(Mank; David Fincher, 2020)
Cuando se habla de El ciudadano Kane se suele hablar en superlativos. Publicaciones como Cahiers du Cinéma y Sight & Sound le han dado el honorífico de la mejor película de la historia más de una vez (el consenso ahora parece favorecer a De entre los muertos de Alfred Hitchcock), y cómo no. Es una piedra angular del cine de Estados Unidos: reconocida por sus entonces inusuales saltos en la narrativa, sus destellos impresionistas y sus innovaciones en fotografía y efectos visuales. Pero su legado va más allá de la técnica, al terreno de lo mitológico y a su exploración del enramado del poder en las instituciones del país, específicamente la relación entre la política y los medios de comunicación. Charles Foster Kane es un ícono y moraleja del capitalismo estadounidense, una figura trágica frecuentemente malentendida por el simple hecho de que amasó una enorme fortuna. Tanto así que sus méritos han sido celebrados por una caricatura de la obscena acumulación de la riqueza que se salta los diálogos de una película de Van Damme.
La mitología de El ciudadano Kane se extiende más allá de lo que aparece en pantalla a la historia de su producción. Fue producida, dirigida y protagonizada por Orson Welles, entonces un joven de 24 años reconocido por sus programas con el Mercury Theater para la radio, quien fue invitado a Hollywood por el estudio RKO International para hacer su ópera prima con una libertad creativa sin precedentes. La película fue el ápice creativo de la historia de Welles, trágica a su manera, pero clásicamente estadounidense como la de Kane. Welles nunca volvería a gozar del nivel de libertad o reconocimiento que recibió para y por su primera película. El estudio intervino severamente en el montaje de su siguiente proyecto, Soberbia, y su versión original quedó perdida para siempre. Tuvo una destacada carrera como director y como actor, pero se enfrentó a la resistencia de los estudios de Hollywood y los bajos presupuestos de financiadores de Europa. Para el final de su carrera, era más visible como promotor de vinos y ridiculizado por su obesidad. Su último rol en pantalla fue como la voz de un planeta viviente en la película animada de Transformers. El ícono de la teoría del autor se despidió con un papel minúsculo en una película dictada por una compañía de juguetes.

Incluso quién en realidad escribió El ciudadano Kane es tema de debate y misterio, o por lo menos lo fue por mucho tiempo. Welles contrató a Herman J. Mankiewicz para colaborar con él en el guion y ambos compartieron crédito en pantalla por la película. En 1971, la crítica Pauline Kael escribió un largo ensayo para The New Yorker defendiendo la idea de que Mankiewicz había sido el único autor del guion. Peter Bogdanovich, cineasta y amigo cercano de Welles, entre otros, cuestionaron el trabajo periodístico de Kael; el caso finalmente se cerró en 1978 gracias a Robert L. Carrington, quien en un análisis de las distintas versiones del guion concluyó que Mankiewicz había contribuido partes importantes de la estructura y los personajes, pero que fue Welles quien le dio la forma de la obra maestra que conocemos hoy en día.
Casi ochenta años después del estreno de Ciudadano Kane llega Mank, la nueva película de David Fincher, a resucitar el mito. Curiosamente, viene apoyada por Netflix, que también financió la conclusión póstuma de El otro lado del viento, la última película de Welles. Como si esta ironía no bastara, este homenaje al Hollywood clásico llega gracias a un emergente gigante cuyo modelo de negocios se ha convertido en la (segunda, después de la pandemia) mayor amenaza a la exhibición tradicional en salas de cine.
Mank es una película cuando menos engañosa, pero como El irlandés o El infiltrado del KKKlan, esto no le impide ser una gran película. Al final, parece menos interesada en resolver una controversia con décadas de antigüedad que en revelar una tragedia distinta pero congruente con el espíritu de Ciudadano Kane; complicada y ensombrecida por la relevancia y legado de la película original. Mank no es un argumento de que Mankiewicz efectivamente escribió El ciudadano Kane por su propia cuenta (cuando mucho un primer borrador de trescientas páginas titulado “American”), pero sí de que la vivió de cerca. Él fue, después de todo, parte del círculo íntimo de William Randolph Hearst, el magnate mediático que de manera controversial sirvió como inspiración principal para Charles Foster Kane.
Así como El ciudadano Kane, Mank tiene una narrativa fragmentada. Abre con Herman Mankiewicz (Gary Oldman) siendo trasladado a un rancho retirado en Victorville al norte de Los Ángeles. Convaleciente después de un accidente en automóvil, el guionista tiene noventa días (que rápido son recortados a sesenta) para escribir el guion de lo que será la ópera prima de Welles–Welles, interpretado por el actor británico Tom Burke, es una presencia fugaz pero importante; los planos enmascaran o exageran su presencia y su voz resuena con la apropiada estatura mitológica. Confinado a su cama, pero asistido por su secretaria Rita Alexander (Lily Collins), Herman empieza a escribir.

