(One Battle After Another; Paul Thomas Anderson, 2025)

Entre los cineastas hollywoodenses de su generación, Paul Thomas Anderson se ha ganado una reputación como un autor desafiante y complicado. Esta reputación se sostiene en parte por películas que siguen a redes personajes a través de periodos o momentos turbulentos (Boogie Nights: Juegos de placer, Magnolia), por sus estudios de figuras de psicología rica y complicada (Embriagado de amor, Petróleo sangriento, The Master: Todo hombre necesita un guía, El hilo fantasma) y por una densa investigación histórica que convierte a sus historias en microcosmos o reflexiones sobre las instituciones o historia de Estados Unidos (básicamente todas las anteriores salvo las más íntimas Embriagado de amor y El hilo fantasma).

Algo que, a mi parecer, no se discute tanto es que las subversiones de Anderson parten también de una reverencia por el cine más clásico y convencional. En una anécdota muy sonada de su juventud, que ha repetido en entrevistas, Anderson termina desencantado con la escuela de cine cuando uno de sus profesores hace un comentario menospreciando Terminator 2: El juicio final. Y me cuesta creer que Anderson decidiera hacer una película con Adam Sandler sin un aprecio sincero por las películas repudiadas por la crítica que el actor había hecho en los noventa.

Creo que estos sentimientos se reflejan de manera congruente en las películas de Anderson, que son una amalgama curiosa. Algunas de sus obras que más dejan perplejo al público, como The Master o Vicio propio, tienen momentos tan cómicos y conmovedores como los ejemplos más logrados del cine comercial. Mientras que Licorice Pizza, que muchos tachan como su película más frívola y superficial, se ha quedado en mi mente como una poderosa y agridulce reflexión sobre la fugacidad del amor y la nostalgia. Su final aparentemente feliz me parece frágil y engañoso entre más lo pienso.

En su carrera temprana, las influencias de Anderson se veían con bastante claridad: sus grandes elencos y sus virtuosos movimientos de cámara le ganaron comparaciones con Robert Altman y Martin Scorsese. Aunque Anderson pasó de la imitación a un estilo propio y refinado que no se explica tan fácilmente, un espíritu similar continúa guiando su cine. Altman hizo de las suyas con la película de guerra (M*A*S*H), la de detectives (Un largo adiós) y el western (Del mismo barro). Mientras que Scorsese abordó el melodrama en Alicia ya no vive aquí e hizo en Taxi Driver lo que se puede describir como un perturbado western urbano. A su manera, Anderson todavía encarna la actitud del Nuevo Hollywood de los setenta, retomando géneros clásicos pero cuestionando sus reglas y exigiéndole un poco más a su público.

Este cuidadoso equilibrio está de nuevo presente en Una batalla tras otra, su película más reciente y, en términos prácticos, su más comercial, pues se trata de un blockbuster de acción de 130 millones de dólares (más de lo que cualquiera de sus películas individuales ha recaudado en taquilla). Una batalla tras otra es una película de Anderson en toda la extensión de la palabra, hecha con una obsesiva curiosidad por la historia reciente de Estados Unidos, enfocada en complicadas y contradictorias figuras paternas, y llena de momentos simplemente extraños que parecen no tener justificación. Pero también es una narrativa que se mueve con tremenda ferocidad y claridad, en la que el público nunca tiene tiempo para aburrirse ni razón para preguntarse confundido qué está en juego. También es probablemente la película de Hollywood más emotiva y emocionante del año, incluso si pide tener una mente más abierta.

Su extendido prólogo es una muestra tanto de su enfoque como de su experimentación. Es abrumador por la cantidad de información que empaqueta, el número de eventos que sintetiza y comprime, y la facilidad con la que salta de uno a otro. Pero también hace todo lo que todo primer acto debe hacer, presentándonos a personajes que dejan una fuerte impresión desde la primera vez que los vemos en acción.

