(Kimitachi wa Dō Ikiru ka; Hayao Miyazaki, 2023)

En tiempos de la Segunda Guerra Mundial, un niño llamado Mahito (voz de Soma Santoki) ve la destrucción del hospital en el que su madre se estaba recuperando. Después de la muerte de ella, Shoichi (Takuya Kimura), el padre del niño, toma como esposa a Natsuko (Yoshino Kimura), la hermana de su esposa fallecida, y con Mahito se mudan a una retirada casona en el campo. En los amplios campos que rodean el lugar, Mahito se queda intrigado por una garza que primero se posa en los techos y después surca violentamente por los patios de la casa.

Siendo El niño y la garza una película de Hayao Miyazaki, este planteamiento totalmente doméstico, si acaso traumático, pronto cede un componente fantástico. Como en Mi vecino Totoro, sobre dos niñas que se mudan al campo para estar cerca de su madre convaleciente, o El viaje de Chihiro, donde una niña se resiste a la mudanza impuesta por sus padres, la fantasía ayuda a su protagonista a enfrentar lo que acaba de pasar. A medida que Mahito se acerca a la garza, descubre que ésta puede hablar (Masaki Suda) y le tiene una propuesta tentadora, la de reunirlo con su madre.

Un día Natsuko desaparece. En su búsqueda de ella, Mahito y Kiriko (Ko Shibasaki), una de las ancianas sirvientas de la casa, llegan a una torre misteriosa en medio del bosque, donde se encuentran de nuevo con la garza, que resulta ser un travieso hombrecito que a ratos frustra y en otros ayuda a Mahito. Miyazaki ha planteado las bases para una aventura por un mundo fantástico con una meta simple. Pero a diferencia del divertido escapismo que solemos asociar con el género, particularmente de cuando se hace para niños, la fantasía de El niño y la garza está empapada de metáfora, simbolismo y riqueza psicológica.

A grandes rasgos, la narrativa es clara: Mahito y la garza viajan de un rincón a otro, separándose y rencontrándose, tratando de llegar a Natsuko. Pero el significado de los eventos que pasan ha de pensarse en términos de sus paralelos. Dado que la película se resiste a establecer reglas rígidas para su mundo fantástico, nos sentimos libres de pensar de manera más abstracta y buscar conexiones con elementos del “mundo real” y las emociones de sus personajes.

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En un mundo oceánico, Mahito se encuentra con una tenaz pescadora que resulta ser una Kiriko más joven. Un misterioso y anciano alude al tío abuelo de Mahito. Shoichi, quien se dedica a la fabricación de armas y es rápido a actuar con violencia para resolver los problemas, nos hace pensar en el perico antropomórfico que pone en peligro el mundo en el que se pierde Mahito. También está Himi (Aimyon), una maga que puede manipular el fuego y es la viva encarnación de la madre de Mahito.

La narrativa es tan urgente, moviéndose de un lugar a otro con poca o ninguna justificación, que podemos tener la impresión de que Mahito es un protagonista plano. Pero la realidad es que todo lo que ocurre a su alrededor es, de alguna manera, una manifestación de lo que piensa y siente. Es la forma que la película elige para expresar esa transformación que ocurre de manera interna, a una edad en que nuestros dramas cobran una escala monumental que no es comprendida por el mundo adulto.

Piénsense en todo por lo que Mahito ha tenido que pasar. No solo el horror colectivo de vivir en tiempos de guerra, pero ser afectado directamente por ella con la muerte de su madre. Ver que su padre la ha remplazado, por razones que al niño le resultan inexplicables, con la figura de otra mujer. Dejar su hogar a cambio de un lugar extraño donde se siente solo. Incapaz de encajar con los niños de la comunidad, Mahito se involucra en peleas y termina por golpearse con una roca en el lado derecho de su cabeza. Estos son sentimientos fuertes y oscuros que no solemos asociar con las películas para niños.

Esto, por supuesto, no quiere decir que los niños no los sientan o vivan. Pero seguimos tan aferrados a la idea de que el entretenimiento para niños debe ser condescendiente y una distracción. Que debe entumecer la mente y el espíritu en lugar de estimularlos. Las películas de Hayao Miyazaki y de Studio Ghibli, la compañía que fundó al lado de su compañero director Isao Takahata allá por 1985, brotan de la filosofía de que los niños tienen una profunda inteligencia e imaginación que a veces fingimos que no existe.

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Sus películas parten desde un lugar íntimo y personal y El niño y la garza no es la excepción. Se nota en sus elementos autobiográficos: el tiempo en el que se desarrolla más o menos corresponde a la infancia de Miyazaki; su padre, como el de Mahito, también fue un fabricante de aviones. El niño y la garza, congruente con esa filosofía que corre a lo largo de su filmografía, está hecha con una mezcla delicada de asombro y horror. Los primeros minutos nos muestran multitudes atemorizadas en el caos de la guerra, caracterizadas como vagas y cambiantes sombras. Vemos oleadas de peces y sapos intimidar y consumir a Mahito. Las expresiones de la garza, delineadas con tanto detalle, chocan de manera inquietante con los limpios trazos de los demás personajes. Cuando los dientes del hombre se asoman por el pico de la garza, el efecto es de pesadilla.

Pero Miyazaki, lejos de querer espantarnos solo porque sí, busca conciliarnos con estos horrores. Podemos pensar en la escena en que los adorables espíritus flotantes son devorados por hambrientos pelícanos como una abstracción de los horrores de la guerra que Mahito acaba de ver. Y la escena posterior, en la que un pelícano derribado y moribundo (Kaoru Kobayashi), explica sus razones a Mahito, como una mirada al lado humano de los que perpetran estos horrores; a una complejidad del mundo que preferiríamos ignorar. La desesperación en su voz y su cara nos reta a no conectar emocionalmente con él.

Algunas de las ideas con las que nos deja El niño y la garza pueden parecer simples y quizá se podrían resumir en cómodas frases. Cómo escogemos vivir y comportarnos con los que nos rodean, aunque parezca poca cosa, contribuye a formar el mundo en el que vivimos. Pero la película no se siente obligada a decirnos que seamos buenas personas, confía en que queramos serlo al recordarnos nuestro poder para moldear del mundo. No les dice a los niños qué hacer, confía en su capacidad para descubrirlo por ellos mismos. La película no busca aleccionar, sino confrontarnos y reconciliarnos con aquellos que nos tienta, nos asusta: con la violencia que sufrimos y el rencor y el impulso a impartirla de vuelta. Para el final de ella, Mahito y la garza que definía sus miedos no parecen llevarse tan mal.


★★★★


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