(Final Destination Bloodlines; Zach Lipovsky & Adam Stein, 2025)
Cuando uno sigue el cine por tiempo suficiente inevitablemente se encuentra con el fenómeno de la reevaluación. Películas que en su momento fueron despreciadas o ignoradas, décadas después encuentran un público que las adopta y abraza. Hace 25 años, cuando se estrenó la primera película de Destino final, la mayoría la descartó como un simple giro sobrenatural del cine de terror sobre adolescentes asesinados, subgénero que se había vuelto a poner de moda a finales de los noventa con películas como Scream: Grita antes de morir y Sé lo que hicieron el verano pasado.
Las reevaluaciones ocurren por muchas razones. Las películas para públicos juveniles adquieren cierta legitimidad cuando su público crece. Los adolescentes criados por Destino final y sus secuelas son los adultos que moldean la cultura de hoy. Otra explicación posible es que, a medida que los géneros cambian, las películas de tiempos pasados satisfacen gustos que el cine actual tiende a ignorar. Cuando se estrenó, Destino final era un ejemplo especialmente bobo de un género que de por sí costaba tomar en serio. En la actualidad del “terror elevado”, donde parece que cada película de terror que se quiere hacer notar tiene que hacer algún comentario social, psicológico (típicamente sobre el duelo o el trauma) o copiar el estilo de alguna película de “arte”, la falta de intelectualidad (mas no de inteligencia), el desvergonzado placer en la violencia solo porque sí, hacen que las películas de Destino final se sientan refrescantes.
Hasta ahora, Destino final y sus cuatro secuelas, estrenadas entre 2000 y 2011, han seguido un patrón simple y predecible. En su primer acto, un grupo de personajes dispares, aunque mayormente jóvenes, se salva de una barbárica muerte gracias a la predicción del protagonista–los eventos que ocurrirían son mostrado con detalle, recontextualizados como una visión, preservando así el contenido de violencia gráfica. Habiendo alterado el “diseño” de la muerte, los sobrevivientes empiezan a morir uno a uno. La delicada mano sobrenatural de la muerte se manifiesta convirtiendo objetos cotidianos en meticulosas y precisas trampas asesinas.
Este énfasis en la violencia, por encima de los temas o la psicología de sus personajes, sugiere una serie descerebrada que apela solo a los instintos más primitivos de la mente humana, pero esto no quiere decir que los principios que vemos en cualquier historia dejen de aplicar. Las mejores muertes en la serie son resultado de un cuidadoso manejo de las causas y los efectos. Hábiles manipulaciones de nuestras expectativas; macabros y cómicos ejercicios en suspenso.

No nos quedamos solo con el súbito impacto de ver a alguien morir horriblemente (aunque algunas, las menos satisfactorias en mi opinión, sí lo hacen), sino con la deliciosa anticipación de ver cómo las piezas se acomodan una por una. El espantoso espectáculo del cuerpo humano convertido en sangre y vísceras es acompañado de admiración por la creatividad de las personas detrás de cámaras.
No es un equilibrio al que la serie llegó de inmediato. La primera Destino final todavía se tomaba con cierta seriedad, quizá porque trataba de ser aterradora de manera tradicional. Aunque tenía dos o tres muertes ingeniosas, no terminaba de entregarse al divertido desquicio del que era capaz. Este pico creativo llegó quizá en Destino final 3, aunque la entrega más reciente, Destino final: Lazos de sangre, se acerca bastante. Si no es la mejor de la serie, Lazos de sangre es por lo menos la más coherente tonalmente: una película que sabe que, más que horrorizarse, su público viene a reírse, a gritarle con deleite a la pantalla, a darle hurras a la muerte en lugar de temerle.
La fórmula se preserva, aunque con giros suficientes para sentirse novedosa. La historia empieza a finales de los sesenta (sugerida por una radio de la que sale Creedence Clearwater Revival), con Iris (Brec Bassinger) y su novio Paul (Max Lloyd-Jones) llegando a la inauguración del Skyview, un restaurante en la cima de una torre muy parecida a la Aguja Espacial de Seattle. Es una ocasión feliz porque Paul está por pedirle matrimonio, pero los fans de la serie (o cualquiera que sepa que entró a una película de terror), saben que el desastre acecha. Un incendio y la conmoción en la pista de baile hacen que el edificio finalmente colapse, provocando la muerte de decenas o cientos de personas–incluyendo un niño que la película se esfuerza por hacer tan odioso que hasta su súbita y brutal muerte es más satisfactoria que desagradable.
En apego a la tradición, lo que vimos no se trata de eventos que ocurrieron, sino de una visión tenida momentos antes del desastre. Algo así. Cuando el colapso de la torre finalmente resulta en la muerte de Iris, la película nos transporta, no a ella momentos antes, sino a Stefani Reyes (Kaitlyn Santa Juana) una estudiante universitaria en la actualidad. En sueños, Stefani es atormentada por imágenes la tragedia que nunca ocurrió, lo que ha empezado a afectar su desempeño escolar.

