En México, las salas de cine se encuentran abiertas de nuevo, pero la contingencia sanitaria por COVID-19 continúa. Si deciden ver Animales fantásticos: Los secretos de Dumbledore, o cualquier película en cines, asegúrense de seguir las recomendaciones de higiene y seguridad pertinentes.
(Fantastic Beasts: The Secrets of Dumbledore; David Yates, 2022)
Pocos escritores actuales han tirado tanta buena voluntad a la basura como J.K. Rowling. La autora británica fue en algún momento la más popular del mundo por la publicación de la serie de libros de fantasía para niños y adolescentes de Harry Potter. Ahora, cuando no está publicando libros de misterio tibiamente acogidos o despotricando en contra de las personas transgénero (o en el caso del libro de Robert Galbraith Sangre turbia, las dos cosas al mismo tiempo), Rowling continúa expandiendo (léase exprimiendo monetariamente) el mundo fantástico por el que es mejor conocida. No existe otra justificación para Animales fantásticos, una (hasta ahora tentativa, dependiendo de su éxito en taquilla) pentalogía de películas que sirve como precuela a los eventos de las adaptaciones cinematográficas de los libros de Harry Potter.
Animales fantásticos y donde encontrarlos, estrenada en 2016 y Animales fantásticos: Los crímenes de Grindelwald, su secuela de 2018, no han logrado emocionar al público tanto como las películas sobre el niño mago. La opinión popular es que Rowling podía ser buena novelista, pero que escribiendo para cine estaba un poco fuera de sus habilidades. Ambas películas estaban retacadas de personajes y escenas que no llevaban a ningún lado y carecían del propósito y urgencia básicos para un blockbuster de Hollywood.
Pero si cada nueva entrega de esta serie demuestra algo es que el problema no es la ejecución de Rowling sino el concepto en sí. Rowling tomó un mundo que tenía sentido como una fantasía para un público joven y lo usó para tratar de contar una elaborada saga política, protagonizada por un elenco varios años mayor y con un villano que más que un aterrador hechicero de grandes poderes era un demagogo de intenciones nebulosas. Por otro lado había una profunda desconexión entre sus personajes y lo que pasaba a su alrededor. El título de este spin-off proviene de uno de los materiales ancilares, un bestiario describiendo las criaturas de su mundo mágico, que Rowling escribió para caridad. Las películas técnicamente siguen las aventuras del magi-zoólogo Newt Scamander, el autor ficticio del libro, pero cada entrega encuentra menos formas de integrarlo de verdad.

Después de los eventos de Los crímenes de Grindelwald, Newt (Eddie Redmayne) trata de rescatar a un qilin, una criatura mágica que puede ver en el interior de las almas de las personas y también el futuro (y que no luce para nada como su supuesta inspiración en la mitología asiática), antes de ser reclutado de vuelta por el mago Albus Dumbledore (Jude Law) por razones que son vagas y no muy importantes. Su presunta meta es la de detener al mago Gellert Grindelwald (Mads Mikkelsen), quien busca desatar una guerra entre magos y muggles (o no magos) que los muggles eventualmente perderán, permitiendo que los magos gobiernen sobre la Tierra. Grindelwald es un gran peligro, pero no uno muy urgente. Cualquier enfrentamiento definitivo deberá esperar hasta la (reitero tentativa) quinta película, por lo que Los secretos de Dumbledore debe llenar dos horas y media sin que mucho pase.
Mucho de lo que no pasa en la película involucra flojas alegorías políticas. Grindelwald busca robar una elección para asumir el liderazgo de la Confederación Internacional de Magos (algo así como las Naciones Unidas de la magia). Rowling siempre ha sido vocal en cuanto a sus opiniones políticas y aquí se puede ver un paralelo entre su mundo mágico y el referendo del Brexit, en el que Rowling apoyaba la permanencia de Reino Unido en la Unión Europea. Tanto en el Brexit como en la película vemos a un gobierno que busca legitimidad accediendo a una elección improvisada ante un problema que subestima. Pero los paralelos son superficiales; sugieren que Rowling ha leído las noticias, pero no que las entiende o que tiene algo de valor que decir sobre ellas. La subtrama se siente como un capricho, no nos dice nada nuevo sobre su mundo o sobre el nuestro.