Lo resumo con cierto detalle para ilustrar lo mucho que la película hace con sus primeros minutos. “Ghetto Pat” (Leonardo DiCaprio) y Perfidia Beverly Hills (Teyana Taylor) son dos guerrilleros en el grupo revolucionario French 75 que, en la primera secuencia, ejecuta una redada para liberar migrantes indocumentados encerrados por la patrulla fronteriza en una instalación al sur de San Diego, California. La redada es exitosa, pero Perfidia se cruza con el Steven J. Lockjaw (Sean Penn), un coronel del ejército estadounidense que se obsesiona con ella y la continúa atormentando después. Además de compañeros, Pat y Perfidia son una pareja romántica, pero su intensa vida sexual decae cuando ella se embaraza y tiene una niña. Frustrada con cómo la tratan ahora que es madre, Perfidia continúa su lucha con imprudencia y es capturada por Lockjaw, quien la obliga a elegir entre la cárcel y traicionar a sus compañeros. Cuando Perfidia accede a lo segundo, el French 75 se dispersa. Pat y su hija se ven obligados a esconderse en la ciudad de Baktan Cross bajo los nombres de Bob y Willa Ferguson.

Dieciséis años pasan y Bob, quien nunca pareció tener el compromiso luchador de Perfidia, se convierte en un torpe y perezoso mariguano, básicamente el Dude que los hermanos Coen crearon en El gran Lebowski. Ahora llegada a la adolescencia, Willa (Chase Infiniti) continúa bajo su paranoica pero finalmente bien intencionada tutela: Bob no la deja tener celular y la obliga a salir a todas partes con un rastreador para que él o los miembros sobrevivientes del French 75 puedan encontrarla en una situación de emergencia. Dicha situación surge cuando Lockjaw, quien ahora aspira a unirse a una sociedad secreta de racistas llamado el Club de los Aventureros Navideños, regresa con la intención de secuestrar a Willa y acabar con Bob.

La trama de Una batalla tras otra alude con clara intención a eventos históricos y actuales, así como a otras películas y obras (Bob ve La batalla de Argel del director italiano Gillo Pontecorvo, los miembros del French 75 se identifican entre ellos usando la letra de “The Revolution Will Not Be Televised” de Gil Scott-Heron) su inspiración más explícita es la novela Vineland de Thomas Pynchon. Anderson convierte el libro en una serie de escapes, rescates, persecuciones y capturas tensas y espectaculares. La propulsión se sostiene también gracias a una variada música, que va desde clásicos de la radio de las décadas cubiertas por Vineland, a una partitura de Jonny Greenwood que incluye tanto gentiles piezas de guitarra clásica a un inquietante, arrítmico piano diseñado para mantenernos en incómoda y constante alerta.

Visualmente la película marca la segunda colaboración de Anderson con el director de fotografía Michael Bauman. Para este punto queda claro a los dos los fascinan las imperfecciones–un contraste con la apariencia más pulida de las películas que Anderson hizo con el fotógrafo Robert Elswit. Una batalla tras otra tiene una toma elegante aquí y allá, como un macabramente cómico movimiento lateral que culmina con uno de los colegas de Bob y Perfidia recibiendo un disparo en la cabeza, pero la norma son los movimientos accidentados y caóticos.

La iluminación, más evidente en la secuencia en que Bob se escabulle por un mercado, favorece una apariencia natural; escenas pueden ser muy oscuras o abrumarnos con lámparas o la luz del sol si el espacio lo exige. Esto parece justificado por el trasfondo revolucionario de sus personajes; una estética sucia para héroes que viven en los rincones más precarios y marginales de su sociedad.

No me parece una motivación tan fuerte, pues es un estilo que estaba presente desde las últimas dos películas de Anderson (aunque recuerdo, entre las muchas desviaciones de Vineland, un debate sobre los diferentes méritos revolucionarios de la iluminación natural y la artificial). Anderson y Bauman, no obstante, logran efectos poderosos en otras partes. El final, con un lente largo que exagera las pendientes de una carretera, haciéndonos sentir como en una montaña rusa, es más sensacional que los seguramente más caros y elaborados clímax de otros blockbusters–el corte constante entre dos autos deportivos y la carcacha que maneja Bob lo enriquece también con un toque de brillante comedia.

