(Emilia Pérez; Jacques Audiard, 2024)
Emilia Pérez apenas se estrena en México pero ya se ha hablado de ella hasta el hartazgo. Las críticas (y la posterior disculpa) de Eugenio Derbez a la actuación de Selena Gomez, o una columna de opinión celebrándola por hablar verdades incómodas sobre la situación actual de México son uno de los pocos incidentes que han mantenido vivo un acalorado y para nada pacífico debate. Hay razones para que Emilia Pérez despierte sentimientos tan intensos. La película no solo es un retrato de México hecho por un autor extranjero, su tema principal es una crisis actual: la amenaza del narcotráfico, así como las muertes y desapariciones perpetuadas por grupos criminales y las autoridades coludidas con ellas. Es cierto que la ficción ofrece a sus creadores un territorio libre para explorar; no obstante, cualquier película que toque el narcotráfico en México lo hará tomando como punto de partida el dolor y el miedo vigente de personas reales.
El ser francés no descalifica al director Jacques Audiard de hacer una película sobre México. A Emilia Pérez se le debe juzgar por su ejecución: el cómo es tanto o más importante que el qué. La falta de familiaridad de Audiard ni siquiera tiene qué ser un defecto. El cine mexicano lleva más de una década tocando los mismos temas que Emilia Pérez y en ese tiempo ha sucumbido a su propia colección de clichés. Una producción mexicana sobre el narcotráfico y la violencia no es garantía de frescura o autenticidad. Por cada Noche de fuego, donde se nota la familiaridad de una directora como Tatiana Huezo con la comunidad que retrata, hay una Sujo, hecha de cómodas lecciones y personajes de cartón.
Uno de los propósitos del arte es tomar lo familiar, transformarlo y descubrir experiencias, emociones e ideas nuevas en ello. Sea por tímidez o por explotación, muchas películas mexicanas se han atorado en la idea de que la única forma de hablar de la violencia es reconstruyéndola con absoluto y cruel realismo (término que no se refiere a qué la representación es fiel, sino al efecto que tiene en el espectador). Es un enfoque desgastante que, más que servir como denuncia, recicla las mismas imágenes que crean miedo y la desesperanza. Puedo ver, en teoría, cómo Audiard podría crear un retrato novedoso, sobre todo si su propuesta rechaza el realismo en favor del artificio.

Congruente con esta idea, la trama de Emilia Pérez pone a prueba la credibilidad. Rita Mora Castro (Zoe Saldaña) es una abogada frustrada por su incapacidad de hacer una diferencia en un país azotado por la violencia y la corrupción. Rita se convierte en víctima directa de esta violencia y corrupción cuando es secuestrada por Manitas (Karla Sofía Gascón), un narcotraficante que le pide su ayuda para acceder a una cirugía de confirmación de género y vivir finalmente como mujer, así como a los documentos necesarios para que su esposa Jessi (Selena Gomez) y sus hijos puedan vivir seguros en el extranjero. Manitas se convierte en Emilia Pérez, quien años después se vuelve a encontrar con Rita, con otra petición: que Jessi y sus hijos regresen a México, donde vivirán con Emilia, haciéndose pasar por una prima de Manitas. Al mismo tiempo, Emilia y Rita inician una organización sin fines de lucro para localizar a los desaparecidos por el crimen organizado.
La historia de Emilia Pérez es, por supuesto, ridícula, pero no es inmediatamente mala. Para contarla, Audiard ha escogido el formato del musical, uno de los géneros más artificiosos (como espectadores, aceptamos que los personajes van a cantar espontáneamente). Como un musical, donde los personajes articulan sus sentimientos a través de la canción, Emilia Pérez no tiene que limitarse a sus acciones para caracterizar a sus personajes. En el número musical de “El mal”, donde Rita baila entre una colección de políticos y empresarios corruptos, la película habla el conflicto interior creado por participar en un sistema podrido que uno no puede cambiar. Es un sentimiento cercano al México actual. La historia misma, de un narcotraficante que se arrepiente de sus pecados para ayudar las familias de los desaparecidos, es profundamente ingenua, pero entiendo el querer creer en ella. Entiendo el querer un México en el que los problemas se pueden resolver con tanta facilidad. Emilia Pérez quiere ofrecer esperanza y eso, en principio, no es malo.
Como musical, Emilia Pérez toma decisiones que seguro alienarán al público. Muchas de las canciones no siguen una métrica o rima tradicional y las letras se entregan más como diálogos hablados. Es una decisión extraña pero no sin precedentes (es el mismo formato de las canciones de las películas del compatriota de Audiard, Jacques Demy, como Los paraguas de Cherburgo, una genuina obra maestra). Un problema mayor es el armado de los números. Audiard nos muestra coreografías capaces pero su cámara tiende a mantenerse demasiado cerca de los rostros de sus actores, negándonos la oportunidad de apreciar o deslumbrarnos con sus movimientos.