Dentro de lo poco rescatable de esta película está Mikkelsen. En el papel de Grindelwald es una mejora considerable sobre Johnny Depp, quien lo interpretó en las primeras dos películas (pero tuvo que dejarlo por el escándalo suscitado tras las acusaciones de abuso doméstico por su exesposa Amber Heard). Mikkelsen hace a un lado los gestos y manierismos de Depp, así como su propensión a los vestuarios exagerados: el peinado de roquero cincuentón y la cara paliducha desaparecen y la heterocromía (la distinta coloración de sus ojos) que Depp sugirió para el personaje apenas se nota. Mikkelsen, con su austera presencia, podría interpretar a un villano como Grindelwald incluso dormido, y parece estar haciendo precisamente eso.

Por supuesto, es difícil hacerse notar cuando la película hace malabares con tantos personajes, muchos con pocas razones para regresar. Están Jacob Kowalski (Dan Fogler), un muggle panadero y Queenie Goldstein (Alison Sudol), una maga que le correspondió su amor antes de unirse a Grindelwald. Extrañamente ausente en su mayoría está Tina (Katherine Waterston), la hermana de ésta y el interés romántico de Newt. También está Credence Barebone (Ezra Miller), un joven perturbado (cosa que la película comunica disfrazándolo como Gerard Way de My Chemical Romance) convencido de que es hermano del mismo Albus Dumbledore, el eventual director de la escuela Hogwarts y mentor de Harry Potter. Y por supuesto Albus Dumbledore, como el núcleo emocional de la película. Dumbledore es el único personaje que lidia con un conflicto o emoción reconocibles, aunque el título sobrevende su tiempo en pantalla y lo mucho que se le permite hacer.
Dumbledore puede no ser central para la trama, pero sí para el marketing. Todo parece indicar que Los secretos de Dumbledore fue modificada considerablemente después de que Los crímenes de Grindelwald no diera los resultados deseados en la taquilla y se nota. La película está llena de intentos desesperados de recuperar a los fans: repeticiones de los temas musicales originales de John Williams, visitas forzadas a Hogwarts con todo y jugadores de Quidditch volando en el fondo. Como tantos otros blockbusters contemporáneos, parece operar bajo la lógica de que, si el público puede recordar películas con las que se las pasó bien, tal vez crea que se la pasó bien con ésta. Llenar huecos en la página de Wikipedia de Dumbledore es lo más que esta serie puede hacer en lo que encuentra una historia que valga la pena contar.
Los secretos de Dumbledore tiene una que otra idea simpática y/o entretenida. Una persecución por las callejuelas de Bután, con enredos y distintos personajes yendo de un lugar a otro, aprovecha el potencial cómico de la magia de este mundo, aunque las circunstancias que llevan a ella se sienten forzadas. Los vestuarios a cargo de Colleen Atwood y el diseño de producción de Stuart Craig y Neil Lamont, que combinan la estética de la época con toques mágicos siguen insuperables; le dan un componente táctil y práctico que se extraña en franquicias comparables. David Yates, en su séptima película para esta serie, dirige con competencia, aunque no mucha inspiración o energía. Animales fantásticos: Los secretos de Dumbledore es un plano y solemne drama histórico, pero sin la edificación de haber aprendido algún detalle sobre la historia mundial. Es una película estéril, salvo por su última escena, en la que Rowling por fin parece recordar que, a pesar de toda la intriga que transcurre a su alrededor, sus personajes pueden tener vidas románticas y privadas. Es esa humanidad, esa atención a los momentos triviales, que alguna vez hicieron tan especial a las películas de Harry Potter.