en azul, es su única desviación de un estilo más aterrizado, y el único momento de la película que me parece de verdad estar de sobra. Pero es igualmente capaz de no tomarse muy en serio: cuando Enzo le dice que está demasiado débil para salir, Robert bromea con su bastón como si estuviera haciendo pesas.

Estos detalles espontáneos, que parecen improvisados, son los que hacen a los hérores de Washington tan enternecedores. Por supuesto, son una extensión del simplismo moral al centro de la fantasía de la película. Si eres buena persona, Robert bromea jocosamente contigo. Si no, habla en un tono frío que hace que la violencia que está por venir parezca, no una elección suya, sino una inevitabilidad. Queda implícito que él siempre trata a los demás personajes cómo se merecen.
Fuqua y el director de fotografía Robert Richardson filman estas prolongadas escenas de diálogo con el mismo dinamismo que las escenas de acción. Colocan la cámara en ángulos que favorecen la profundidad, en los que movimientos simples de los actores añaden dramatismo. El montaje, a cargo de Conrad Buff, evita los cortes rápidos que parecen ser la norma actualmente. Las tomas adquieren un poder adicional porque tenemos tiempo para apreciarlas. La película tiene oportunidad de respirar y saltar a nuestros ojos. Las locaciones montañosas resultan especialmente preciosas y contribuyen a esta energía. Edificios que se elevan sobre la piedra y calles que más bien son escaleras hacen que un recorrido por el pueblo sea una oportunidad para moverse de un lado para otro, pero también de arriba hacia abajo.
Inevitablemente, la violencia se entromete a la nueva vida pacífica de Robert. La Camorra, la mafia napolitana, empieza a amenazar a los locatarios de Altamonte, y Robert decide tomar cartas en el asunto. En su camino se cruzan una organización terrorista, una red de tráfico de drogas y Emma Collins (Dakota Fanning), una joven agente de la CIA. Quizá no es pertinente discutir cómo se conectan todos estos hilos, no porque hacerlo revelaría sorpresas importantes, sino porque nunca resulta verdaderamente interesante.
Pero justo cuando parece irse por las ramas y perder de vista a su protagonista, El justiciero: Capítulo final, llega a una secuencia de invasión doméstica llena de toques brillantes. La amenaza de Robert se manifiesta en algo parecido a una película de terror en la que el villano se hace uno con las sombras. Su ausencia construye suspenso a su alrededor; cada que aparece, lo hace con una brutal potencia. Estatuas se convierten en testigos indiferentes de la matanza. El montaje intercala con una ceremonia local (¿un homenaje al clímax de El padrino?), sellando irrevocablemente la paz de Altamonte con la violencia de Robert. Esta secuencia termina de establecer a El justiciero: Capítulo final como una película de Hollywood en la que la técnica toma absoluto protagonismo. Algo que cada vez resulta más raro.
★★★1/2
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