(Sinners; Ryan Coogler, 2025)

Pecadores es una cosa muy extraña: una película de vampiros donde lo menos interesante son los vampiros. Pensándolo bien, la etiqueta de película de vampiros se queda corta para lo que también se comporta como musical, que se presta del cine histórico de gangsters y que cuenta con liberales dosis de cachondeo, violencia balística y toques de comedia y fantasía. Es una combinación audaz, constantemente entretenida, ocasionalmente grandiosa, que merece experimentarse incluso cuando el resultado final no es completamente satisfactorio.

La historia sigue a Smoke (Michael B. Jordan) y Stack Moore (Michael B. Jordan también), dos gemelos idénticos que, después de servir en la Primera Guerra Mundial y trabajar entre los mafiosos de Chicago, regresan a la región del delta del río Misisipi con planes concretos para abrir una cantina. La primera parte de la película consiste en un prolongado recorrido por el pueblo, haciendo los preparativos necesarios para su gran noche de apertura. Uno a uno conocemos a sus compañeros de negocios. Está Hogwood (David Maldonado), el sospechoso empresario blanco que les vende un viejo aserradero; Bo (Yao) y Grace (Li Jun Li), una pareja de mercaderes chinos encargados de los suministros y el diseño del letrero del local; el pianista Delta Slim (Delroy Lindo) y la cantante Pearline (Jayme Lawson), quienes animarán la noche; Cornbread (Omar Miller), el cuidador de la entrada; y Annie (Wunmi Mosaku), cocinera, así como practicante de lo oculto y expareja de Smoke.

Además de presentarnos a personajes que cobrarán mayor importancia más adelante, esta serie de interacciones establece la mentalidad emprendedora de los hermanos. Cada encuentro, aunque sea para ofrecerle unos centavos a una niña para cuidar su camión por unos minutos, es presentada como una tensa transacción en la que cada parte debe extraer el mayor beneficio. La plática se alarga estableciendo términos y condiciones y corre el riesgo de tornarse amarga cuando alguien dice algo que se puede leer como provocación. La película lo presenta, no como corrupta avaricia, sino como una herramienta de sobrevivencia. Smoke y Stack han concebido su cantina como un espacio de esparcimiento para la comunidad negra local, un respiro de la explotación y persecución que encuentran día a día, pero su plan no tiene nada de altruista. Quieren convertir su propio dinero (de procedencia dudosa, cabe señalar) en más dinero.

En las conversaciones se asoman detalles del mundo en que viven. El contexto de la película es el Estados Unidos de 1932, años de la Gran Depresión, cuando los negros están técnicamente emancipados pero la segregación persiste. La esclavitud lleva décadas abolida pero la remuneración por la cosecha del algodón es mísera: monedas de madera aceptadas por unos pocos negocios, con una fracción del valor del poderoso dólar. Hombres negros como Smoke y Stack técnicamente pueden emprender, aunque cualquier fortuna corre el riesgo de despertar la envidia y la violencia de los miembros del Ku Klux Klan, el cual se encuentra vivo y fuerte a pesar de voces que dicen lo contrario.

El sentido de tiempo y lugar es complementado por la música. Pecadores marca la quinta colaboración entre el director Ryan Coogler y el compositor Ludwig Göransson y quizá la más sustanciosa. El blues, que Smoke y Stack quieren como ambientación en su establecimiento, pero también el folk irlandés, que aparece en la forma de un trío de cantantes blancos, Remmick (Jack O’Connell), Joan (Lola Kirke) y Bert (Peter Dreimanis), no solo rodean a la narrativa pero la moldean activamente. Los muchos significados de la música se manifiestan a través de sus personajes: una conexión con ancestros y terruños perdidos, un alivio para quienes trabajan largas jornadas bajo el sol, un talento sobrenatural que atenta contra las normas de Dios–un eco a la leyenda del bluesero Robert Johnson, quien se dice vendió su alma al diablo a cambio de su éxito–o bien, un producto que como todo puede ser comercializado.

Coogler, quien también escribió el guion, no solo teje las raíces históricas del blues (algo impresionante para una película que transcurre en más o menos un día) pero lo hace con brío y personajes llenos de carisma y personalidad. No se siente como clase de historia, sino como una fiesta. Hasta los más pequeños papeles contribuyen a un sentido de humor y comunidad. Dos ladrones reciben disparos en un momento presentado como comedia, como un divertido malentendido entre viejos desconocidos. Delroy Lindo recibe un curioso escaparate para su talento: pocos actores pueden hacer que su personaje diga que se cagó en los pantalones sin dejar de ser un emblema de valentía y dignidad.

