(Megalopolis; Francis Ford Coppola, 2024)
Si algún director estadounidense se ha ganado el derecho de dormirse en sus laureles es Francis Ford Coppola. Su lugar en la historia del cine está más que asegurado gracias a una de las rachas más impresionantes de cualquier cineasta: fue él quien en los setenta hizo, al hilo, El padrino, La conversación, El padrino parte II y Apocalipsis ahora, cuatro películas ampliamente consideradas como obras maestras. Fue él, al lado de Martin Scorsese, Brian De Palma y William Friedkin, uno de esos jóvenes egresados de las escuelas de cine que ayudó a rescatar a los decadentes estudios inyectándole a sus película una dosis de crudeza y realismo.
Después de unos ochenta con triunfos artísticos que fueron fracasos taquilleros (Una del corazón, La ley de la calle) y unos noventa de películas por encargo hechas para mantenerse económicamente a flote (El padrino parte III, El poder de la justicia), Coppola le dio la espalda a Hollywood y se dedicó a hacer vino y películas pequeñas y extrañas. El hombre sin edad de 2007 inauguró lo que podría llamarse su segundo periodo como cineasta estudiantil. En éste, Coppola rechazó lo pulido y lo profesional y abrazó las posibilidades de la fotografía y la postproducción digitales. Descubrir nuevas formas parecía más importante que repetir las ya probadas. Hacer las películas en sus términos parecía ser más importante que hacerlas “bien”.
Las películas de esta etapa gozan de un perfil relativamente bajo; fueron hechas con presupuestos reducidos y recibieron estrenos mínimos. Lo mismo no puede decirse de Megalópolis, su película más reciente, con su presupuesto de 120 millones de dólares (financiado por la venta de sus vinícolas) y estreno masivo a nivel mundial. No obstante, los principios del Coppola tardío siguen en pie. Quienes entren a Megalópolis esperando una épica estadounidense en la vena de El padrino seguramente quedarán decepcionados. La película se encuentra más cerca de Twixt, una sosa fantasía gótica con escenarios, iluminación y efectos visuales burdos, pero también una sincera meditación sobre el duelo y la labor creativa.
La historia de Megalópolis se remonta al pasado lejano, tanto el de Coppola (empezó a desarrollarla en los ochenta) como el del mundo. Basada en un episodio de la República Romana ocurrido en el año 63 a.C., Megalópolis sigue a Cesar Catilina (Adam Driver), un arquitecto que ha inventado un material revolucionario llamado el Megalo y cuyos métodos radicales lo llevan a chocar con los hombres poderosos de la ciudad de Nueva Roma, particularmente con el alcalde Franklyn Cicero (Giancarlo Esposito).

A pesar de un elenco numeroso que incluye a la presentadora de televisión Wow Platinum (Aubrey Plaza), el primo celoso Clodio Polcher (Shia LaBeouf) y al banquero Hamilton Crassus (Jon Voight), todos con sus propios planes que le dan a la trama constantes giros y vueltas, Megalópolis es sorprendentemente simple. Cesar sueña con reinventar la ciudad como una utopía, pero sus intentos son frustrados por las constantes conspiraciones en su contra. Esto al mismo tiempo que florece su romance con Julia (Nathalie Emmanuel), la hija de Cicero.
Incluso con este planteamiento claro, Coppola nos dificulta seguirlo. Eventos clave, como la muerte de un personaje secundario o un cataclismo que involucra un satélite soviético, ocurren fuera de cuadro. Queda en la narración de Laurence Fishburne tratar de conectar todos estos eventos dispares. Con una narrativa tan confusa, su intriga política nunca es particularmente intrigante y su romance nunca es particularmente romántico.
Al ver Megalópolis, nuestra energía mental se va hacia hacerle sentido a su bombardeo de alusiones históricas. La conspiración de Catilina y el resto de la República Romana son obvios referentes, pero también lo son la historia de Estados Unidos. Los nombres de Franklyn y Hamilton parecen tomados de sus padres fundadores, mientras que el mismo Cesar se inspira en Robert Moses, el influyente diseñador urbano responsable de muchos de los puentes, túneles y autopistas de Nueva York. La intención parece ser la de mostrar cómo los eventos del pasado riman con los de la actualidad. Así como Roma, la república estadounidense corre el riesgo de convertirse en un imperio, la película nos dice.
La estructura general de Megalópolis puede traer a la mente la saga de El padrino, donde la historia del ascenso de un hombre expone cómo el dinero y las influencias se consolidan en la distribución del poder en Estados Unidos. Pero a pesar de sus constantes referencias a la deuda, el populismo y a la persecución política, Megalópolis carece de filo. Coppola ha condensado siglos de historia a un meloso llamado a la unidad humana y a una declaración del poder transformador de los artistas.
Quizá su mayor falta de curiosidad se encuentra en su tratamiento de la arquitectura. No hay una interrogación de cómo la profesión interactúa con el dinero y el poder. Coppola parece haber hecho de Cesar un arquitecto solo para acercarlo a la figura de un mesías. El espacio forma a las personas, y el arquitecto diseña los espacios; por propiedad transitiva, el arquitecto forma a las nuevas personas. Hemos de pensar en la Megalópolis de Cesar, nunca definida con detalle, como la salvación de la especie humana.

