(Ma vie de Courgette; Claude Barras, 2017)

En su poco más de una hora de duración, La vida de Calabacín encuentra íntimas y acertadas observaciones sobre la infancia que bastarían para alimentar la producción de películas animadas de un año entero. Esto no es por nada. El guion del primer largometraje de Claude Barras es adaptado de un libro de Gilles Paris por Céline Sciamma, una guionista y directora cuyo ojo y oído para las minucias de la infancia y la adolescencia temprana son casi insuperables. Al igual que Tomboy y Girlhood, dirigidas por ella, La vida de Calabacín nos sitúa en la vida de alguien que se siente fuera de lugar dando sus primeros pasos hacia la madurez y nos muestra el mundo a través de sus ojos. Su mirada es inocente pero no ingenua. Calabacín (voz de Gaspard Schlatter), de nueve años de edad, vive en el ático de su solitaria madre alcohólica hasta que ésta sufre un accidente y él se queda sin quién lo críe. Los colores pasteles y el naturalista trabajo de cámara de los largometrajes anteriores de Sciamma dan lugar a la impecable y colorida animación en stop motion de Barras. Sus personajes están diseñados preciosamente, pero también se convierten en una herramienta efectiva para explorar el territorio más emotivo y serio al que la película se adentra de manera casi imperceptible.

Raymond (voz de Michel Vuillermoz), un comprensivo y sensible policía, dirige a Calabacín a un orfanato, donde al niño le cuesta adaptarse al principio. Simon (voz de Paulin Jaccound), niño problema y líder por defecto de los pequeños residentes del lugar, le empieza a jugar bromas pesadas y toma el cometa de Calabacín, el único recuerdo de su padre, sin su permiso. Simon lo molesta a manera de llamar su atención y demostrar su poder, pero también parece, para poner a prueba al recién llegado. Calabacín y Simon terminan peleándose y son llevados a la oficina del orfanato. Calabacín no dice nada contra él (no la hace de soplón), y Simon por fin lo acepta como parte de su estrecho y finalmente acogedor círculo. Simon y Calabacín comparten los patios y cuartos del orfanato con los niños abandonados de criminales, drogadictos, inmigrantes deportados y una obsesiva compulsiva; quienes quizá por eso reconocen que están mejor ahí, acompañados por otros que han pasado por lo mismo y bajo el cuidado de un personal atento y cariñoso, que en el supuestamente más libre mundo exterior. Su verdadera familia se encuentra dentro de las paredes del orfanato.

La vida de Calabacín está poco interesada en la trama. La película le da mayor importancia las relaciones entre los niños y a las observaciones casuales de Calabacín, aunque sí contiene el esqueleto de una. Al poco tiempo de que Calabacín se acopla al orfanato, se enamora de Camille (voz de Sixtine Murat), una niña recién llegada con su propia historia trágica que contar. La tía grosera y amargada de Camille no la quiere, pero decide quedarse con la custodia de ella para recibir la ayuda económica del gubernamental. Calabacín y compañía no van a dejar que esto suceda. Esto, que en otra película bien podría ser la sustancia del guion, se resuelve relativamente rápido, no ocupando más tiempo en pantalla que un viaje que los niños hacen a las montañas y las visitas de Raymond al orfanato. La vida de Calabacín se mueve en zigzag, de una manera que recuerda a Los 400 golpes, la obra maestra de François Truffaut, así como lo que se siente ser un niño de esa edad en la que en un tiempo relativamente corto caben infinidad de experiencias y aventuras.

La vida de Calabacín1

La vida de Calabacín es tan sutil e íntima que fácilmente podría haberse contado con actores de carne y hueso en lugar de títeres de stop motion. Su historia nunca incursiona en la fantasía, además de que las emociones de sus personajes parecen aquellas que podrían comunicarse mejor a través de los rostros de actores. Al mismo tiempo, los personajes de Barras resultan tanto (quizá más) expresivos que actores de verdad, y uno podría decir que la colorida animación de alguna manera refleja la forma en que un niño de la edad de Calabacín ve el mundo. Sus ojos son la llave al alma de la película: amplios y expresivos, parecen mirar a todo con maravilla, pero también con cansancio y tristeza. A través de su mirada, los sentimientos de la película se amplifican, mientras que los adultos de la película simultáneamente crecen a una estatura mítica y son reducidos a una o dos características (uno puede argumentar que la razón porque la tía de Camille parece un villano de caricatura es porque ése es el único lado de ella que los niños ven).

Los niños ven el mundo de manera diferente. En sus ojos, objetos triviales pueden cobrar una importancia casi totémica (Calabacín guarda una lata de la cerveza que tomaba su madre), pero también pierden de vista detalles que están fácilmente a su alcance o que la sociedad no les ha explicado adecuadamente (en uno de los más enternecedores chistes recurrentes de la película, Simon les cuenta a los demás que el acto sexual termina con el pene del hombre haciendo explosión). La vida de Calabacín captura el encanto de la infancia, pero también la malicia y territorialidad de la que los niños son capaces, igualmente fruto de la inocencia de la edad. Esto porque a hasta el menor problema es juzgado a través de un lente de experiencias limitadas y por lo tanto cobra una magnitud de vida o muerte que sólo se entiende viviendo en ese momento, con esa edad y con esa mentalidad. La mente del niño es un mundo aparte, y La vida de Calabacín lo lleva genialmente a la pantalla grande.

★★★★1/2