Me parecen más razonables las asperezas que Anderson deja en la narrativa. Hay cosas que a primera vista parecen simples descuidos, detalles que un guion más refinado y convencional corregiría en un borrador posterior. El escape de Bob de Baktan Cross hace también un recorrido por la operación de Sergio St. Carlos (Benicio del Toro), el sensei de artes marciales de Willa y quien además mantiene una elaborada infraestructura para albergar y dar protección a migrantes indocumentados. Avanti (Eric Schweig), un cazarrecompensas contratado por Lockjaw, y Deandra (Regina Hall), una miembro del French 75, figuran poco en la trama pero tienen momentos de potencia emotiva. Aunque los conocemos poco como individuos, en ellos se cristalizan los dilemas centrales de la película: la decisión entre ser cómplice o rebelarse con contra un sistema corrupto. Son pequeños roles que aluden a un mundo con una historia más rica y compleja.

Las formas en que Una batalla tras otra se desvía de Vineland son significativas y suficientes para convertirla en su propia y singular obra. En primer lugar, Anderson ha cambiado la estructura entretejida y dispersa de la novela (el título, que hace referencia a las plantas trepadoras, también sugiere cómo las subtramas se enredan y conectan) a una directa y enfocada película de persecución (de ahí que la admiración de Anderson por Terminator 2 me parezca especialmente relevante). También le ha dado otra ambientación temporal. La acción principal del libro se desarrollaba en 1984, siguiendo revolucionarios que tuvieron su mayor actividad en los sesenta. Una batalla tras otra parece desarrollarse en la actualidad, lo que situaría a su prólogo a finales de la década del 2000.

Hay cosas que se pierden y otras que se ganan con este acercamiento. Por un lado, algo del sentido original del libro se encontraba en la tragedia de cómo la contracultura de los sesenta abre paso a los ultraconservadores ochenta bajo la presidencia de Ronald Reagan. Una batalla tras otra es inteligente al enfocar su narrativa a ideas sobre el racismo e inmigración y a que su mundo sea una versión extrema de la división política del Estados Unidos actual–que bien puede describirse como una versión recargada de la era de Reagan. En un lado está una guerrilla violenta y coordinada que lucha, entre otras cosas, por las fronteras abiertas. En el otro, un ejército en forma que usa el combate al narcotráfico como excusa para perseguir a sus enemigos políticos de sus líderes orgullosamente racistas.

Ambos lados encarnan los miedos de los principales campos de la política estadounidense. Pero en lugar de ridiculizarlos por igual, como Ari Aster hizo parcialmente en Eddington, las simpatías de Anderson no podrían ser más claras. A pesar de su torpeza inicial, Bob es claramente el héroe y Lockjaw el villano. No hay un verdadero intento por que el primero nos caiga mal, ni tampoco por humanizar al segundo. Esta moral binaria de alguna manera contribuye a que Una batalla tras otra se sienta como la película más hollywoodense de Anderson, pero también le da una claridad moral muy necesitada en tiempos confusos y turbulentos.

Si Una batalla tras otra no se siente completamente revolucionaria es por las mismas concesiones que vienen con hacer una película de Hollywood. Podemos, por ejemplo, señalar la incongruencia de una película que condena la persecución de los migrantes indocumentados pero que para su filmación recurrió al desalojo forzado de un campamento de personas sin techo. Y como las mismas películas de los setenta que inspiraron a Anderson, tiene un sesgo característicamente estadounidense. Pienso en que los migrantes de Una batalla tras otra, como los vietnamitas de Apocalipsis ahora, son básicamente decoración.

Una batalla tras otra no confronta sus contradicciones directamente pero sí las dramatiza de cierta forma. Aunque Perfidia desaparece de la historia relativamente pronto, su corazón dividido parece un reflejo del de la película. Las ambigüedades que rodean a su personaje se convierten en preguntas que se quedan con nosotros incluso después de que aparecen los créditos. Hay, sin embargo, algo poderoso en Una batalla tras otra, en su mera existencia y en su ejecución: una contundente declaración política que además es la película más entretenida del año.


★★★★1/2


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