(I, Daniel Blake; Ken Loach, 2017)

Como el mensaje que su personaje titular pinta en grafiti sobre el muro de la oficina de empleo, Yo, Daniel Blake es austera, directa y a veces obvia en sus intenciones, así como una sincera y poderosa petición por algo que debería ser relativamente fácil de dar y recibir. El Daniel Blake (Dave Johns) en cuestión es un carpintero inglés y viudo de 59 años que, después de sufrir un infarto masivo al corazón, recibe instrucciones de su doctor de dejar de trabajar por un tiempo. Esto resulta difícil para Daniel porque la evaluación, impersonal y frustrante, que le hace una empleada de gobierno lo califica como apto para trabajar y lo deja sin derecho a una pensión. Ken Loach, el director de la película, ha descrito el sistema de asistencia social de Gran Bretaña como “una situación kafkiana inescapable” y el predicamento que el guionista Paul Laverty plantea para Daniel Blake es aptamente surreal. Daniel vive una realidad y el gobierno que tiene su vida en sus manos vive en otra.

En manos menos capaces, Yo, Daniel Blake podría verse abrumada por su contenido político y crítica social; su humanidad perdida en el mismo océano de burocracia y confusión que engulle a su protagonista en la historia. Pero Loach, uno de los mayores exponentes del realismo social británico, movimiento cinematográfico nacido a principios de los sesentas y reconocido por su la particular atención que presta a la vida doméstica de sus personajes, esquiva el camino potencialmente sentimental y manipulador que pudo haber tomado su a veces fantástica historia. No hay nada demasiado elaborado o meramente llamativo en el trabajo del cinefotógrafo Robbie Ryan; éste se concentra en observar a sus personajes en las ocurrencias de la vida cotidiana que Loach y Laverty conciben, con claridad y conciencia de los tiendas, apartamentos y oficinas de la ciudad de Newcastle (al norte de Inglaterra) donde la película se desarrolla. El corazón de ésta se encuentra en la amistad que Daniel, de porte duro y resistente, forma con la joven madre soltera Katie (Hayley Squires), a quien conoce mientras ella también se pelea con empleados del gobierno. Katie acaba de llegar de Londres, de un albergue en el que vivió durante varios meses después de que la expulsaran de su anterior apartamento.

Yo Daniel Blake1

Katie vive su propia situación imposible. Encontrar trabajo y conseguir alimento para sus dos hijos Dylan (Dylan McKiernan) y Daisy (Briana Shann), con quienes comparte un apartamento que parece estarse cayendo a pedazos, le resulta especialmente difícil. Pero Yo, Daniel Blake le presta menos atención a las dificultades de sus personajes que a cómo éstos reaccionan a ellas, y cómo esto nos revela más sobre quiénes son. En cómo Daniel, desempleado, se hace indispensable en casa de Katie, haciendo reparaciones y cuidando de los niños; en cómo el navegar por los formularios en internet resulta una tarea titánica para él, un “disléxico a las computadoras”. En cómo Katie decide saltarse una comida para que sus hijos puedan comer bien, y en cómo esto la lleva después a colapsarse de hambre y vergüenza en un almacén de comida. En cómo China (Kema Sikazwe), el joven vecino de Daniel, se retira temprano del mercado laboral para mejor vender tenis manufacturados de manera ilícita, cortesía de un amigo de Guangzhou. En Daniel vemos a alguien que necesita mantenerse ocupado para mantenerse vivo, un hombre de pluma y papel en una realidad que lo obliga a escoger entre adaptarse al mundo digital o (literalmente, posiblemente) morir. En Katie, vemos a alguien que reconoce que ha cometido errores y antepone el bienestar de sus hijos al suyo, al punto de que parece hacerlo a manera de expiación. Sus personalidades, sus defectos, aquello que los hace quienes son, termina por condenarlos. El organismo que dice ayudarlos pero sólo los hace saltar a través de aros, poco a poco rompe su tolerancia y dignidad.

Este mensaje llega, no con un martillazo, sino de manera suave, orgánica e inevitable. Yo, Daniel Blake es demasiado humana para ser propaganda. Aun cuando sus personajes notan que el laberinto de la burocracia está diseñado para que los solicitantes de asistencia social eventualmente abandonen toda esperanza, la película retrata a los empleados del gobierno como carentes de malicia, razonables, y ocasionalmente amables y comprensivos. Yo, Daniel Blake culpa a la gente, sino a lo complicado, impersonal y mecánico del sistema del que forman parte, el cual inevitablemente para por alto cosas importantes que terminan por tener consecuencias desastrosas. Yo, Daniel Blake luce transparentemente política a primera vista. En un nivel superficial, es sobre el efecto devastador que tienen las trabas creadas por un gobierno indiferente en las vidas de dos personas dedicadas y de intenciones nobles. Poniendo la película en perspectiva, la minucia política se desvanece de mi mente, y lo que se queda son los personajes, sus conversaciones y los detalles de su vida diaria. Yo, Daniel Blake no es un argumento por la reforma política, no explícitamente. Es una película que no pide más que observar con atención aquellos con quienes compartimos nuestra realidad y tratar de ver el mundo a través de sus ojos.

★★★1/2