(Nickel Boys; RaMell Ross, 2025)

Cuesta hablar de Los chicos de la Nickel sin empezar por su elemento visual más llamativo. Es una decisión estilística que aparece desde el principio y se mantiene por mucha de su duración. La película empieza con una naranja colgando de un árbol, lo que parece un típico plano detalle, hasta que una voz grita el nombre de “Elwood” y la cámara se voltea en su dirección, como en respuesta. Los chicos de la Nickel será entonces un ceñido ejercicio en punto de vista. No solo se centra en este Elwood, uno de dos personajes principales que aparece en casi todas las escenas, no solo nos limita a lo que él sabe y experimenta, sino que la fotografía (a cargo de Jomo Fray) y el diseño sonoro tratan de emular con fidelidad su punto de vista óptico. Lo que él ve y escucha, nosotros vemos y escuchamos también. Lo llamativo está, no solo en la técnica misma, sino en qué tanto se usa. Muchas películas, después de todo, recurren a tomas subjetivas, pero como una herramienta ocasional. Lo que en ellas es la excepción, en Los chicos de la Nickel es la regla.

Es un enfoque novedoso, aunque no del todo sin precedentes. Le antecede el caso más o menos infame de La dama en el lago, una película de 1947 dirigida por Robert Montgomery que adaptó una novela de misterio de Raymond Chandler limitándonos a lo que el detective Phillip Marlowe puede ver. Digo infame porque la decisión fue despreciada como un artilugio, nunca convirtiéndose en la revolución cinematográfica prometida por sus anuncios–la idea ha reaparecido de vez en cuando; un caso parecido es el de la reciente Presencia de Steven Soderbergh, aunque el efecto es modulado por el hecho de que el personaje que actúa como punto de vista es un ente sobrenatural, no una persona de carne y hueso.

Filmar una película desde el punto de vista de uno de sus personajes es una decisión que parece intuitiva y lógica: si este personaje ya es nuestro acceso a los eventos que ocurren en ella, si ya nos identificamos con él, el salto no debería ser tan grande. Su mirada, en teoría, solo reforzaría esta identificación y haría nuestra experiencia más cercana a la de ellos. Claro, podemos razonar un poco más y encontrar problemas. Una de las formas en que conectamos con otras personas, incluyendo a los personajes de las películas, es a través del rostro. El rostro nos da una imagen corpórea y definida de la persona, además de que nos permite leer e interpretar las emociones sugeridas por sus expresiones y gestos.

La forma en que conocemos a Elwood es entonces desorientadora, aunque crea algunos efectos interesantes. Elwood crece en Tallahassee, Florida en un momento particularmente turbulento de Estados Unidos: a inicios de los sesenta, en plena lucha por los derechos civiles de las personas negras. Elwood es un muchacho inteligente y su desempeño escolar le permite conseguir una invitación a estudiar en un instituto técnico sin costo. Elwood también es negro, y nos damos cuenta de ello, parece, al mismo tiempo que él. Después de ver uno de los discursos de Martin Luther King Jr. en la televisión, Elwood (interpretado de niño por Ethan Cole Sharp, más adelante por Ethan Herisse) voltea a su propio brazo de piel oscura (al mostrar un momento tan cerca del otro, la película nos permite hacer esta asociación). Es algo que no podría ocurrir en una película más convencional: conocemos a Elwood como alguien que puede ver y experimentar el mundo antes de conocer su color de piel y la carga social que éste conlleva.

Los chicos de la Nickel no es una película típica de Hollywood, pero tampoco está totalmente fuera de su ecosistema–entre sus productores se encuentran Orion, otrora estudio independiente convertido en subsidiaria de Amazon, y Plan B, la compañía fundada por Brad Pitt y responsable de varias nominadas al Oscar. Como tal, compensa lo desorientador de su concepto visual con distintas soluciones, algunas bastante lógicas: reflejos en vidrios, así como fotografías, nos dan miradas, aunque sean breves y esquemáticas, al rostro de Elwood y nos ayudan a reconocerlo como personaje.

La película encuentra otra más adelante. Caminando a lo que él espera será su nueva escuela, Elwood recibe un raite de un simpático hombre, también negro, que resulta haber robado el auto que conduce. Elwood es implicado en el robo, a pesar de no haber tenido nada que ver, y es enviado a un tutelar de menores, la Academia Nickel. A pesar de que, para los sesenta, muchas leyes de segregación se habían revocado, la “academia” continúa separando a los jóvenes blancos de los negros. Elwood llega en una patrulla que deja a dos muchachos blancos en lo que parece una limpia casona antes de moverse a donde él se quedará. Ahí, Elwood conoce a Truman (Brandon Wilson), otro muchacho negro y los dos se vuelven amigos íntimos, un hecho que es reforzado por el hecho de que, a partir de ese momento, la película saltará entre el punto de vista de los dos. En las escenas que comparten, cuando vemos a través de Elwood, podemos ver el rostro de Truman. Cuando vemos a través de Truman, vemos el de Elwood.

