(Highest 2 Lowest; Spike Lee, 2025)

Creo que lo primero que llama la atención de una película como Del cielo al infierno es la mera audacia (algunos podrían decir sacrilegio) detrás de ella. Spike Lee y Denzel Washington son sin duda eminencias de Hollywood, pero esto no quiere decir que sean infalibles–el consenso popular parece ser que Lee, aunque responsable de por lo menos una obra maestra como Haz lo correcto, tiene una filmografía tremendamente irregular; Washington, como actor, siempre depende en el material que lo rodea. ¿Cómo se atrevieron a rehacer Cielo e infierno, una de las películas más aclamadas de otra dupla legendaria, la del director Akira Kurosawa y la estrella Toshiro Mifune? Hay un curioso precedente para ambos: se armó un escándalo cuando Lee hizo su propia versión del thriller surcoreano Oldboy: Cinco días para vengarse; Washington, por su parte protagonizó un remake de Los siete magníficos, western basado a su vez en Los siete samurai de Kurosawa. Pero esto no evita que juntarlos en una versión hollywoodense de un clásico del cine asiático inspire, por lo menos, dudas.

¿Es Del cielo al infierno mejor que la película de Kurosawa y Mifune? No creo, pero tampoco creo que ésta sea la pregunta correcta. No veo a Lee y a Washington muy interesados en imitarlos o superarlos. Más bien parece que miraron el material original, el libro King’s Ransom del autor de novela criminal Ed McBain, y se preguntaron cómo podían usarlo para meter lo que les interesa y lo que hacen tan bien. En el caso de Lee, son mostrar la ciudad y la música que ama, así como preguntarse lo que significa ser un artista veterano en la época actual. Las desviaciones, que bastan para convertirla en una historia nueva que se sostiene en sus propios términos, son tan reveladoras como entretenidas. El esqueleto de la trama es básicamente el mismo, pero no creo que Kurosawa y Mifune hubieran hecho una película como ésta. Lo digo más como algo positivo que como algo negativo.

Del cielo al infierno reinterpreta al empresario zapatero de la novela y película anteriores como el magnate de la música David King (Washington). La primera parte nos ofrece una mirada a su rutina diaria: David toma llamadas de negocios, hace planes con su cariñosa y leal esposa Pam (Ilfenesh Hadera) y acompaña a su hijo Trey (Aubrey Joseph) a su entrenamiento de basquetbol. Todo esto nos dice que David está básicamente en la cima del mundo: recorre la ciudad en autos de lujo, su penthouse tiene una vista de Manhattan y una extensa colección de arte, mientras que Trey presume de las chicas que se le acercan buscando que su papá las convierta en estrellas de la música.

David debe su fortuna a la disquera que fundó hace varios años y que al inicio de la película se encuentra en un periodo transicional. Sus socios están gestionando una venta a un rival más grande; David, no obstante, tiene otros planes: frenar la venta, comprando la mayoría de las acciones de su socio con el dinero de un préstamo con la mayoría de sus propiedades como colateral. Pero algo más urgente le sacude el mundo. Una llamada telefónica le dice que Trey ha sido secuestrado y que debe entregar 17.5 millones de dólares para verlo de nuevo con vida.

La policía se moviliza rápidamente. El chofer de David, Paul Christopher (Jeffrey Wright) se convierte en un posible sospechoso. La duda es planteada demasiado temprano, por lo que podemos deducir que se trata de una pista falsa, pero conocerlo en una situación confrontativa termina siendo importante para la historia. Resulta que los secuestradores confundieron a Trey con el hijo de Paul, Kyle (Elijah Wright), quien estaba también en el entrenamiento. Trey regresa a su familia rápidamente, mientras que el otro chico sigue cautivo. La extorsión sigue en pie, lo que detona un dilema moral para David. Sabemos que tiene el dinero porque lo iba a usar para pagar el rescate de Trey, pero ¿es David capaz de dejar morir a un chico solo porque no tiene lazos de sangre con él?