De ahí la película salta a inicios de los años treinta. Charles Lederer (Joseph Cross), un escritor de Nueva York, acaba de llegar a probar suerte en Hollywood por invitación de Herman. Lederer tiene una tía en la ciudad, la actriz Marion Davies (Amanda Seyfried), cuya carrera cinematográfica es financiada por su pareja, William Randolph Hearst (Charles Dance). Después de entretener al empresario durante el rodaje de una película, Mankiewicz se vuelve parte de su círculo inmediato. La primera parte de Mank divierte gracias a su recreación de este tipo de episodios del Hollywood clásico. Escenas con decenas de extras, cameos de personajes como Josef von Sternberg, David O. Selznick y Ben Hecht y los diálogos híper-eloncuentes del guion de Jack Fincher (padre del director) dan vida a un ambiente ocupado, siempre en movimiento.
El Herman de Oldman es, dentro de todo esto, una presencia caótica, ligeramente peligroso bajo la superficie. Se siente algo fuera de lugar en su entorno, alcohólicamente arrastrando las palabras al lado de personas que hablan con la claridad de las películas de la época, pero es la viva encarnación de la descripción que Welles alguna vez hizo de él: “nadie era más miserable, más amargo, más divertido que Mank… un monumento perfecto de autodestrucción. Pero, sabes, cuando la amargura no estaba enfocada directamente hacia ti, él era la mejor compañía del mundo.”
En su realización, Mank imita la manufactura y construcción del cine clásico de Hollywood. Pero sus intentos de simular los recursos cinematográficos del pasado–el blanco y negro, el grano del celuloide, las manchas que sugieren un cambio de carrete–llaman atención al artificio del cine de una manera que Fincher no había hecho desde la narración autorreferencial de El club de la pelea (¿será una manera de sugerir que la historia que cuenta no es del todo factual?). Mank no obstante se siente real en donde en verdad importa: su recreación del Hollywood de los treinta recuerda en parte a la Ciudad de México de Roma, poblando el fondo con maravillas de logística y efectos visuales, pero nunca llamando atención a ellas. Más que recrear las técnicas del pasado, los elegantes movimientos de cámara y las inmaculadas composiciones digitales resaltan la precisión e intención que siempre ha sido parte del repertorio de Fincher. Siempre refuerzan la emoción de la escena y no se sentirían fuera de lugar en sus películas anteriores.
La película cobra mayor sentido y propósito entre más se adentra al funcionamiento de la maquinaria de Hollywood, es decir, cuando empieza a hablar de política. El Hollywood de Mank es el Hollywood de la Gran Depresión, controlado por hombres de carácter rígido como Hearst y Louis B. Mayer (Arliss Howard), quien en un momento apela a la solidaridad de las estrellas y el equipo técnico de MGM para recortarles el salario y años después conspira para que Upton Sinclair, el escritor y candidato demócrata para la gubernatura demócrata de California, pierda contra el republicano Frank Merriam.

Herman, quien en las fiestas de Hearst está solo muy dispuesto a explicar las diferencias entre el socialismo y el comunismo a una multitud que le tiene más miedo a un periodista de izquierda que a Hitler, no les sigue la corriente. Se puede salir con la suya por su posición privilegiada y su curioso carisma. Pero hay límites a lo que él y los demás creativos de Hollywood pueden hacer. Esto es mejor ilustrado por Shelly Metcalf (Jamie McShane), un colega desempleado y amigo de Mankiewzicz que termina haciendo propaganda republicana porque es el único trabajo que hay (las escenas de Mankiewicz mirando su material parecen sugerir una inspiración para los noticieros falsos que aparecen en Ciudadano Kane). Nadie quisiera más que él que Sinclair fuera gobernador, pero esas son las reglas implícitas del medio.
Desde hace tiempo existe la idea, repetida hasta el cansancio por muchos medios conservadores, de que Hollywood está controlado por la izquierda. De que voces conservadoras son silenciadas y que hablar positivamente de alguien como, digamos, Donald Trump basta para condenar a alguien al ostracismo. La realidad parece ser que Hollywood en general no es más de izquierda que el actual partido demócrata, es decir, no mucho. Las medidas presentadas por la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas para fomentar la diversidad racial y de género al frente y detrás de cámaras son cambios bienvenidos, aunque difícilmente revolucionarias en un mundo de desigualdad económica y consolidación mediática. No obstante, no me atrevo a cuestionar la sinceridad o utilidad de aquellas historias transgresoras o progresivas que se cuelan por la maquinaria.
Menciono todo esto porque el protagonista de Mank habita las distintas contradicciones, el corazón dividido, que ha caracterizado a Hollywood por mucha de su historia y hasta la fecha. Su retrato de Mankiewicz es el de un hombre a la vez virtuoso y vicioso; lleno de ideales, pero también de flaquezas obviamente humanas y fundamentalmente masculinas. Un hombre que simultáneamente financia el escape de un pueblo de la Alemania nazi y decide endeudarse por miles de dólares en una apuesta caprichosa. Mank, apropiadamente, es una película a la vez cínica y optimista. Desea en un mundo mejor al mismo tiempo que parece dudar que éste sea posible. Está hecha con un reconocimiento del poder cultural de Hollywood y la impotencia de los que trabajan dentro de ella. Cuando el guion está finalmente terminado uno lo siente como una inútil afrenta al poder de hombres como Hearst, pero también uno siente la fe de Mankiewicz en el poder inherente de la historia que acaba de contar. Carrington señaló que en los borradores de Mankiewicz, Kane era poco más que una odiosa caricatura de Hearst. Esto es congruente con lo que aparece en Mank, con la apenas escondida frustración y rencor de la actuación de Oldman antes su proximidad al poder y su incapacidad e indisposición de hacer algo al respecto. Mank puede confundir sus hechos, pero en la sustancia se siente verdadera.
★★★★1/2
Mank está disponible por streaming en Netflix.
Excelente crítica. Felicidades, Alberto. Siempre un gusto conocer tu perspectiva.
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