Esta decisión permite, entre otras cosas, cortar entre dos personajes teniendo una conversación, como suele ocurrir en películas más convencionales. Esto ayuda a que el punto de vista se sienta menos como una distracción, aunque sus usos del plano contraplano son limitados y producen el, a veces incómodo, a veces íntimo, efecto creado por los personajes mirando directamente a la cámara. El efecto también se puede leer como metáfora: cuando Elwood mira a Truman o Truman a Elwood, el otro obtiene la corporalidad que la película, por diseño, evita. Ser visto por los ojos comprensivos de alguien que los trata como un igual les permite recuperar esa dimensión humana que la sociedad les niega.

Puedo seguir hablando de cómo la película juega con la subjetividad. Cómo el diseño sonoro altera sutilmente las voces de Elwood y Truman, capturando esa diferencia entre escuchar nuestra propia voz mientras hablamos y escucharla por fuera. Cómo el montaje, al saltar constantemente entre tiempos–la película nos muestra la vida de un Elwood adulto, interpretado por Daveed Diggs, una vez que sale de Nickel–no solo sugiere su experiencia vivida pero también el acto desordenado de recordar; no solo compartimos su experiencia sensorial, pero también, en cierto grado, sus pensamientos.

Pero los muchos trucos de Los chicos de la Nickel pierden impacto porque, en última instancia, están al servicio de una historia simple y convencional. El guion, de Ross y Joslyn Barnes, no es manipulador en un sentido típico. La película tiene la inteligencia de colocar a sus personajes secundarios en un espectro moral sin caer en etiquetas limpias de héroes y villanos: la esposa del superintendente, tanto como se aprovecha del trabajo no pagado de los chicos para arreglar su casa, también se acerca a Elwood para donarle libros que piensa le pueden interesar. Pero sigue derivando sus principales efectos emocionales del sufrimiento de personajes negros que, por mucha de su duración, se mantienen impotentes y pasivos. Incluso si la película tiene el tacto de sugerirlos en lugar de mostrarlos, nunca es mucho más que una crónica de las injusticias y abusos que sufren dentro de la institución.

Los chicos de la Nickel lima las asperezas de sus personajes convirtiéndolos en objetos por los que uno está casi obligado a conmoverse, en lugar de redondearlos con verdaderos matices. Elwood es presentado como un chico modelo, un estudiante prometedor y un luchador pacifista por los derechos humanos, mientras que el pasado de Truman es prácticamente inexistente para la narrativa.

Si algo encuentro más arriesgado en Los chicos de la Nickel son su narrativa fragmentada y sus toques ensayísticos. La película se da permiso de omitir momentos clave; no se preocupa mucho con ser comprendida con claridad y más bien busca dar una impresión de las vidas de Elwood y Truman en la Nickel en lugar de decirnos exactamente qué ocurrió dentro de ella. Su uso de imágenes de archivo, que aparecen intercaladas con su narrativa, ayuda a situar a los dos en un contexto histórico más grande y nos invitan como espectadores a pensar de manera asociativa: no solo a reconstruir una narrativa lineal, pero imaginar significados a partir de imágenes cuya relación no es clara.

Hay vías para interpretarlas. El sufrimiento de Elwood y Truman es interrumpido por pietaje de las misiones espaciales Apolo; un hecho ampliamente documentado y celebrado como un triunfo estadounidense más allá del cielo choca con una historia violenta y vergonzosa, donde cuerpos humanos son inhumanamente enterrados para ocultarla. Fotos de la investigación que se hizo a la Academia Dozier, la institución real que inspiró el libro de Colson Whitehead en que se basa la película, le dan una inmediatez y urgencia mayor a la de una simple recreación ficcionalizada.

Pero Los chicos de la Nickel es finalmente una película que corre antes de caminar. Su atrevido recurso visual principal no viene acompañado de un drama sólido ni personajes bien delineados, entonces opaca en lugar de enriquecer nuestra relación con ellos. La película se queda en un entendimiento simplista y plano de cómo funcionan la mirada y la empatía. Actúa bajo la idea de que mostrar a sus personajes viendo basta para darles poder y agencia en el mundo. Que ponernos literalmente en sus zapatos basta para experimentemos las mismas emociones que ellos.


★★1/2


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