La empatía humana básica nos dice que la vida de Kyle vale más que los millones, pero para David, ese dinero significa recuperar la compañía que es resultado de una vida de trabajo duro. El costo humano se difumina, mientras que el económico se vuelve personal. Todo esto, visto en retrospectiva, no avanza mucho la trama, pero añade fascinantes asperezas a David, así como a su relación con Paul. Además de un empleado fiel, Paul se comporta como un amigo íntimo y ver a ambos en conflicto lo eleva de un simple compinche, además de resaltar las diferencias de clase también sugeridas por su título. Washington, quien en sus primeras escenas le inyecta a David un fácil carisma que nos pone de su lado de inmediato, revela un lado oscuro y egoísta. Momentos así lo ponen más cerca del J. Paul Getty que Ridley Scott dramatizó en Todo el dinero del mundo que de un héroe incorruptible como el que Washington interpretó en El justiciero: Capítulo final.

En la película de Kurosawa, el genio de estas escenas iniciales estaba en lo mucho que podían hacer con tan poco. La acción se restringía a un par de policías, el chofer, el magnate y su esposa, todo ocurriendo en un par de habitaciones de su mansión. Pero Kurosawa los mantenía a ellos y a la cámara en constante movimiento, jugando con su posición en el cuadro, su distancia y orientación a la cámara, de tal manera que cada composición se sentía nueva, dramática y dinámica.

La película de Lee trata esta sección con una formalidad medio plana. Solo cobra verdadera vida cuando la acción se mueve fuera del penthouse de David, pero es con un retrato de Nueva York que es confiablemente colorido y vibrante. David recibe instrucciones de llevar el dinero entre estaciones del metro y en su descenso por las escaleras la fotografía pasa de un delicado y fino digital a lo que parece un granuloso y cálido celuloide. El plan previamente había sido detallado con cortes a la señalética del metro, no tanto para transmitir información, sino como escaparte para los elaborados mosaicos que adornan cada estación. La música se convierte en un tema casi alegre dominado por piano jazzístico, animadas cuerdas y percusiones. Un grupo de fanáticos de beisbol, vestidos para un juego de los Yankees, recibe inusual atención. La entrega del dinero se convierte en una persecución en medio de un festival puertorriqueño con todo y un número musical del salsero Eddie Palmieri.

Este conjunto de decisiones, particularmente las que tienen que ver con la música, son cuando menos peculiares. Parecen ir en contra de la intención implícita de generar suspenso (cosa que la partitura de Howard Drossin, en otras partes que incorporan cuerdas graves, cumple cabalmente). Pero lo que hacen es situar a la película en una ciudad diversa, ocupada y optimista. Más que una simple decoración para la aventura de su héroe, es un rico y denso tejido del que la vida de David es apenas una parte. Es el Nueva York de Spike Lee.

Hay otras decisiones estilísticas que van de lo llamativo a lo chocante. La toma insignia de Lee, esa con los personajes flotando junto con la cámara, aparece en momentos puntuales y acertados, uno de ellos metiéndonos a la cabeza de David como preámbulo para su confrontación más dramática. Cortes a obras de arte o fotografías de figuras históricas aparecen como toques ensayísticos que conectan a David con la historia negra de Estados Unidos. El logo de la disquera de David cruza la pantalla de un lado a otro como su versión de los barridos horizontales con los que Kurosawa conectaba sus escenas. El uso de fotografía granulosa, aunque añade textura, no es sistemático; se limita a un par de escenas de la persecución sin verdadera motivación.

Pero toques como estos, a veces caprichosos, a veces experimentales, son la norma en las películas de Lee, quien aquí opera en su modo más disciplinado, dejando que su estilo sirva al drama–que culmina preciosamente en un íntimo cara a cara que incluye una batalla de rap–y que el drama sirva a lo que quiere decir sobre la cultura actual. Dichas observaciones no son trascendentes ni muy originales. Aunque el guion menciona memes, a la inteligencia artificial y el lado perverso de la fama, el mensaje puede resumirse a que la familia lo puede más que el dinero y que Lee y Washington, a pesar de los tiempos cambiantes, siguen siendo reyes en su dominio. Puedo estar de acuerdo con eso.


★★★1/2


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