(Nosferatu; Robert Eggers, 2025)

La historia, claro está, no es nueva. La primera versión de Nosferatu, dirigida por F.W. Murnau, apareció hace más de cien años y es considerada uno de los mayores clásicos del expresionismo alemán y del cine de terror en general. Poco más de cincuenta años después, Werner Herzog la adaptó con color, sonido y su colaborador cercano Klaus Kinski, añadiendo a la extrañeza con su realismo documental–una versión más, de estreno reciente, protagonizada por Doug Jones, parece más una reconstrucción que una nueva adaptación. Si tomamos en cuenta que Nosferatu surgió como un intento no autorizado de llevar a Drácula, la novela de Bram Stoker, a la pantalla grande–la cual ha sido adaptada formalmente en múltiples ocasiones, con actores como Bela Lugosi, Christopher Lee, Frank Langella y Gary Oldman–nos encontramos entonces con una de las narrativas más contadas en la historia del cine.

La decisión de hacer una nueva película de Nosferatu es curiosa. El nombre no se ha desgastado tanto como el de Drácula, pero tampoco tiene el reconocimiento cultural de aquel personaje y por lo tanto no suena como una apuesta comercial tan segura. La existencia de esta película se explica mejor como una obsesión personal de su director, Robert Eggers; en sus películas anteriores, La bruja, El faro y El hombre del norte, vemos una fascinación con el cine de la época silente, la mitología oculta y el detalle histórico. Su Nosferatu, aun con la vara puesta muy alta por las películas de Murnau y de Herzog, sin duda sería un proyecto personal y el producto de verdadero entusiasmo.

La historia es básicamente la misma. Thomas Hutter (Nicholas Hoult), un agente de bienes raíces de la ciudad alemana de Wisburg, es enviado al castillo del Conde Orlok (Bill Skarsgård) para concretar su compra de una mansión. Una vez en el castillo, Hutter descubre que las múltiples advertencias de los habitantes del pueblo cercano son ciertas: Orlok es un vampiro y, por si fuera poco, comparte un vínculo sobrenatural cercano a la obsesión mutua con la esposa de Hutter, Ellen (Lily-Rose Depp), con quien busca reunirse.

Donde la película es un poco más atrevida–llamarla innovadora no se siente correcto, pues está fuertemente inspirada en corrientes cinematográficas de hace décadas; es tan vieja que es nueva–es en un nivel técnico. Esta Nosferatu parece hecha con la consigna de crear una experiencia bizarra, cercana al cine de hace un siglo, al mismo tiempo que puede colorear dentro de la línea trazada por el gran estudio que la financia (es distribuida por Universal).

Como una película de época (la acción transcurre en Alemania durante la década de 1830), Nosferatu puede apoyarse en actuaciones menos naturales y diálogos más literarios. Más que hablar, sus personajes recitan. Lo hacen con palabras y estructuras elaboradas, pero las aceptamos porque esa es más o menos la norma para películas ambientadas hace siglos. No obstante, Eggers va un poco más allá y de nuevo aprovecha las voces de sus actores para añadir a la atmósfera. Lo que sus personajes dicen nunca es tan importante como las variaciones que pueden darle al enunciarlas. El ejemplo más marcado es el mismo Conde Orlok, quien cobra vida gracias a su tono profundo, sobrehumano y ligeramente patético.

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Eggers y el director de fotografía Jarin Blaschke igualmente pueden comunicarnos más sobre los personajes y sus relaciones a través de cómo los colocan en relación con la cámara. El trazo escénico, del que muchas veces se habla como un arte perdido en el cine de hoy, tiene ejemplos ingeniosos aquí. Y en lo que se siente como una referencia más al cine del pasado distante, Nosferatu también recurre a colores apagados y deslavados, que parecen inspirados en los filtros de colores que se usaban para las películas en blanco y negro (escenas nocturnas parecen capturadas en azul, aquellas iluminadas por fuego transcurren en ámbar).

Más radical, aunque un poco menos efectivo, son sus juegos con la luz. La oscuridad parece ser el estado natural de la pantalla, como si la labor de la película fuera la de añadir colores a un lienzo en negro. La luz suele provenir de una sola dirección y convierte a los personajes en siluetas difusas. Esto es más poderoso, y más cercano a los efectos del cine silente, en su primera secuencia: Ellen ruega desesperadamente sobre un fondo totalmente oscuro que la hace sentir como en un vacío. Lo mismo sucede en la introducción del Orlok: Eggers crea un suspenso visual negándonos una mirada completa de su monstruosa apariencia.

Eggers y Blaschke, no obstante, no aprovechan del todo el potencial expresivo de la luz. Cada una de sus secuencias es ejecutada con cuidadosa atención a cómo se comportaría la luz en situaciones reales, no a acentuar las emociones de lo que transcurre en escena. Algo similar sucede con su uso de las sombras: la silueta de Orlok aparece al inicio separada de su cuerpo, lo que parece un efecto dramático, pero después se explica como uno de los poderes más del vampiro.

Eggers quizá peca de realista–hasta su reinvención de Orlok incorpora el bigote de Vlad Dracula, robándole el brillo fantasmal de las versiones interpretadas por Max Schreck y por Kinski. Su construcción de Nosferatu es obsesiva y meticulosa, pero carente de genuina pasión humana. Más que las versiones anteriores, la Nosferatu de Eggers se centra en la sexualidad de Ellen y en el vampiro como vehículo del deseo carnal. Hay desnudez y escenas de sexo. Depp, en momentos canalizando a Isabelle Adjani en Posesión de Andrzej Żuławski, es la actuación destacada. Pero la película a su alrededor no deja de ser algo rígida y recatada. Precisa en un nivel técnico, pero fría finalmente.


★★★1/2


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