(The Brutalist; Brady Corbet, 2025)
Viendo El brutalista me encontré pensando mucho en Paul Thomas Anderson. Los paralelos abundan. Así como Anderson, Brady Corbet, director de El brutalista, empezó su carrera relativamente joven. A ésta, su tercera película como director y por la cual a sus 36 años ha recibido la nominación al Oscar, le preceden otras dos: La niñez de un líder y Vox Lux: El precio de la fama (así como una carrera como actor que incluye la versión en inglés de Juegos divertidos de Michael Haneke). Corbet parece igualmente atraído a los grandes temas. El brutalista es una historia épica sobre el proceso creativo, la experiencia migrante, la religión, el dinero y cómo todos estos confluyen para dar forma al Estados Unidos que conocemos hoy en día. Así como Anderson estaba fascinado con el cine de épocas pasadas (sobre todo en el inicio de su carrera pero también en el reciente homenaje setentero Licorice Pizza), El brutalista alude directamente a clásicos como Érase una vez en América de Sergio Leone y El padrino Parte II de Francis Ford Coppola, al mismo tiempo que rescata técnicas y formatos que se pensaban obsoletos. Como una épica del Hollywood de antaño, es presentada con (una breve) obertura e intermedio de 15 minutos y es fotografiada en VistaVision, formato introducido en los cincuenta para crear una imagen más detallada y espectacular que el celuloide regular de 35 milímetros. Me atrevo a decir que los paralelos son todavía más directos. Que El brutalista bebe directamente de Petróleo sangriento, la película de Anderson sobre el ambicioso y despiadado petrolero Daniel Plainview, pero también de The Master: Todo hombre necesita un guía, sobre la complicada relación entre un atormentado veterano de guerra y un rico beneficiario muy parecido a L. Ron Hubbard, fundador de la Cienciología.
Todo lo anterior hace que El brutalista suene como una obra de inusual ambición y que aspira al calificativo de obra maestra. Estoy seguro de que la película es lo primero, no tanto de lo segundo, aunque hace un noble y digno intento. La historia, que inicia en el año de 1947, sigue a László Tóth (Adrien Brody), un arquitecto judío de Hungría y sobreviviente del Holocausto que llega a Estados Unidos con la esperanza de reiniciar su vida y reunirse con su esposa Erzsébet (Felicity Jones), quien sigue atorada en Europa a causa de su frágil estado de salud. Aunque en un principio entusiasmado y lleno de esperanza, László pronto se enfrenta a una serie de humillaciones. Su primo Attila (Alessandro Nivola) lo acoge y le da trabajo en su mueblería, aprovechando sus talentos para el diseño y las renovaciones, pero al poco tiempo lo acusa de coquetear con su esposa y lo corre de su casa, obligándolo a refugiarse en un albergue y subsistir a partir de precarios trabajos manuales.

El guion, de Corbet y Mona Fastvold, su colaboradora cercana y pareja por más de diez años, eventualmente se centra en la relación que László forma con el empresario Harrison Lee Van Buren (Guy Pearce). Al conocer su obra arquitectónica en Europa, Harrison queda fascinado por el talento de Lászlo y le ofrece un lienzo enorme para concretar (juego de palabras totalmente intencional) su visión. Devastado por la reciente muerte de su madre, Harrison quiere honrarla construyendo un centro comunitario en Doylestown, Pensilvania (cerca de Filadelfia), el cual será diseñado por László. La petición es un rayo de sol, un regreso a la vocación que creía perdida para siempre.
Claro, las cosas se complican pronto y es ahí donde El brutalista emerge definitivamente como una película sobre las vicisitudes del proceso creativo. Harrison y los demás financiadores ponen el dinero pero también sus ideas o, más bien, sus caprichos. El centro comunitario se convierte entonces en distintos edificios (biblioteca, gimnasio, una capilla cristiana, etc.) que László lucha por unir en un todo coherente. Los contratistas imponen sus propias reglas. László propone concreto puro y al desnudo. Barato, simple y capaz de moldearse en formas poderosas al mismo tiempo que se apega a las ideas de su escuela, la Bauhaus de Alemania, pero ellos insisten en sus propios materiales. No obstante, a medida que el proyecto avanza, de manera lenta, torpe, el compromiso de Lászlo no flaquea. Está dispuesto a sacrificar su salario para cubrir ciertos huecos en el presupuesto, un gesto que, considerando su establecimiento reciente en Estados Unidos, se encuentra en algún lugar entre la imprudencia y la locura–la película toma la curiosa decisión de revelar las verdaderas intenciones de László hasta el epílogo de la película, conectando su visión con su vida personal; es al final que su determinación más o menos tiene sentido.
Podemos trazar comparaciones entre el proyecto de László y la película misma. Retrasada en múltiples ocasiones desde su anuncio en 2020 y filmada en Hungría e Italia por el ínfimo (para los estándares de Hollywood) monto de 10 millones de dólares, El brutalista es una película que existe a pesar de sus circunstancias; que parece haberse manifestado gracias a pura terquedad e ingenio. Hay detalles que delatan su presupuesto. Está filmada mayormente en interiores y carece de las espectaculares vistas y recreaciones históricas que vemos en muchas películas de época. Corbet recrea el periodo y el contexto histórico con trucos de bajo presupuesto: imágenes de archivo, música y programas de radio.