Stefani sospecha que todo tiene que ver con su abuela, quien se llamaba Iris. Sus investigaciones la llevan a concluir que sus sueños fueron la visión que ella una vez tuvo y que le permitió salvar a las potenciales víctimas de la caída de la torre. Uno a uno, la muerte ha ido acabando, no solo con los sobrevivientes originales, pero también con los descendientes que, en el plan original de la muerte, nunca debieron nacer. En la lista siguen Stefani y su familia, lo que añade una divertida variación a la fórmula. Stefani no debe salvar a extraños unidos por la circunstancia sino a sus propios seres queridos: su tío Howard (Alex Zahara), sus primos Erik (Richard Harmon), Bobby (Owen Patrick Joyner) y Julia (Anna Lore), su madre distanciada Darlene (Rya Kihlstedt) y su hermano Charlie (Teo Briones).
Esto enriquece un poco a personajes que, en otras circunstancias, no serían mucho más que carne de cañón. Iris, en su intento de proteger a sus hijos de la mano sobrenatural de la muerte, crio a Howard y a Darlene con una atormentadora sobreprotección que, en el caso de Darlene, repercutió en el abandono de sus propios hijos. Reunidos de nuevo, no solo deben salvar sus propias vidas, también enmendar los errores del pasado. El guion, de Guy Busick–uno de los escritores de Boda sangrienta y las últimas dos entregas de Scream, películas de terror también algo burlonas–y Lori Evans Taylor, los trata medio en broma, medio en serio. Al mismo tiempo que funciona como una parodia de los mensajes sentimentales sobre la familia (o de las películas de terror que tratan de ser meditaciones sobre el trauma generacional), también les da a sus personajes una dimensión deliciosamente perversa a sus muertes.
Porque sobra decirlo, uno ve una película de Destino final para ver a sus personajes morir. Veinticinco años y seis entregas después, la serie sigue encontrando formas creativas para ponerlos en mortales aprietos. El estilo de Lazos de sangre es animación por computadora que distrae por su artificialidad, colores planos y composiciones sin chiste–salvo un pequeño momento, involucrando un camión de basura, encuadrado de manera tan efectiva que está en competencia para mi imagen cinematográfica favorita del año. Pero esto no le impide construir secuencias donde cada elemento está cuidadosamente planteado, donde la anticipación se construye lentamente con una edición que nos guía con cuidado y claridad por todos los peligros posibles en una barbacoa familiar, un estudio de tatuajes o un hospital.

Para este punto es más que claro que el público sabe a lo que se mete–algo que se extiende a los mismos personajes, quienes, más que los elencos de otras entregas, están siempre alertas al peligro, cosa que tampoco les sirve de mucho. Está también entonces el placer de ver cómo la película voltea las expectativas, cómo introduce detalles que estamos seguros van a ser importantes, solo para sacarlos del juego o hacerlos figurar de una forma diferente a la que esperábamos–una excepción a su aburrido estilo visual son los planos detalle, donde el lente y la iluminación pueden exagerar la amenaza en las cosas más triviales; en estas películas los objetos le roban el estrellato a sus mismos personajes humanos. Si todo su drama humano puede ser flojo o repetitivo, cada muerte sigue siendo una pequeña joya de maquinaria narrativa.
Hay, en medio de todo esto, un momento de profunda y sincera emoción. El actor Tony Todd, quien en entregas anteriores aparece de vez en cuando como el médico forense William Bludworth, regresa aquí, de nuevo aconsejando a los protagonistas y compartiendo su conocimiento de la muerte. Todd falleció de cáncer estomacal antes del estreno de la película y aquí lo vemos, no como la presencia ominosa y de voz grave de entregas anteriores, sino como un hombre que ha hecho las paces con su propio final, contento con la vida que tuvo. Su advertencia de que “nadie puede engañar a la muerte” cobra una dimensión conmovedora que la serie nunca tuvo incluso antes de convertirse en una descarada comedia. Es un reconocimiento franco de la mortalidad humana, presentado en un tono sutilmente optimista que lo hace sentir también como una celebración de la vida. Y sí, está tejido hábilmente dentro de una película con algunas de las más absurdas muertes imaginadas para la pantalla grande.
★★★
Destino final: Lazos de sangre es dedicada a la memoria de Tony Todd. Además de sus participaciones en las películas de Destino final, su carrera se ha distinguido por actuaciones dentro y fuera del género de terror, incluyendo Pelotón de Oliver Stone y El cuervo de Alex Proyas. Su papel más celebrado es seguramente como del trágico antagonista sobrenatural de Candyman de Bernard Rose, una mezcla particularmente hábil de terror y comentario social sobre el racismo en Estados Unidos. Todd falleció el 6 de noviembre de 2024. Que en paz descanse.
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