Para cuando los vampiros finalmente aparecen, son una porción de más en un platillo bastante llenador. Después de lo que empieza como una exitosa noche de inauguración y dos sensacionales números musicales, la película se apura tachando los clichés del terror: el gradual descubrimiento de las criaturas chupasangre, el repaso por las distintas formas de vencerlos (ajo, estacas de madera, etc.), las víctimas que caen o son convertidas una por una y los múltiples intentos por llegar al día siguiente, cuando la luz del sol terminará de salvarlos. Los villanos introducen una tentación faustiana: Smoke y Stack pueden escapar de la violencia y el racismo a través de la inmortalidad y la pertenencia a una mente colectiva, pero la película no tiene tiempo de dramatizarlo y que su rechazo se sienta significativo.

Una posible inspiración para su estructura es Del crepúsculo al amanecer, la película de Robert Rodriguez y Quentin Tarantino que empieza como un drama criminal sobre el secuestro de una familia antes de virar abruptamente a un festín de sangre en un bar de la frontera mexicana. Pero esto no hace que Pecadores se sienta menos frustrada, con villanos y dramas introducidos solo para ser rápidamente eliminados con una sensación de anticlímax–la película se siente como un primer y segundo acto seguido por dos epílogos, en lugar de los cuatro actos acostumbrados en una película hollywoodense de su misma duración. Pero diré esto a su favor: la película no sería necesariamente mejor sin los vampiros; el mundo y personajes que construye son tan ricos que con gusto vería una versión de tres horas.

En cuanto a lo visual, también tengo sentimientos encontrados. La textura de la película es preciosa, combinando los tonos e imperfecciones del celuloide en que fue fotografiada con los ambientes sureños y la calidez de las lámparas antiguas en las escenas nocturnas. Pero la combinación de formatos de filmación elegidos por Coogler y la directora de fotografía Autumn Durald Arkapaw, específicamente el IMAX y Ultra Panavision 70 (ambos usan un carrete dos veces más ancho que el más acostumbrado de 35 milímetros, pero de proporción drásticamente diferente), frecuentemente dan lugar a composiciones con incómodos espacios vacíos, diseñadas con ojo a la practicidad más que a la belleza pictórica o el drama.

La verdadera riqueza de la película se encuentra en otro lugar, en algo muy raro en las películas hollywoodenses actuales: la forma en que abraza los vicios de sus personajes, específicamente su deseo sexual. La palabra “pecadores” no es invocado como condena o como sermón, sino como una reafirmación de aquellas pasiones que los hacen, y nos hacen, humanos. Hay por lo menos un momento en que la tentación carnal parece haber condenado a uno de sus personajes a un destino peor que la muerte, pero está fotografiado con tanta sensualidad que es imposible no dejarse llevar por él, sentir que valió la pena. La película es una celebración del baile, la bebida, la fiesta y la violencia cinematográfica. Sus momentos de genio están, no precisamente en la habilidad con que cuenta su historia, sino en el exceso que la rodea.

Si la religión aparece, que de hecho lo hace desde el principio, no es para imponerse, sino para que la película dialogue con ella. Sammie (Miles Caton), el primo de Smoke y Stack, es un prodigio del blues así como hijo de un pastor cristiano, el ejemplo más dramático de la moral binaria del mundo que lo rodea. Sammie tiene dos caminos frente a él (algo así como el cruce donde Johnson vendió su alma): una vida de crimen siguiendo los pasos de sus primos o una de rectitud honrando su reputación como hijo de un hombre de Dios. Pero la diferencia existe solo en la superficie: en ambos casos se trata de una decisión pragmática, no una entre un bien o mal absolutos. La potencial virtud e inocencia de Sammie son moneda de cambio para comprar su acceso a una comunidad de negros libres, donde puede gozar de la libertad que en el resto de Estados Unidos existe solo en papel.

Si Pecadores parece contradecirse es quizá porque se rehúsa a encasillar a sus personajes, así como su interpretación del mito vampírico. El vampiro como una metáfora para la mentalidad depredadora de los racistas blancos es una posible lectura, pero Coogler apunta a algo más complejo, a cómo nociones típicas del bien y el mal, del pasado, presente y futuro, se entrelazan y coexisten de manera inseparable. Smoke y Stack se distinguen limpiamente por su vestimenta (uno viste rojo, el otro azul), pero son dos caras de la misma moneda.


★★★1/2


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