Sus soluciones, no obstante, son frecuentemente ingeniosas. La frívola y decadente atmósfera de un club de jazz es sugerida con planos angulares y claustrofóbicos. El dinamismo de la ciudad se transmite con imágenes de sus rascacielos individuales convertidos en poderosos trazos diagonales–congruente con una película sobre la arquitectura, el director de fotografía Lol Crawley se deleita más con los edificios que con sus actores. Es ya un cliché cuando películas y series filman usan canteras como una locación barata, pero la que aparece en El brutalista no solo luce espectacular, también comunica un simbolismo elemental pero poderoso sobre la arquitectura, de la tierra que se convierte en escultura y espacio articulado a través de la transformación de sus formas.
Otros simbolismos de la película no son tan refinados. La Estatua de la Libertad vista de cabeza cuando László llega al puerto de Nueva York, es todo menos sutil: una película sobre el lado oscuro de la experiencia migrante es inaugurada volteando uno de los símbolos más distintivos del país, una estructura diseñada específicamente para darle la bienvenida a migrantes de otros países. Más adelante, los villanos de la película son mostrados como violadores literales, un toque de shock para que no nos quede duda de su naturaleza explotadora y abusiva.
Toques simplistas como éste demeritan una película que aspira a la complejidad. Su estructura y narrativa, no obstante, se sigue sintiendo como un logro. Su duración no parece un capricho, las dos partes de El brutalista funcionan como dos películas que se complementan a manera de espejo. La primera contando una historia generalmente optimista de cómo el sueño americano se hace realidad, la segunda socavándolo lentamente a través de la revelación gradual de sus propias contradicciones. La música, a cargo de Daniel Blumberg, con su brioso piano y potente tema principal, ayudan a que su duración de poco más de tres horas y media no pese.

Corbet y el editor Dávid Jancsó de vez en cuando interrumpen las escenas con momentos aislados, fragmentos de cotidianidad o pinceladas de emoción que buscan más que solo avanzar el drama, pero la película nunca sacrifica la linealidad. El brutalista siempre es legible y fácil de seguir. Esa claridad y eficiencia juega un poco en su contra. Los asesinos de la luna de Martin Scorsese, otra película reciente sobre el lado oscuro de Estados Unidos, convirtió su base en una historia real en un punto a favor, dándose oportunidad de desviarse e incluir asperezas que la hacían sentir como una mirada detallada de su época, así como una verdadera mirada al funcionamiento de las instituciones del país.
El brutalista no muestra mucha curiosidad a lo que se encuentra más allá de László, Erzsébet y Harrison (Joe Alwyn y Stacy Martin interpretan a los hijos de él, pero se sienten más como una extensión de él que como personajes hechos y derechos). El decreto para la fundación del estado de Israel figura, primero como una noticia escuchada casualmente que nos ubica en el tiempo, después como un refugio potencial a medida que László, Erzsébet y su sobrina Zsófia (Raffey Cassidy) se convencen de que Estados Unidos no los quiere. La película no llega al grado de propaganda sionista (aunque tiene una ambigüedad que le permite ser interpretada como tal), pero tampoco parece muy interesada en las ramificaciones de esta decisión. Israel es un punto en la trama en una película más interesada en conceptos abstractos que en la realidad material.
El brutalista no alcanza el imposible estándar que se plantea (o casi imposible; no olvidemos que quizá la más grande película sobre las instituciones Estados Unidos, El ciudadano Kane, fue hecha por un Orson Welles a la mitad de sus veintes), pero no deja de ser un logro impresionante, ni opaca la promesa de Corbet. Ahí es donde encuentro el mayor parecido con Anderson, quien antes de convertirse en, me atrevo a decir, el mejor cineasta hollywoodense de la actualidad, mostraba una tendencia juvenil al virtuosismo y a proyectos que quizá lo excedían. Es una tendencia saludable para un artista. Anderson encontró su voz después de, a veces con descaro, seguir los pasos de cineastas como Scorsese y Robert Altman. En El brutalista veo un remedo parcial de Anderson, pero también el potencial de una voz original. Espero que la encuentre.
★★★★
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