Emilia Pérez, aspira a ser una afronta al buen gusto. El número más memorable (y uno de los más virales), donde Rita y un médico tailandés cantan sobre la vaginoplastia, tiene el entusiasmo de un par de preadolescentes que acaban de descubrir las palabras “pene” y “vagina”. En ese sentido, me siento tentado a compararla con las primeras comedias de Pedro Almodóvar, donde los excesos del melodrama eran bienvenidos en lugar de rechazados y temas como la violación eran material permitido para la comedia.
Claro, la comparación ignoraría que en sus comedias tempranas, chocantes y escandalosas como pueden llegar a ser, Almodóvar conoce y se identifica con el medio que retrata: su España natal y mujeres como aquellas que lo criaron. Audiard, por su parte, ha sido abierto con el hecho de que, previo a la película, no hizo mucha investigación sobre México. Esta declaración en específico ha desatado especial indignación dentro del público mexicano, pero se refleja negativamente en la película como película. Ya que Emilia Pérez no brota de una familiaridad con lo que retrata, su punto de partida parecen ser las imágenes de México que flotan en los medios o en otras películas. Almodóvar usaba los clichés de Hollywood para exagerar el mundo que lo rodeaba. Emilia Pérez es clichés de pies a cabeza.
La película, entonces, tiene más en común con el México de Tráfico de Steven Soderbergh o el de Hombre en llamas de Tony Scott. No se siente como un director francés mirando a México, sino como un director francés mirando a México a través de las películas gringas. Ese del filtro sepia, cámara temblorosa y cortes rápidos que imaginan una especialmente calurosa tierra sin ley. Pero incluso como un musical melodramático, Emilia Pérez carece del frenesí técnico de alguien como Scott: no empuja las imágenes ni el montaje a su sensacional límite, es una pálida imitación de sus intentos de transmitir energía y emoción.
Su mirada a la experiencia trans no es menos trillada que su mirada a México. Su personaje titular es interpretado por una actriz trans, lo que es técnicamente un avance si la comparamos con las películas que en la década pasada recibieron atención y reconocimiento en temporada de premios (El club de los desahuciados de 2014 y La chica danesa de 2016 tenían a hombres cisgénero haciendo de mujeres trans). No obstante, la construcción del personaje de Emilia Pérez se sigue sintiendo como una vista desde fuera. Para la película, Emilia es un símbolo, una metáfora para una persona dividida y que quiere dejar su pasado.

Queda la sensación de que la única razón por la que su protagonista es trans es porque le permite tener los giros, secretos y engaños de una trama de telenovela. Lo mismo con México. Un país azotado por el narco, con iconografía colorida (la película abre con mariachis vestidos con luces de neón y una versión cantada de los anuncios de vendedores de fierro viejo), le permite meter machismo, sobornos, secuestros y asesinatos. Todo se siente muy oportunista, nunca más que en su tratamiento de los desaparecidos, quienes se convierten en parte del decorado, una parada en el camino de Emilia a la redención–el único personaje con un familiar desaparecido es Epifanía (Adriana Paz), su novia; ella llega a la fundación por noticias de su esposo, pero pronto nos dice que él era abusador y violento, entonces nos quedamos con la impresión de que la pérdida no era tan grande.
Emilia Pérez, entonces, es y no es una película sobre México. Es una película sobre México porque se desarrolla en México y toca problemas mexicanos: la corrupción, las desapariciones y el narcotráfico. Pero no es una película sobre México porque su verdadero interés siempre son sus personajes femeninos y sus experiencias individuales: Emilia, Rita, Jessi y Epifanía, en grado descendiente de importancia. La película, entonces, podría haber ocurrido en cualquier lugar. Situar la historia en un país real, con problemas sociales y estructurales igualmente dramáticos, no obstante, crea impresión de que está hablando de temas reales e importantes, incluso cuando su entendimiento de ellos es superficial.
Emilia Pérez recurre al artificio de manera intermitente, para excusar su ignorancia y falta de curiosidad. Detalles de sus personajes buscan una motivación realista: el acento de Rita se explica diciendo que su personaje nació, no en México, sino en República Dominicana (la misma ascendencia de Saldaña); el atropellado español de Gómez con que su personaje creció en Estados Unidos. Aunque filmada en su mayoría en Francia, los escenarios de la película tratan de imitar las calles y mercados de la Ciudad de México. No obstante, cualquier decisión que salga de la realidad puede defenderse con la idea de que la película nunca trata de ser realista. Pero es una explicación débil porque la película nunca se compromete del todo al exceso. Se queda corta de lo extravagante y solo se queda en lo incoherente. Es ridícula, pero carece de la audacia del camp. Emilia Pérez no ocurre en el México real, pero tampoco en el mundo singular y operático que Audiard trata de construir.
★1/2
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