(J.M. Cravioto, 2025)

No puedo decir que soy un gran admirador del director J.M. Cravioto aunque admito que, antes de escribir esto no estaba tan familiarizado con el resto de su filmografía; me sonaban Malvada, de la que he escuchado algunos comentarios positivos, e Invitación a un asesinato, de la que he escuchado lo contrario; pero desconocía sus cortos, sus largometrajes anteriores, que incluyen un par de documentales, así como su amplio trabajo en televisión. Pero hay cosas que admiro en las películas que he visto de él. Incluso cuando trabaja principalmente en el menospreciado mundo del cine mexicano comercial, Cravioto se plantea desafíos interesantes que suele resolver con ingenio y frescos resultados. Olimpia, la película con la que escuché de él por primera vez, recurrió a la animación en rotoscopía para recrear la Ciudad de México cuando la masacre de Tlatelolco. Entra en mi vida, aunque me pareció finalmente decepcionante, hizo un uso novedoso de las redes sociales y el internet para hacer una comedia de autodescubrimiento juvenil estilo found-footage.

Veo ese mismo espíritu en, Autos, mota y rocanrol, basada en el festival de Avándaro de 1971, famoso como el “Woodstock mexicano” o infame por el “encueramiento, mariguaniza, degenere sexual, mugre, pelos sangre, muerte” en que se convirtió. Es un considerable desafío de producción. ¿Cómo hacer una película sobre un evento que reunió a miles de personas, la mayoría de ellas echando desmadre, en el mismo lugar? La respuesta de Cravioto es confiablemente creativa: un falso documental que intercala entre escenas dramatizadas con películas caseras retomadas de sus asistentes. La combinación, al nivel de la edición y los efectos visuales, es bastante efectiva. La fotografía emula el color y grano del celuloide de la época, y la ilusión es impresionante. Cuesta diferenciar entre lo que pasó y lo que seguro no pasó pero habría sido divertido si sí. Es uno de los principales aciertos de la película.

Otro de ellos tiene que ver con cómo la historia se desarrolla. Autos, mota y rocanrol recuenta Avándaro, desde su concepción a sus desafortunadas consecuencias, apegándose al punto de vista de Eduardo “El Negro” López Negrete (Alejandro Speitzer) y Justino Compeán (Emiliano Zurita), sus dos organizadores principales. Justino y Eduardo no podrían estar más lejos de los “jipitecas” y mochileros que se convertirían en la mayoría de su público. Más bien son juniors, jóvenes de familias ricas que ven en todo esto una oportunidad para hacer dinero–no dudo que los intentos de financiar la película hayan mencionado el éxito de Nosotros los nobles y la serie de televisión Club de cuervos.

La película se mueve con tremenda velocidad desde el principio, pero alcanza a establecer características importantes de ambos. Justino es el más cauto hombre de familia, mientras que Eduardo se lo toma todo un poco más personal: concibe el evento primero como una carrera de coches para honrar a su padre, un entusiasta del deporte. Este enfoque es, sin duda, algo complaciente con sus ricos organizadores. Avándaro es presentado, menos como un momento clave en la cultura mexicana, y más como un caso de estudio en mercadotecnia. Justino y Eduardo quedan como ingenuos afables y no como criminalmente negligentes. El descontrol que presiden no opaca sus buenas intenciones.

Dicho esto, la película sabe cómo sacar comedia de estos dos. Autos, mota y rocanrol se divierte mostrando qué pasa cuando una propuesta ambiciosa queda en manos de gente con ideas contradictorias y de jóvenes con mucho entusiasmo, pero poca o nula experiencia. Cuando no encuentran patrocinadores ni televisoras interesadas en su carrera automotriz, Justino y Eduardo viran a una carrera de autos con un par de números musicales que, con la ayuda y después injerencia del promotor Armando Molina (Ianis Guerrero), escala a más o menos una docena de bandas. Contribuyendo a los malos augurios: cotizaciones de los andamios y escenarios quedan a cargo de asistentes apenas salidos de la adolescencia, la seguridad en manos de voluntarios sacados del mismo público.

Todo este caos se presta para un par de observaciones atinadas sobre la sociedad de la época, así como un giro más o menos novedoso a las diferencias de clase que suelen servir de base, pero nunca son exploradas con mucha profundidad, en la comedia mexicana actual. Justino y Eduardo son la cara de los medios que dan forma a la cultura popular, pero casi todas sus ideas sugieren una desconexión total del país en el que viven. En uno de los segmentos más graciosos de la película, Justino se pone a buscar bandas en bares solo para quedar en ridículo entre su clientela. Por otro lado, la llegada de un batallón militar, alertado por la congregación masiva de gente y el desorden, alude a esa represión estatal que seguía demasiado fresca en la memoria: hay una referencia directa a la masacre de Tlatelolco (a su vez, un guiño a la película Olimpia) pero los eventos también ocurrieron apenas tres meses después de la masacre de El Halconazo.

La realidad es algo de lo que la película se deslinda de manera juguetona. Un texto al inicio nos dice que Autos, mota y rocanrol está basada en eventos reales y en otros no tanto. Esto le da licencia para inventar; no obstante, sus mayores huecos narrativos parecen ocurrir precisamente porque la película no quiere salirse demasiado de los hechos documentados. La presencia militar, aunque añade tensión, no lleva a nada en realidad. Lo mismo con los intentos de el Brujo (Ruy Senderos; su personaje usa el mote del guitarrista y cantante tijuanense Javier Bátiz, pero este nombre, me parece, no es mencionado en la película) por sabotear el festival. Después de lidiar con toda clase de problemas con el lado musical, lo de las carreras es resuelto con una absurda facilidad que lo hace sentir irrelevante. Las escenas del concierto, que deberían ser lo más sustancial, terminan siendo lo menos satisfactorio porque es cuando más cosas (los problemas técnicos, Justino experimentando con las drogas, la famosa “encuerada”) parecen ocurrir solo porque sí.

Al final, el mayor argumento a favor de Autos, mota y rocanrol no es precisamente Avándaro sino lo que Cravioto y compañía hacen alrededor de él, todo lo que tiene que ver con el falso documental. Juan Pablo de Santiago, haciendo de Servando, el cineasta encargado de seguir a Justino y Eduardo, no tiene la participación más llamativa pero sigue a los dos protagonistas con una ansiedad con la que nos podemos identificar con más facilidad. Los mejores chistes son los que llaman atención a cómo este supuesto documental está hecho: su intento de hacer algo inspirado en la Nueva Ola Francesa, sus referencias a cómo es más barato filmar en blanco y negro que en color, entre otros.

Es refrescante que Autos, mota y rocanrol llame atención a su propia técnica porque técnica es precisamente lo que me parece que falta en muchas películas mexicanas comerciales de hoy (antes de que me digan malinchista, lo mismo pienso que ocurre en las películas de Hollywood). Las películas mexicanas apenas representan una pequeña fracción de la taquilla nacional, eclipsadas totalmente por los blockbusters estadounidenses, que cualquier cosa más o menos diferente tiende a ser elevada por aquellos que, por patriotismo o simpatía con las personas que trabajan en ellas, queremos que al cine mexicano le vaya bien–pienso en otro estreno reciente por el que tenía esperanzas, la comedia adolescente El club perfecto; aunque partes de ella me sugieren cariño por parte de las personas que la hicieron, me parece que simplemente no funciona narrativamente. Pero Autos, mota y rocanrol es una película que me siento cómodo recomendando. No es ni el desastre ni el hito histórico que fue el concierto que lo inspira, sino una entretenida y bien hecha comedia popular que disfrute bastante.


★★★1/2


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