¿Está siendo Coppola muy ingenuo? ¿O nosotros somos muy cínicos? Si la película opta por un optimismo tan puro es quizá porque el cinismo paraliza, mientras que la esperanza nos mueve a la acción, y el estado actual del mundo requiere más de lo segundo que de lo primero. Al mismo tiempo, es difícil decir qué tanto las observaciones de Megalópolis aplican al mundo real, pues la película existe en un mundo propio al que incluso el realismo parece ajeno. La visión de otras películas de ciencia ficción actuales, donde incluso los mundos más fantásticos son realizados con un ojo a la verosimilitud, es rechazada rotundamente.
Su Nueva Roma luce indistinguible de Nueva York (partes de la película fueron fotografiadas por Ron Fricke, camarógrafo de los documentales Koyaanisqatsi, Baraka y Samsara). Sus paisajes lucen pintados, nunca del todo tridimensionales; sus escenarios huecos o apretados y están lejos de transmitir la opulencia a la que su historia frecuentemente alude. Los vestuarios de la película, inspirados muy literalmente en los atuendos romanos, chocan con los planos interiores de oficinas contemporáneas.
Coppola parece más o menos consciente de esto. Hay una escena en la que Cesar le enseña a Julia su visión para Megalópolis. Ella encuentra una maqueta hecha con objetos caseros (un garrafón de agua invertido actúa como uno de los edificios), pero Cesar le pide que cierre los ojos e imagine. Es una apta metáfora para la película. Ver Megalópolis requiere de un salto de fe como aquel que implicó hacerla.
Si estamos dispuestos a entregarnos a la visión de Coppola, el efecto puede ser deslumbrante. Entre su atropellado drama, Megalópolis encuentra algunas imágenes espectaculares, como nada que se pueda ver en las películas comerciales con las que comparte salas de cine. Cuando el satélite cae sobre Nueva Roma, las luces de su estela proyectan las sombras de la gente asustada sobre los edificios. La óptica no tiene sentido (la luz tendría que venir del suelo, no del cielo), pero logra capturar el caos y horror de la situación. Y al mismo tiempo que muchas de sus ideas son expresadas de manera literal, con los personajes diciendo lo que probablemente son los mismos pensamientos de Coppola, un pasaje en el interior de la mente de Cesar nos entrega una de las secuencias más preciosas y abstractas del año.

Hay mucho en Megalópolis que no funciona. Las actuaciones exageradas pintan una sociedad decadente, donde la riqueza les permite gozar de sus vicios sin consecuencias, pero en otras ocasiones parece que Coppola ha cedido el control de la película a sus actores, con incoherentes resultados. La ciudad soñada de Cesar no termina de cautivar. Es un sinfín de curvas flotantes y estériles pensadas sin atención a cómo las personas reales interactuarían con ellas (¿un guiño a Santiago Calatrava?). Es una visión del futuro que se han repetido y parodiado en numerosas ocasiones. Por otra parte, sus usos ocasionales de rock y música electrónica se sienten como intentos desesperados de hablarle a un público joven sin una idea clara de cómo hacerlo.
Queda claro que a Megalópolis le preocupan las nuevas generaciones. Su última imagen, el fruto de la relación entre Cesar y Julia, no puede hacerlo más obvio. Se siente como una petición desesperada para corregir el rumbo de la historia buscando unidad a través de una experiencia humana colectiva. Al mismo tiempo, Coppola parece haber hecho la película pensando en un solo miembro del público: él mismo. Tales son las contradicciones de Megalópolis. Su búsqueda de un lenguaje para el futuro del cine lo lleva de vuelta al pasado. A los movimientos silentes del impresionismo francés y el expresionismo alemán. A las disolvencias e imágenes sobrepuestas, pero también a la danza y a la pintura. Sus fracasos parecen inseparables de sus triunfos. El mismo ímpetu que lo lleva a tropezarse lo conduce de vez en cuando a una verdadera belleza.
Lo más inspirador de Megalópolis está en el hecho simple de que existe en la forma que existe. Coppola ha hecho una película extraña y única. No solo se expone al ridículo, sino que lo abraza. Reafirma su rechazo de Hollywood, se baja de su propio pedestal para convertirse de nuevo en un cineasta amateur (en el sentido original de la palabra, el de alguien que hace las cosas con amor). No me gusta la película, pero la admiro en cierta forma. Es la obra de un maestro que todavía tiene algo que enseñar: que la curiosidad, la ambición y la experimentación tienen un valor, incluso si no llevan a ninguna parte.
★★1/2
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